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El inconfundible olor acre del humo se hizo más pronunciado cuando llegaron a una bifurcación del sendero. Frank Orten se desvió de nuevo a la derecha, pero Lynley se detuvo, escudriñando unos edificios que se alzaban a corta distancia, y a los que se accedía por el ramal desechado. Reconoció la parte posterior del edificio de ciencias y las cuatro residencias masculinas. Calchus era la más próxima.

– Lo que quiere está por aquí, inspector -se impacientó Orten.

El ramal derecho medía unos veinticinco metros de largo, y concluía abruptamente en un amplio cobertizo sin puerta. Albergaba tres minibuses, un pequeño tractor, una camioneta con la parte trasera descubierta y cuatro bicicletas, tres de las cuales tenían las ruedas deshinchadas. Sólo el techo y las paredes protegían a los vehículos del colegio de las inclemencias del tiempo, pues las ventanas carecían de cristales, y las puertas, si las había tenido alguna vez, ya no existían. Era una estructura despojada de todo atractivo.

– La infraestructura está muy abandonada en los últimos tiempos -dijo Orten-. Todo fachada por fuera, pero todo aquello que no dejan ver a los padres es una mierda.

– El colegio está muy descuidado -observó Lynley-. Ayer nos dimos cuenta.

– Pero no el teatro, ni el pabellón deportivo, ni la capilla, o ese precioso jardín de esculturas que a la gente le gusta tanto, ni todo aquello que dejan ver el día de los padres. La cuestión es que no descienda el número de inscripciones. -Lanzó una carcajada sardónica.

– Al parecer, el colegio tiene problemas económicos.

– Ha puesto el dedo en la llaga.

Orten se detuvo y miró hacia el oeste. La capilla iluminada por el sol de la mañana, se divisaba entre los tilos. El sonido hueco de una campana convocaba a los rezos matutinos. Parecía un canto fúnebre. Orten reemprendió la marcha, meneando la cabeza.

– En otros tiempos -dijo-. Bredgar era el mejor de todos. Los alumnos salían hacia Cambridge, o hacia Oxford, a la velocidad del rayo.

– ¿Ha cambiado eso?

– Ya lo creo, pero no soy el más indicado para hablar de ello -sonrió con amargura-. Los conserjes saben cuál es su lugar, inspector. El rector se encarga de recordármelo muy a menudo.

Sin esperar la respuesta, Orten se desvió del sendero pavimentado que bordeaba el cobertizo de los vehículos, rodeó la esquina del edificio y les condujo al terreno donde se quemaba la basura del colegio. Toda la zona olía a humo, cenizas húmedas, malas hierbas quemadas y otros desperdicios. Los olores emanaban de un montón de restos de forma cónica. Al lado se veía una carretilla verde, con las prendas en cuestión tiradas dentro.

– Me pareció mejor dejarlas donde estaban -dijo Orten-. Lo más cerca posible del fuego.

Lynley examinó la tierra. Formaba una masa compacta, cubierta de hierbas rotas y pisoteadas. Las huellas de pisadas que observó eran demasiado vagas para extraerles alguna utilidad: la punta de un zapato, un talón, parte de una suela. No había nada de interés.

– Eche un vistazo, señor -dijo la sargento Havers desde el lado de la pila más próximo al cobertizo de los vehículos. Había encendido un cigarrillo, y lo usó para indicar el suelo-. Eso es una huella decente. ¿De mujer?

Lynley se reunió con ella y se agachó para examinar la huella. Se hallaba en la zona más blanda, cerca del fuego, donde una capa de cenizas había formado un lecho de barro. Vio que se trataba de una zapatilla de gimnasia, un calzado típico de todos los habitantes del campus, probablemente.

– Puede que sea de una mujer -admitió-. O de uno de los chicos más jóvenes.

– O de uno mayor que tenga el pie pequeño -suspiró Havers-. ¿Dónde está Holmes cuando usted le necesita? Se arrastraría por el barro y resolvería el caso en un cuarto de hora.

– Repórtese, sargento.

Mientras Havers continuaba examinando la zona, Lynley se dedicó a las prendas amontonadas en la carretilla. Frank Orten, a su lado, miraba hacia el cobertizo. Su casa se alzaba al otro lado de una amplia extensión de campo abierto.

Lynley buscó sus gafas, se las caló y sacó del bolsillo varias bolsas de plástico dobladas. Se puso guantes de látex, aunque sabía que se trataba de una precaución innecesaria. A estas alturas, se habrían introducido tantos contaminantes en las ropas, después de un tiempo en la pila de basura, seguido de una noche en la carretilla, que era ridículo pensar que el equipo forense encontrara alguna prueba.

Había siete prendas. La parte exterior estaba chamuscada y cubierta de suciedad. Lynley examinó primero la chaqueta. No llevaba etiqueta con el nombre, pero los hilos que colgaban del cuello indicaban que había sido arrancada. Lo mismo sucedía con los pantalones y la camisa. Levantó la vista cuando llegó a la corbata y descubrió debajo el par de zapatos.

– ¿Cómo encontró todo esto? -preguntó a Frank Orten.

Los ojos de Orten se desviaron rápidamente hacia él, preparando la respuesta.

– Quemo la basura los sábados por la tarde. Siempre lo hago. Siempre me aseguro de que el fuego esté apagado, antes de dedicarme a otras cosas. El sábado por la noche me di cuenta de que se había reavivado. Vine a echar un vistazo.

Lynley se irguió poco a poco.

– ¿El sábado por la noche? -repitió-. ¿El sábado por la noche?

– Ya ha tenido tiempo de sobra para hacerlo. Un poco más no mejorará lo que pretenda contarnos. Fíjese en esto.

Sostenía en la palma un solo calcetín, vuelto del revés, y señaló la etiqueta cosida. Estaba muy ennegrecida por el fuego, pero el número 4 aún era legible.

– Entonces son de Matthew Whateley -dijo Havers-. Pero ¿dónde está el otro calcetín?

– O se quemó en la pila de basura antes de que Orten llegara, o estará tirado por las cercanías, si tenemos suerte.

Havers miró a Lynley mientras éste guardaba cada prenda en una bolsa.

– Tenemos entre manos un caso completamente diferente, ¿verdad, señor?

– En parte, sí. Toda la ropa de Matthew está controlada. Prendas de estar por casa, prendas deportivas, prendas del colegio. A menos que queramos dar por sentado que, por extraños motivos, abandonó el campus desnudo un viernes por la tarde, tendremos que llegar a la conclusión de que no abandonó el campus por voluntad propia. Alguien se lo llevó a escondidas.

– ¿Vivo o muerto?

– Aún no lo sabemos.

– Pero usted tiene una sospecha, ¿no?

– Sí, tengo una sospecha. Muerto, Havers.

Ella asintió con la cabeza y expulsó el aire con semblante sombrío.

– Por lo tanto, no se fugó.

– No da esa impresión, pero si no huyó de algo, hay un montón de preguntas sin respuesta en este momento. Su padre dijo que había cambiado de unos meses a esta parte, que se mostraba taciturno. Tenemos a Harry Morant y el motivo por el que no quiso hablar con usted. Además, piense en el comportamiento de Wedge, Arlens y Smythe-Andrews cuando les interrogué. -Lynley recogió las bolsas y le pasó dos a Havers. Se quitó las gafas y los guantes de látex-. La cuestión es, si Matthew Whateley no huyó del colegio el viernes pasado por la tarde, ¿qué sucedió en realidad?

– ¿Por dónde empezamos? -preguntó Havers.

Lynley miró hacia la casita del conserje.

– Creo que Frank Orten ya ha tenido bastante tiempo para calmarse.

En lugar de utilizar el sendero, volvieron a la casa bordeando los cien metros de campo abierto que separaban el huerto, el garaje y la casa del conserje del cobertizo de los vehículos y el vertedero. De esta manera, desembocaron en un limpio sendero de ladrillo, entre el huerto y el garaje, que les condujo a la puerta posterior de la casa. Elaine Roly les abrió la puerta de la cocina.