Habían sido compañeros de colegio en Eton. Corntel era becario del King's, uno de la élite. Lynley recordó que, en aquellos días, Corntel era toda una figura entre los alumnos de último curso. Un joven alto y triste, muy melancólico, favorecido con un cabello color sepia y un conjunto de facciones aristocráticas, similares a las que Antoine Jean Gros había adjudicado a Napoleón en sus románticos lienzos. Como si deseara amoldarse al tipo físico, Corntel se había preparado para obtener matrícula de honor en literatura, música y arte. Lynley ignoraba lo que había sido de él después de Eton.
Con esta imagen mental de John Corntel, parte de la historia de Lynley, éste se levantó, no sin cierta sorpresa, para saludar al hombre que entró en su despacho menos de cinco minutos después, precedido por la sargento Havers. Sólo la altura (un metro ochenta y cinco, igual que Lynley) permanecía inalterada, pero la estructura que en otro tiempo le había permitido erguirse tan alto y seguro de sí mismo, un prometedor becario en el mundo privilegiado de Eton, tenía ahora los hombros redondeados, como para protegerle de un posible contacto físico. Además, los rizos de la juventud habían dado paso a un cabello muy corto y salpicado de un gris prematuro. Aquella milagrosa amalgama de hueso, piel, contorno y color que había dado como resultado un rostro en el que sensualidad e inteligencia se daban la mano, estaba teñida ahora de una palidez que solía asociarse con las habitaciones de los enfermos, y la piel parecía estirarse sobre los huesos. Sus ojos oscuros estaban inyectados en sangre.
Tenía que haber una explicación para el cambio sufrido por Corntel en los diecisiete años transcurridos desde la última vez que Lynley le había visto. La gente no experimenta alteraciones tan drásticas sin una causa concreta. En este caso, daba la impresión de que el fuego o el hielo hubieran destruido el núcleo del hombre, aniquilando la sustancia interior, y avanzaran ahora para diezmar el resto.
– Lynley Asherton. No sabía qué apellido utilizar -dijo Corntel, inseguro, pero la timidez parecía estudiada, como si hubiera decidido presentarse así con mucha anticipación. Le tendió la mano. Estaba caliente, como febril.
– No suelo usar el título. Sólo Lynley.
– Un título siempre es útil. En el colegio te llamábamos el Vizconde de la vacilación, ¿verdad? ¿De dónde salió? No me acuerdo.
Lynley prefería no contestar. Agitaba recuerdos que asaltaban las regiones protegidas de la psique con pasmosa facilidad.
– Vizconde Vacennes.
– Eso es. El título secundario. Uno de los placeres de ser el hijo mayor de un conde.
– Dudoso placer, a lo sumo.
– Tal vez.
Lynley observó que los ojos del hombre recorrían el despacho, tomando nota de los ficheros, los estantes y los libros que sostenían, el caos general de su escritorio, los dos grabados del suroeste de Estados Unidos. Se posaron en la única fotografía del despacho, y Lynley esperó a que el otro hombre hiciera algún comentario sobre su tema. Corntel y Lynley habían estado en Eton con Simon Allcourt St. James, y como la foto databa de trece años atrás, Corntel reconocería sin duda el rostro jubiloso de aquel joven jugador de criquet de cabello enmarañado, congelado en el tiempo, capturado en aquella alegría pura y exuberante de la juventud, con los pantalones rotos y sucios, un jersey arremangado por encima de los codos y una raya de mugre en el brazo. Estaba apoyado en un bate de criquet, riendo de buena gana. Tres años antes de que Lynley le lisiara.
– St. James -Corntel asintió-. Hace siglos que no pienso en él. Dios mío, cómo pasa el tiempo, ¿verdad?
– Desde luego -Lynley continuó estudiando con curiosidad a su antiguo compañero de colegio, notando la forma en que su sonrisa destellaba y desaparecía, notando cómo sus manos se hundían en los bolsillos de la chaqueta y los palpaba, como si quisiera asegurarse de la presencia de un objeto que tenía la intención de extraer.
La sargento Havers abrió las luces para disipar la oscuridad del anochecer. Miró a Lynley. ¿Me quedo o me voy?, preguntaron sus ojos. Él le indicó con la cabeza una de las sillas. La joven se sentó, rebuscó en el bolsillo del pantalón, sacó un paquete de cigarrillos y lo agitó.
– ¿Quiere uno? -ofreció a Corntel-. El inspector aquí presente ha decidido abandonar un vicio más, maldito sea su mojigato deseo de impedir la contaminación del aire, y detesto fumar sola.
A Corntel pareció sorprenderle que Havers siguiera en la habitación, pero aceptó su invitación y sacó un encendedor.
– Sí, gracias -sus ojos se desplazaron hacia Lynley y luego los apartó. Con la mano derecha hizo rodar el cigarrillo sobre la palma izquierda. Se mordió un momento el labio inferior-. He venido a pedirte ayuda -dijo de pronto-. Te ruego que hagas algo, Tommy. Tengo graves problemas.
Capítulo 2
– Un chico ha desaparecido del colegio, y en mi condición de director de su residencia soy el responsable de lo que le ha ocurrido. Dios mío, si algo ha…
Corntel se expresaba con laconismo, fumando entre frases dispersas. Era director de residencia y jefe del departamento de inglés en Bredgar Chambers, un colegio privado asentado en una ondulación del terreno que separa Crawley de Horsham, en West Sussex, a poco más de una hora en coche de Londres. El chico en cuestión (trece años, alumno de tercer año y nuevo en el colegio) era de Hammersmith. La situación aparentaba ser una complicada estratagema orquestada por el muchacho para disfrutar de un fin de semana en plena libertad. Sólo que algo había ido mal, como fuera y donde fuera, y el chico había desaparecido desde hacía más de cuarenta y ocho horas.
– Es posible que se haya dado a la fuga -Corntel se frotó los ojos-. Tommy, yo tendría que haberme dado cuenta de que algo atormentaba al chico. Tendría que haberlo sabido. Eso es parte de mi trabajo. Obviamente, si estaba decidido a huir del colegio, si ha sido desdichado todos estos meses sin que yo lo notara… Dios del cielo, los padres llegaron al colegio histéricos, dio la casualidad de que un miembro de la junta de gobierno estaba presente, y el director se ha pasado toda la tarde intentando mantener en la ignorancia a la policía local, intentando calmar a los padres y tratando de averiguar quién vio al chico por última vez y por qué, sobre todo por qué, huyó sin decir palabra. No sé qué decir, cómo excusarme… cómo reparar el error cometido o buscar la solución al problema -se mesó el corto cabello e intentó forzar una sonrisa, pero fracasó-. Al principio no supe a quién acudir. Después pensé en ti. Me pareció una solución inspirada. Después de todo, tú y yo fuimos compañeros en Eton, y… Vaya, como un idiota, ni siquiera pienso de una forma coherente.
– Este asunto es competencia de la policía de West Sussex -contestó Lynley-. si es que se trata de un asunto policial. ¿Por qué no les habéis llamado, John?
– Tenemos un grupo en el campus, llamado los Voluntarios de Bredgar, un nombre verdaderamente absurdo, y le están buscando, suponiendo que no se haya ido muy lejos, o que algo le ocurrió en las cercanías. El rector tomó la decisión de no llamar a la policía. Él y yo hablamos. Le dije que tenía un contacto en el Yard.
Lynley se imaginó con bastante precisión los detalles de la situación de Corntel. Más allá de su legítima preocupación por el muchacho, su trabajo, y tal vez toda su carrera, dependía de que le encontraran con rapidez y sin un rasguño. Una cosa era que un niño sintiera nostalgia de su hogar, incluso que intentara ir a ver a sus padres o a los antiguos amigos, y fuera interceptado a escasa distancia (y poco rato después) de la escuela, pero esto era muy serio. Según los escasos detalles que Corntel había proporcionado, el muchacho había sido visto por última vez el viernes por la tarde, y nadie se había preguntado por su paradero desde entonces. En cuanto a la distancia que habría logrado recorrer desde aquel momento… La situación era más que grave para Corntel. Era el preludio de un desastre profesional. La decisión de asegurar al rector que se haría cargo del problema rápido, discreta y eficazmente era de una lógica aplastante.