Al contrario que la sala de estar, parecía haberse beneficiado de una reciente limpieza, pues los dinteles de las puertas estaban inmaculados, colgaban cortinas limpias en la ventana y los únicos platos del fregadero eran, obviamente, los del desayuno. Olor a grasa de bacón flotaba en el aire. Procedía de una sartén en la que se freía una rebanada de pan.
Elaine Roly cerró el quemador, pinchó con un tenedor el pan frito y lo depositó en un plato que ya albergaba dos huevos escalfados.
– Está allí, inspector -dijo, indicando que la siguieran al comedor.
Era donde los niños se habían peleado antes, y donde continuaban haciéndolo, uno desde una silla alta que golpeaba insistentemente con una taza de hojalata, y el otro desde un rincón del comedor. Pateaba la alfombra y se machacaba la frente con los puños, sin dejar de aullar «¡No, no, no!». Ninguno aparentaba tener más de cuatro años.
Frank Orten estaba inclinado sobre la silla, intentando secar con un trapo húmedo los últimos restos de desayuno esparcidos sobre la cara de su nieto menor.
– Cómete los huevos, Frank -dijo Elaine Roly-. Ni siquiera has tocado el café. Yo me encargaré de los pequeños. Ya es hora de que se laven un poco.
Sin añadir nada más, alzó a uno del suelo y al otro de la silla. El mayor se aferró al cuello de encaje de su vestido, pero ella ignoró con estoicismo sus dedos pringosos y sacó a los dos niños del comedor.
Orten apartó una silla de la mesa, se sentó y despachó en un abrir y cerrar de ojos los huevos y el pan. Lynley y Havers se sentaron sin decir nada, hasta que el conserje empujó el plato a un lado y bebió un poco de café.
– ¿A qué hora se dio cuenta de que el fuego se había reavivado? -preguntó Lynley.
– A las tres y veinte de la madrugada. -Orten alzó su taza de café, que llevaba pintada en alegres colores la palabra «Abuelito»-. Eché un vistazo al reloj antes de acercarme a la ventana.
– ¿Le había despertado algo?
– No podía dormir, inspector. Insomnio.
– ¿No oyó ningún ruido?
– Nada, pero olí el humo y me acerqué a la ventana. Vi el resplandor. Pensé que el fuego se había vuelto a encender, así que fui a mirar.
– ¿Iba vestido?
Vaciló durante una fracción de segundo, en apariencia sin motivo.
– Me vestí -dijo, y continuó sin necesidad de que le alentaran-. Salí por la parte de atrás y atravesé el campo, en lugar de coger el sendero. Llegué allí y vi que surgían llamas. Malditos idiotas, pensé. Alguna broma pesada de los mayores, sin pensar en el peligro que provocan si se levanta viento. Cogí una pala y la utilicé para apagar el fuego.
– ¿Hay luces afuera que se puedan encender en caso de necesidad?
– En la fachada del cobertizo, pero estaban apagadas y no hay luces al lado. Estaba oscuro. Ya se lo dije antes, inspector. En aquel momento no vi las ropas. Mi principal preocupación era apagar el fuego.
– ¿Vio a alguien, observó algo extraño, aparte del fuego?
– Sólo el fuego.
– ¿No le resultó extraño que las luces del cobertizo estuvieran apagadas? ¿No se dejan abiertas por la noche?
– Por lo general, sí.
– ¿Qué opina de eso?
Orten miró hacia la cocina, como si pudiera ver a través de las paredes una respuesta en el cobertizo de los vehículos.
– Supongo que si los chicos querían hacer una de las suyas, apagaron las luces para que no les vieran.
– ¿Y ahora, sabiendo ya que no era una broma pesada?
Orten alzó una mano y la dejó caer sobre la mesa. El gesto indicaba que aceptaba lo evidente.
– Lo mismo, inspector. Alguien que no deseaba ser visto.
– Pero no un bromista, sino un asesino -dijo Lynley con aire pensativo. Orten no replicó. Cogió la gorra, que descansaba sobre la mesa como un adorno. Las letras B.C. decoraban la parte delantera, amarillo sobre fondo azul, pero estaban manchadas en algunos puntos y necesitaban un lavado para recuperar su color original. Lleva muchos años en el colegio, señor Orten -siguió Lynley-. Es probable que lo conozca mejor que nadie. Matthew Whateley desapareció el viernes por la tarde. Su cadáver no fue encontrado hasta el domingo por la noche. Tenemos buenas razones para creer que lo abandonaron en Stoke Poges el viernes o el sábado por la noche. Como tenemos las ropas del muchacho, y como su cuerpo estaba desnudo cuando se encontró, podemos concluir que estaba desnudo cuando le sacaron del colegio, y que lo hicieron después de oscurecer. La cuestión es dónde estuvo desde que desapareció el viernes, después de comer, hasta que lo sacaron.
Lynley esperó a ver cómo reaccionaba Orten a su invitación implícita a que participara en la investigación. El conserje miró a Lynley y después a Havers, y se apartó unos centímetros de la mesa. El movimiento le proporcionó, no sólo distancia física, sino también cierto misterioso grado de distancia psicológica.
Sin embargo, respondió con bastante franqueza.
– Supongo que hay zonas en el almacén. Un ala detrás de la cocina, cerca de la sala de los profesores. Hay más en el centro técnico. Más en el teatro. Desvanes en las residencias. Habitaciones para guardar los baúles. Pero todo está cerrado con llave.
– ¿Quién guarda las llaves?
– Los profesores tienen algunas.
– ¿Y las llevan encima?
Los ojos de Orten centellearon un momento.
– No siempre, sobre todo si han de llevar muchas en los bolsillos de los pantalones.
– Qué hacen con ellas, pues?
– Por lo general, las cuelgan en sus casilleros, que están nada más salir de la sala de profesores.
– Ya, pero ésas no serán las únicas llaves de los edificios y las residencias. Tiene que haber duplicados por si se pierden. Incluso llaves maestras.
Orten asintió, pero como si su cabeza hiciera de manera automática lo que su mente trataba de impedirle.
– Tengo un juego de todas las llaves del colegio en mi oficina del patio cuadrangular, pero está cerrada con llave, por si piensa que alguien pudo entrar y cogerlas.
– ¿Incluso ahora, por ejemplo? ¿Está cerrada con llave ahora?
– Imagino que la secretaria del rector la habrá abierto. Lo hace cuando llega antes que yo.
– De modo que ella también tiene una llave.
– Exacto, pero no estará insinuando que el chico fue secuestrado por la secretaria del rector, ¿verdad? Y si no fue ella, ¿quién va a entrar en pleno día cuando yo no estoy para coger algunas llaves, sin tener ni idea de qué llave abre cada puerta? No creo que le sirviera de mucho. Las llaves que guardo en mi despacho están marcadas con una sola palabra. Teatro. Técnico. Matemáticas. Ciencias. Cocina. No hay forma de saber qué habitación de un edificio abre la llave. Hay que mirar mi libro de claves. Por lo tanto, si alguien cogió unas llaves, las cogió de los casilleros que hay en la entrada a la sala de los maestros. Y como también está cerrada con llave, la única persona que pudo efectuar el robo fue uno de los profesores.
– U otra persona que tenga acceso a la sala de los profesores -observó Lynley.
Orten replicó de una manera que implicaba una enorme incredulidad sobre sus propias palabras.
– El rector. Los pinches. Las esposas. ¿Quién más?
El conserje. Lynley no lo dijo, pero comprobó que tampoco era preciso. Las mejillas de Orten se habían cubierto de rubor cuando aún no había terminado de enumerar las posibilidades.
Lynley y Havers se detuvieron junto al Bentley, ella para encender un cigarrillo y Lynley para mirarla con el ceño fruncido al observar su movimiento. Ella levantó la vista, reparó en su expresión y le amonestó con un ademán.
– No hace falta que lo diga -le advirtió-. Sabe que está ardiendo en deseos de quitármelo de la boca y fumarlo hasta el filtro. Al menos, soy sincera respecto a mis vicios.