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– Pequeños placeres domésticos -comentó Havers, acercándose a la ventana para examinar tres plantas, excesivamente verdosas, que descansaban sobre un arcón. Acarició una hoja con aire de suficiencia-. Plástico -anunció, sacudiéndose el polvo de los dedos.

– Hummm. -Lynley estudiaba la sala. El mobiliario consistía en un pesado sofá con dos butacas a juego, tapizadas de un color a medio camino entre el pardo y el gris, varias mesas que sostenían lámparas, de pantallas torcidas, y adornos de tipo militar en las paredes. Colgaban sobre el sofá, dos mapas y una mención, pero los marcos estaban cubiertos de polvo, y una telaraña oscilaba entre ellos. Había juguetes diseminados por el suelo, así como ejemplares de Country Life, de páginas arrugadas y pegajosas, como si las revistas se hubieran utilizado a modo de esterillas bajo los platos. El conjunto daba a entender que ninguna mujer compartía la vida de Frank Orten en la casita.

No obstante, cuando Orten regresó a la sala de estar, una mujer de edad madura le siguió. El conserje la presentó como señorita Elaine Roly, haciendo hincapié en señorita, y añadió que era el ama de llaves de la residencia Erebus, como si esta información bastara para explicar su presencia en la casa a esta hora de la mañana.

– Frank no es capaz de arreglárselas solo con los nietos -aclaró Elaine Roly, frotándose las manos en la parte delantera del vestido, como si buscara arrugas-. ¿Me marcho, Frank? Parece que ya se han tranquilizado. Envíales a Erebus dentro de un rato, si quieres.

– Quédate. -Orten parecía estar acostumbrado a expresarse en órdenes monosílabas, acostumbrado también a ser obedecido.

Elaine no se hizo de rogar y se sentó junto a la ventana, como sin darse cuenta de que la luz lechosa que bañaba la silla iluminaba su figura de una manera muy poco favorecedora. Parecía austera y monocroma al mismo tiempo, con el aspecto de una cuáquera, como surgida de la pluma de Charlotte Brontë. Llevaba un sencillo vestido gris, con un amplio cuello de encaje. Los zapatos eran negros, de suela arrugada y serios. Unos pequeños pendientes constituían su único adorno, y se había peinado el cabello castaño, que empezaba a teñirse de gris, hacia atrás, recogiéndolo en la nuca con un pasador, al estilo de otro siglo. La nariz, sin embargo, era graciosa y bien proporcionada, y la sonrisa que dirigió a Lynley y Havers desprendía auténtica calidez.

– ¿Ya han tomado café? -preguntó, volviéndose en su silla-. Frank, ¿quieres qué…?

– No hace falta -replicó Orten.

Se tocó el galón cosido en la solapa de la chaqueta. Lynley advirtió que estaba rozada en aquel punto, como si Orten repitiera el gesto a menudo.

– El mensaje que recibí anoche indicaba que ha encontrado algunas prendas -le dijo Lynley-. ¿Las ha guardado en casa?

Orten no estaba preparado para un ataque tan directo.

– Diecisiete años, inspector. -Su tono sugirió que iba a enfrascarse en una introducción. Lynley vio que la sargento Havers movía los hombros, impaciente, pero luego se acomodó en el sofá, donde abrió su cuaderno y pasó las páginas, haciendo más ruido del necesario. Orten prosiguió-. He sido conserje del colegio durante diecisiete años. Nunca había ocurrido nada igual. Ninguna desaparición. Ningún asesinato. Nada de nada. Todo ha ido bien en Bredgar Chambers. Es el mejor. No hay duda.

– Sin embargo, han muerto otros estudiantes. Así lo atestigua la capilla.

– Murieron, sí, pero ¿asesinados? Nunca. Es de mal agüero, inspector. -Hizo una pausa-. No puedo decir que esté sorprendido.

Lynley se decantó por no profundizar en la insinuación.

– De todos modos, el suicidio de un estudiante también es de mal agüero.

La mano de Orten se dirigió al emblema del colegio, bordado en amarillo sobre el bolsillo superior de la chaqueta. Acarició la corona que flotaba sobre la rama de espino. Un hilo dorado descosido amenazaba con destruir todo el dibujo.

– ¿Suicidio? -preguntó-. ¿Quiere decir que Matthew Whatley se suicidó?

– En absoluto. Hablaba de otro estudiante. Si lleva aquí diecisiete años, le habrá conocido. Edward Hsu.

Orten y Elaine Roly intercambiaron una mirada. Lynley no supo si su reacción implicaba sorpresa o consternación.

– Tiene que haber conocido a Edward Hsu. ¿Y usted, señorita Roly? ¿Le conoció? ¿Desde cuándo trabaja en el colegio?

Elaine Roly se humedeció los labios.

– Este mes hará veinticuatro años, señor. Empecé como pinche de cocina. Trabajé como camarera en el salón de los profesores. Me fui abriendo camino. He sido el ama de llaves de Erebus durante los últimos dieciocho años, y me siento orgullosa de ello.

– ¿Residía Edward Hsu en Erebus?

– Sí. Edward estaba en Erebus.

– Tengo entendido que era protegido de Giles Byrne.

– El señor Byrne daba clases particulares a Edward durante las vacaciones. Lo ha hecho durante muchos años. Siempre elige a un chico de Erebus para echarle una mano. Él mismo vivió en Erebus, y le gusta hacer algo por la residencia cuando le es posible. El señor Byrne es un hombre excelente.

– Amigo íntimo de Edward Hsu, según me dijo Brian Byrne.

– Imagino que Brian se acordará de Edward.

– Usted debe de trabajar estrechamente con Brian, puesto que es el prefecto de Erebus.

– ¿Estrechamente? -Su respuesta fue estudiad-. No, yo no lo llamaría estrechamente.

– Pero como él es el prefecto de la residencia y usted el ama de llaves…

– Brian es un poco difícil -le interrumpió ella-. Un poco complicado. Demasiado apegado a… -Vaciló. Los niños iniciaron otro escándalo en la habitación de al lado, menos violento, pero que prometía alcanzar cotas similares-. Los prefectos de las residencias necesitan valerse por sí mismos, inspector.

– ¿No es el caso de Brian?

– Los prefectos de las residencias no deberían ser chicos necesitados.

– Necesitados de qué?

– De amistad. De aceptación. De ser apreciados. Un prefecto de esas características nunca funciona bien. Ni nunca funcionará. ¿Cómo puede un muchacho imponer disciplina a chicos más jóvenes si se empeña en ser apreciado por todos y cada uno? Ése es Brian. Si hubiera dependido de mí, no le habría nombrado prefecto.

– El hecho de que Brian Byrne fuera elegido prefecto, ¿indica que contaba con el apoyo decidido de alguien?

– No indica nada. -Orten cortó el aire con la mano-. Sólo quién es su padre, y qué hace el rector cuando la junta de gobierno le ordena que salte.

Un objeto de porcelana se estrelló en el suelo de la habitación contigua. Un aullido sonó a continuación. Elaine Roly se puso en pie.

– Ya me encargo yo, Frank -dijo, y se marchó.

Orten volvió a hablar en cuanto la puerta se cerró.

– Elaine trabaja mucho. John Corntel no tiene ni idea de la clase de ama de llaves que tiene en esa mujer. Pero ustedes han venido por esas prendas, no para hablar de John Corntel. Venga conmigo.

Salieron de la casa y recorrieron unos cincuenta metros del camino principal hasta llegar a un sendero secundario, bordeado de abundantes tilos, que se desviaba a la derecha. Orten marchaba en cabeza, con la gorra azul calada sobre la frente. Caminaban en silencio. Havers releía su cuaderno, subrayando algunos puntos con vagos gruñidos, mientras Lynley, a su lado, andaba con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón y pensaba en las declaraciones de Frank Orten y Elaine Roly.

La estructura de cualquier institución la convertía en un lugar donde gente de todos los niveles se disputaba la parcela de poder que creía tener a su alcance. Sucedía aquí igual que en el Yard. Si bien parecía razonable pensar que el rector de un colegio ejercía la mayor influencia, las palabras de Orten sugerían lo contrario. La junta de gobierno (y cualquier investigación de la junta conduciría inexorablemente a Giles Byrne) aparentaba decantar de manera decisiva la balanza del poder. Matthew Whateley tenía que encajar en alguna parte del conjunto. Lynley estaba seguro. Al fin y al cabo, le habían elegido para la beca de la junta, tal vez contra los deseos del rector. Le habían asignado la residencia Erebus, donde el propio Byrne había estudiado. Como Edward Hsu. Una pauta rudimentaria empezaba a dibujarse.