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– Los exhibe -replicó él-. Los retransmite al mundo entero. ¿La palabra virtud forma parte de su vocabulario, sargento?

– La eliminé, acompañada de autocontrol.

– Tendría que haberlo imaginado.

Miró el camino principal, que se curvaba suavemente a la derecha bajo una gigantesca haya, y desde allí al sendero secundario que conducía al cobertizo de los vehículos, a las residencias masculinas y al edificio de ciencias. Meditaba sobre la información que Frank Orten les había proporcionado.

– ¿Qué pasa? -preguntó Havers.

Lynley se apoyó en el coche, se acarició la mandíbula con aire pensativo y trató de ignorar el aroma a tabaco.

– Es viernes por la tarde. Usted ha secuestrado a Matthew Whateley. ¿Dónde le escondería, sargento?

Ella tiró la ceniza sobre la acera y la removió con su desgastada abarca.

– Depende de lo que quisiera hacer con él, y cómo.

– Continúe.

– Si quisiera entretenerme sexualmente con él, como le gustaría al pederasta o pedófilo del colegio, le llevaría a un lugar donde no tuviera la menor posibilidad de ser oído si no disfrutaba tanto de la actividad como yo.

– ¿Por ejemplo?

Havers examinó el terreno circundante mientras contestaba.

– Viernes por la tarde. Todos los chicos están en el campo de deportes. Se están jugando partidos. Es después de comer, así que me mantendría alejada de la cocina, donde las criadas están lavando los platos. Los chicos entrarán y saldrán de las residencias. Las chicas de Galatea y Eirene también. Me encaminaría a una zona de almacén. Tal vez al teatro, o a los edificios de ciencias o matemáticas.

– ¿Pero no a los edificios del patio principal?

– Demasiado cerca del ala administrativa. A menos que…

– Siga.

– La capilla. La sacristía. La sala de actos contigua.

– Demasiado arriesgado para el tipo de encuentro que usted tiene en mente.

– Supongo que sí, pero digamos que es un tipo de encuentro diferente. Digamos que sólo me propongo asustar un poco al chico. Por una apuesta. Para gastarle una broma. En ese caso, le llevaría a un lugar diferente. No tendría que estar tan aislado. Bastaría con que le produjera miedo.

– ¿Por ejemplo?

– El tejado del campanario. Es perfecto si le asustan las alturas.

– Pero difícil de controlar si se resiste, ¿no?

– Si se le persuadiera de seguir a alguien en quien confía, alguien a quien admira, o que no despierta su temor, accedería sin problemas. Podrían mandárselo. Podría pensar que le han dado una orden que debe obedecer, sin saber que la persona que se la ha dado tiene planeado algo muy distinto para cuando lleguen a su destino.

– Ese es el punto, ¿eh? El destino. Chas Quilter le enseñó ayer el colegio. ¿Se ha hecho una idea de su distribución?

– Bastante.

– Pues dedíquese a husmear. Intente encontrar un lugar donde habrían podido esconderle unas horas con el mayor secreto, sin que nadie se diera cuenta.

– ¿Pensando en un pedófilo?

– En lo que sea, sargento. Voy a buscar a John Corntel.

Ella tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó.

– ¿Estaban relacionados esos dos pensamientos? -le preguntó ella.

– Espero que no -contestó Lynley, viéndola alejarse por el camino principal.

Regresó al sendero secundario que le conduciría a Erebus y a los aposentos privados de John Corntel. Apenas había llegado a la bifurcación, cuando oyó que alguien gritaba su nombre. Se volvió y vio que Elaine Roly corría hacia él, arreglándose el cuello de encaje de su vestido mientras se ponía una rebeca negra. Grandes manchas de agua oscurecían el vestido.

– Estaba intentando bañar a los pequeños -explicó, pasando la mano sobre las manchas como si bastara para secarlas-. Me temo que soy un poco torpe con niños tan pequeños. Me las arreglo mejor cuando son un poco mayores.

– Como hace en Erebus -dijo Lynley.

– Sí, exacto. ¿Se dirige allí ahora? Le acompañaré, si no le importa.

Al principio, Lynley no dijo nada, esperando a que ella explicara por qué le había llamado. Su propósito, desde luego, no tenía nada que ver con un súbito deseo de pasear por el sendero en compañía. Tiró de los botones de la rebeca, como si quisiera asegurarse de que estaban bien cosidos. Suspiró.

– Frank no le habló de su hija, inspector -dijo por fin-. Usted pensará que le está ocultando algo. Me he dado cuenta de que es lo bastante inteligente para saber cuándo alguien no es del todo sincero con usted.

– Pensé que había lagunas en su relato.

– Y las hay, pero están relacionadas con el orgullo. Y su trabajo. Quiere proteger su empleo. Es comprensible, ¿no? El rector no suele perdonar una ausencia en horas de trabajo, aunque se trate de una emergencia grave. -La mujer hablaba atropelladamente.

– ¿El sábado por la noche?

– El no estaba mintiendo, pero no se lo contó todo. Sin embargo, es un buen hombre. Frank es un hombre excelente. No está implicado en la desaparición de Matthew.

Lynley vio a los alumnos que salían de la capilla a través de los árboles que bordeaban el sendero. Algunos traspasaron las puertas del colegio y se dirigieron al sur, hacia el teatro y el centro técnico. Hablaban y reían. Mientras les contemplaba, Lynley pensó que la muerte de un compañero tendría que haberles afectado más, tendría que haberles moderado, tendría que haberles revelado la brevedad del tiempo de que disponían. Sin embargo, no era así. Los jóvenes no podían ser de otra manera. Siempre estaban convencidos de ser inmortales.

– Frank está divorciado, inspector -dijo Elaine Roly-. No creo que se lo haya dicho. A juzgar por lo poco que me ha contado, no fue una situación agradable. Mientras se hallaba destinado en Gibraltar, su mujer se lió con un oficial. Frank era un poco ingenuo en aquel tiempo. Jamás sospechó nada, hasta que ella solicitó el divorcio. Se volvió un amargado. Abandonó el ejército, dejó a sus dos hijas con su mujer en Gibraltar, y regresó a Inglaterra. Vino directamente a Bredgar Chambers.

– ¿Cuánto hace?

– Diecisiete años, como le dijo antes. Las chicas ya son mayores, por supuesto. Una vive en España, pero la otra, la menor, Sarah, vive en Tinsley Green, al otro lado de Crawley. Siempre se ha metido en problemas. Dos matrimonios, dos divorcios. Bastante aficionada al alcohol y a las drogas. Frank dice que la culpa es de él, porque la abandonó a ella y a su hermana. No cesa de atormentarse por ello. Sarah telefoneó a Frank el sábado por la noche. Él oyó que los niños lloraban. Ella también lloraba, y le habló de suicidarse. Muy típico de Sarah. Se había peleado con su actual novio, me parece. -Elaine Roly tocó levemente el brazo de Lynley para dar mayor énfasis a sus palabras-. Frank fue a ver a su hija el sábado, inspector. Estaba de servicio. No pensó en decirle al rector adónde iba. Tal vez no quiso, porque ya había estado con ella el martes, que es su día libre, y quizá el rector le habría reprendido por ausentarse otra noche del colegio. Bien, Frank recibió la llamada, se asustó y se marchó. Menos mal.

– ¿Por qué?

– Porque cuando llegó a Tinsley Green, Sarah estaba inconsciente. La llevó al hospital justo a tiempo.

La información explicaba las reticencias de Orten por la mañana, pero, a pesar de que podía verificar el relato de Elaine Roly mediante varias llamadas telefónicas, Lynley comprendió que el ama de llaves de Erebus había añadido, sin darse cuenta, otro sesgo a los acontecimientos ocurridos en Bredgar Chambers el pasado fin de semana. Pues Tinsley Green se hallaba a menos de cuatro kilómetros de la M23 y del gran sistema de autopistas que conducían a Stoke Poges.

– ¿Han estado los niños con él desde el sábado por la noche?

Elaine reveló más detalles inadvertidamente.

– No exactamente. Después de pedir una ambulancia, me llamó desde la casa de Sarah para pedirme que fuera a buscar a los niños, que había dejado con la vecina de su hija. Es una anciana que quiere mucho a Sarah, pero no le podía pedir que cuidara a los niños toda la noche. Fui a por ellos y se quedaron en mi piso de Erebus hasta el domingo por la tarde.