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– Algo falso.

– Pero él no lo hará, ¿verdad? ¿Te has preguntado por qué?

Ella lo intuía. Ella lo sabía. Se hallaba en el núcleo de lo que amaba en su marido. No era la fuerza física, ni virtudes espirituales, ni una rectitud inflexible e implacable, sino una disposición a aceptar, una capacidad para continuar, una determinación de seguir luchando. Aquellas virtudes le habían hablado con elocuencia desde el primer instante de su convivencia.

«Es irónico que los dos hayamos terminado igual», pensó. Tullidos. En el caso de Simon, al menos, él no tuvo control sobre el coche, o el accidente. Pero ella sí tuvo perfecto control. Ella tomó la decisión de mutilarse, porque en aquel tiempo le había parecido más sencillo, porque resultaba conveniente para su vida.

– Estoy tullida -dijo.

Lynley rechazó la palabra y las implicaciones que tenía en su vida.

– Eso es una tontería, Deb. No sabes lo que es eso. No puedes saberlo.

Pero ella lo sabía.

Cuando Lynley llegó a casa, encontró el correo en su lugar acostumbrado de la biblioteca, en la esquina superior izquierda de su escritorio, aplastado bajo el peso de una lupa de gran tamaño que Helen le había regalado en broma años antes, cuando le ascendieron a inspector detective.

– La suerte está echada, querido Lynley -había anunciado, dejando caer un enorme paquete, envuelto en papel de alegres colores, sobre su escritorio. Dentro estaba la lupa, así como una pipa de espuma de mar y una gorra de cazador.

Él rió al ver los objetos, y también al verla a ella. Su presencia siempre desencadenaba idéntica reacción.

Había pasado mucho tiempo sin definir con claridad lo que él era y lo que él sentía cuando se hallaba en compañía de Helen Clyde. No existía aparente necesidad de admitir lo obvio. Con ella, daba lo mejor de sí: ingenioso, locuaz, inteligente, vivaz. Ella, de alguna manera, había logrado engendrar en su interior todo lo bueno. Si conocía la ternura, se debía a que ella se esforzaba por comunicarse con él cuando se sentía abatido. Si conocía la compasión, era porque ella había puesto al descubierto la profunda bondad que albergaba en su interior. Si conocía la honestidad, era porque ella se negaba a aceptar algo inferior, de él o de ella misma. Si seguía de una pieza, tras haberse reconciliado con el pasado y ansioso de enfrentarse al futuro, Helen le había proporcionado la energía necesaria para ello.

Lo que no le había dado era paciencia. Lo que no le había dado era su capacidad de vivir un solo día a la vez, permitiendo que las posibilidades de la vida nacieran y se desarrollaran. Él la deseaba (ahora, hoy, esta noche) de todas las maneras concebibles, deseaba poseer sin tregua su cuerpo y su espíritu. Ardía en deseos de poseerla, y dos meses de separación no había mitigado un ápice la intensidad de ese deseo.

«Malgastar el espíritu en un derroche de ignominia…» Pero la lujuria no era la piedra angular de sus sentimientos hacia Helen. Nunca lo había sido.

Lynley cogió el correo y se dirigió a la mesa de palisandro donde guardaba sus botellas. Se sirvió un whisky y echó un vistazo a los sobres, buscando, como había hecho durante los dos últimos meses sin pensar, uno que llevara un curioso matasellos de Grecia. No había ninguno. En su lugar encontró facturas, circulares, anuncios de espectáculos, una carta de sus abogados, otra de su madre y una tercera de su banco.

Volvió al escritorio, abrió la carta de su madre y leyó la frívola cháchara que encubría su cariñoso intento de apartarle de la soledad. Dos yeguas estaban a punto de parir; tres terneros habían nacido prematuramente, pero el veterinario los había examinado y estaban bien; los Pendyke estaban perforando un pozo nuevo en su granja; su hermano Peter se estaba restableciendo de la gripe; la tía Augusta les había visitado durante tres insoportables días. ¿Cómo estás, querido Tommy? Te hemos visto muy poco desde enero. ¿Por qué no vienes a pasar un fin de semana? Trae alguna amiga…

Alguien venía por el pasillo que corría frente a la biblioteca, tarareando una briosa versión de una de las canciones más populares de Los miserables. Denton pensó Lynley. Su criado era un gran aficionado al teatro londinense. La puerta se abrió, rozando suavemente la gruesa alfombra. El tarareo llegó a un punto dramático y enmudeció de súbito cuando Denton entró en la habitación y vio a Lynley sentado detrás de su escritorio.

– Lo siento -dijo Denton con una sonrisa de confusión-. No sabía que estaba en casa.

– No pretenderás abandonarme por las tablas, ¿verdad, Denton?

El joven lanzó una carcajada y se cepilló la manga de la chaqueta.

– Ni por asomo. ¿Ha cenado?

– No, aún no.

Dentón meneó la cabeza.

– ¿Las diez menos cuarto, señor, y todavía no ha cenado?

– Estuve ocupado y me olvidé de todo.

Denton no parecía muy convencido. Sus ojos se posaron sobre el correo. Como él lo había dejado en la biblioteca, no cabía duda de que sabía qué cartas había y cuáles no. Sin embargo, no dijo nada, aunque preguntó a su señoría si deseaba tortilla, sopa, o una ensalada de jamón.

– Una tortilla me va bien, Denton. Gracias -contestó Lynley. No tenía hambre, pero picar algo mantendría una apariencia de normalidad.

Denton pareció complacido. Se dispuso a salir, cuando, por lo visto, recordó por qué había entrado en la biblioteca. Sacó un papel doblado del bolsillo.

– Iba a dejar esto sobre su escritorio. Recibió una llamada del Yard poco después de las nueve.

– ¿Qué clase de llamada?

– Un mensaje dirigido a usted del que alguien tomó nota, pero pensó que era mejor comunicárselo antes de mañana. El conserje de Bredgar Chambers intentaba localizarle. Se trata de un tipo llamado Frank Orten. Por lo visto, salió al campus para quemar basura y encontró un uniforme escolar abandonado. Una chaqueta cruzada, pantalones, camisa, corbata. Hasta los zapatos. El conjunto completo. Pensó que tal vez a usted le gustaría ir a echar un vistazo. Afirma estar seguro de que son las ropas del muchacho muerto.

Capítulo 1 1

Frank Orten vivía en una casita de forma asimétrica, nada más pasadas las puertas del colegio. Un amplio mirador, al que un plátano proporcionaba sombra, se proyectaba hacia el camino privado del colegio. Había una ventana abierta al aire de la mañana. De ella surgía el tenaz berrido de un niño. Fue lo primero que oyeron Lynley y Havers cuando salieron del coche y se acercaron a la entrada de la casita.

Frank Orten abrió la puerta antes incluso de que tocaran el timbre, como si les estuviera esperando. Ya iba vestido para el trabajo, con su uniforme cuasi militar, confeccionado con los colores del colegio. Su porte era muy severo, y sus ojos efectuaron un rápido examen de los recién llegados.

– Inspector, sargento. -Asintió enérgicamente con la cabeza, dando su aprobación, y movió la cabeza en dirección a una desordenada sala de estar que había a su izquierda-. Entren.

Les guió sin esperar contestación y se plantó ante una austera chimenea de piedra, sobre la cual colgaba un espejo de marco dorado, viejo y deslustrado. Reflejaba la nuca de Orten, así como los candelabros metálicos situados al otro lado de la sala, que arrojaban manchas apaisadas de luz sobre las paredes, si bien no lograban dispersar la penumbra creada por la orientación al norte de la sala y su única ventana batiente.

– Hay un poco de follón esta mañana. -Orten indicó con el pulgar los continuos sollozos que surgían de una puerta entreabierta, a la derecha de la entrada-. Los críos de mi hija están pasando unos días conmigo.

Una voz tranquilizadora de mujer trataba de apaciguar la tormenta, pero los chillidos del niño, contraatacados por las coléricas acusaciones de otro, alcanzaron tonos de histeria.

– Un momento, por favor -dijo Orten, dejándoles para ir a mediar en la refriega-. Elaine, ¿puedes hacerle…? -La puerta se cerró detrás de él.