Vaciló cuando él se volvió a mirarla. Le conocía demasiado bien para que lograra ocultarle la honda impresión que le causaban los asesinatos. Lo leyó en sus ojos, en la postura de sus hombros, en la expresión de abatimiento que reflejaba su cara.
Entraron en el estudio y Lynley se sirvió un poco de whisky en el bar.
– Sé que un caso como éste debe de ser terrible para ti. Ojalá hubiera algo… He estado dándole vueltas en la cabeza. Tiene que haber un detalle que no consiga recordar… Algo que te sirva de ayuda… Debería acordarme. No paro de decírmelo.
Él apuró la bebida y devolvió el vaso de cristal a su bandeja. Golpeteó el borde sin descanso.
– Simon no está -continuó ella-. Uno de esos días de incesantes reuniones, me temo. No sé cuándo volverá. Tommy, ¿estás seguro de que no tienes hambre? Papá está en la cocina. Sólo tardará un momento…
– ¿Qué te pasa, Deb?
Era una pregunta inesperada, formulada con afecto. Su tierna presión socavó sus defensas, y Deborah sintió que el frío dedo del pánico la tocaba. Lo más importante era no decir nada.
– Estaba examinando mis pruebas del viaje. -Como para conferir veracidad a sus palabras, volvió a la butaca, se sentó y cogió las fotos una vez más-. Mientras tiraba las pruebas, me pregunté si te servirían de algo, Tommy. Me refiero a las fotos de Stoke Poges. Las demás no. Estoy segura de que la abadía de Tintern no te interesa.
El que Lynley mantuviera sus ojos fijos en ella no contribuyó a tranquilizarla. El detective acercó la otomana de Simon a la butaca de Deborah y se sentó. La joven cogió su copa de coñac y se decidió a beber. El licor quemó su garganta como fuego.
– Quería decirte cuánto lo sentí -dijo Lynley-. Pero no tuve ocasión. Estabas en el hospital. Luego me enteré de que te habías marchado de viaje. Sé lo que el niño significaba para ti, Deb. Para los dos.
Ella sintió que las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Él no lo sabía. Nunca lo sabría.
– Por favor, Tommy -acertó a murmurar.
Las dos palabras, en apariencia, bastaron. Al cabo de un momento, Lynley cogió las fotos y sacó las gafas del bolsillo de la chaqueta. Utilizó la lupa de Deborah para indicar una foto.
– Stoke Poges. La iglesia de St. Giles. El problema reside en que Bredgar Chambers se halla en West Sussex, justo a mitad de camino entre Horsham y Crawley. Por más que te estrujes la imaginación, no hay una línea recta que lo una con Stoke Poges y ese cementerio. Por lo tanto, el asesino tuvo que elegirlo a propósito. ¿Por qué?
Deborah meditó sobre la pregunta. Tal vez había algo, después de todo…
Fue al escritorio y buscó la copia del tosco manuscrito del libro que sus fotografías ilustrarían.
– Espera un momento… Recuerdo… -Cogió el manuscrito, se sentó y pasó las páginas hasta localizar el poema de Thomas Grey. Examinó las estancias, lanzó una exclamación y tendió el manuscrito a Lynley-. Mira el epitafio -dijo-. La primera parte.
El detective leyó las cuatro primeras líneas en voz alta.
Lynley miró a Deborah.
– Cuesta creerlo -dijo-. Ni siquiera estoy seguro de querer creerlo.
– ¿Cómo encajan las líneas con el muchacho?
– A la perfección. -Lynley se quitó las gafas y contempló el fuego-. Todo está ahí, línea por línea, Deb. La cabeza de Matthew estaba apoyada en la tierra cuando le encontraste, ¿verdad? No gozó de fama ni fortuna, desde luego. Su cuna fue humilde…, más que humilde, me atrevería a decir. En los últimos meses se volvió hosco, melancólico. Su padre lo describió como si estuviera en trance. Poco comunicativo.
Deborah experimentó un estremecimiento de temor.
– Eso quiere decir que se eligió Stoke Poges a propósito.
– Por alguien que tenía un vehículo, alguien a quien Matthew conocía, alguien con un interés pervertido por los niños, alguien que conocía bien el poema.
– ¿Sabes quién es?
– Me parece que no quiero saberlo. -Se levantó de la otomana, caminó hasta la ventana y regresó. Se desplazó de nuevo hasta la ventana. Apoyó la mano en el antepecho y miró la calle.
– ¿Qué sucederá ahora?
– La autopsia nos proporcionará más datos. Fibras, cabellos, restos de algún tipo nos explicarán dónde estuvo Matthew desde el viernes por la tarde hasta el domingo. No le mataron en aquel cementerio. Lo tiraron allí. Por lo tanto, durante veinticuatro horas, o más, estuvo prisionero en algún sitio. La autopsia nos dará una idea de dónde. Y una causa definitiva de la muerte. Cuando tengamos eso, sabremos qué dirección tomar.
– ¿Es que ahora vas a ciegas? Por lo que estás diciendo…
– ¡Aún no lo tengo claro! No puedo detener a alguien basándome en un poema, la propiedad de un coche, un puesto de confianza en el colegio y la curiosa forma de describirme a un niño, dejando aparte el ser jefe del departamento de Inglés, y, por añadidura, profesor de literatura.
– Así que sabes algo -dijo Deborah-. Tommy, ¿es alguien a quien tú…? -Leyó la respuesta en su cara-. Debe de ser espantoso para ti. Horrible.
– No lo sé. Es la verdad. Carece de motivos claros.
– ¿Exceptuando la curiosa forma de describir a un niño? -Deborah cogió las fotografías y eligió sus palabras con sumo cuidado-. Le habían atado. Me di cuenta. Tenía erosiones, puntos en que la piel se veía escoriada y en carne viva. Y las quemaduras… Tommy, es el peor tipo de motivo. ¿Por qué tienes miedo de hacerle frente?
Él se giró en redondo.
– ¿Por qué tienes miedo tú? -preguntó.
Las palabras destruyeron la frágil serenidad que Deborah había logrado reunir durante los breves minutos de conversación. Sintió que su piel palidecía.
– Dímelo -insistió Lynley-. Deborah, por el amor de Dios, ¿crees que estoy ciego?
Ella meneó la cabeza. Claro que no estaba ciego. Veía demasiado. Ésa siempre había sido la raíz del problema. Él continuó.
– Vi cómo los dos actuabais esta mañana. Como extraños. Peor que extraños.
Ella siguió en silencio. Deseaba que dejara de hablar, pero Lynley no cejó.
– Estás apartando a Simon del dolor, ¿verdad, Deborah? Crees que no lamenta la pérdida, o al menos que su pena no tiene comparación con la tuya. Así que le apartas. Apartas a todo el mundo. Quieres sufrir sola, ¿eh? Como si fuera culpa tuya. Como si necesitaras un castigo.
Ella intuyó que su rostro la traicionaba y supo que debía cambiar de conversación. Buscó, en vano, una forma.
El perro empezó a ladrar en algún rincón de la casa, excitados aullidos que, por lo general, equivalían a pedir un premio por algún truco realizado. En respuesta, Deborah oyó las carcajadas de su padre.
Lynley se alejó de la ventana y se dirigió hacia la pared del otro lado, donde se exhibían las fotografías de la joven. Deborah le vio estudiar una pequeña foto en blanco y negro, una de sus primeras tentativas, efectuada poco después de que cumpliera catorce años. En la instantánea, Simon estaba tendido sobre un plegatín en el jardín, cubierto con una manta de lana, las muletas a un lado. Ladeaba la cabeza hacia la izquierda y, aunque tenía los ojos cerrados, su cara revelaba una gran desesperación.
– ¿No te has preguntado nunca por qué ha dejado que siga colgada aquí? -dijo Lynley-. Podría haberla quitado. Podía haber insistido en que la reemplazaras por otra cosa, algo más alegre, algo amable.