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– ¿Fue usted a Tinsley Green?

– Sí, en efecto.

– ¿Cómo llegó allí?

– En mi coche. El rector no… -añadió apresuradamente-. El señor Corntel lo sabía. Fui a sus aposentos. Le lo conté todo. El señor Corntel es un hombre estupendo, y me dio permiso para irme al instante, siempre que el prefecto y los chicos mayores lo supieran, por si tenían que atender a alguno de los pequeños que me necesitara. En mi opinión, atribuir una responsabilidad más a Brian Byrne no es una buena idea, pero como se trataba de una emergencia… -Se encogió de hombros, como lamentándolo.

– Por lo que me cuenta, su salida del campus no era ningún secreto. ¿Cómo pretendía el señor Orten ocultar al rector su viaje a Tinsley Green, si usted había dado tanta publicidad al suyo?

– Frank no pretendía mantenerlo en secreto, inspector. Se lo iba a decir al señor Lockwood en cuanto le fuera posible. Todavía quiere hacerlo, pero, cuando Matthew Whateley desapareció, no le parecieron el momento y el lugar oportunos para confesar que se había ausentado unas horas. Supongo que estará de acuerdo conmigo.

Lynley no quiso confirmar su suposición.

– Cuando el sábado por la noche, la madrugada del domingo, en realidad, advirtió que el fuego del vertedero se había reavivado, imagino que acababa de llegar de Tinsley Green.

– Sí, pero no quiso decírselo, por todo lo que ha ocurrido… Al señor Lockwood no le gusta que la gente falte al trabajo, y está muy nervioso en estos momentos. Dentro de unos días, cuando Frank lo considere oportuno, se lo dirá.

– ¿A qué hora se marchó usted a Tinsley Green?

– No estoy segura. Después de las nueve y media. Quizá un poco más tarde.

– ¿Y qué hora volvió?

– Eso sí lo sé. A las once y cuarenta.

– ¿Regresó directamente desde allí?

Los dedos de la mujer treparon desde su pecho a la garganta y acariciaron el cuello de encaje. La formalidad de su respuesta indicó que captaba el significado y la sospecha agazapados tras las preguntas de Lynley.

– Vine directamente. Me paré a poner gasolina, pero eso es normal, ¿no?

– ¿Y el viernes por la tarde? ¿El viernes por la noche?

No cabía duda de que Elaine Roly consideraba las preguntas un insulto.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó con frialdad.

– ¿Dónde estuvo usted?

– Por la tarde, lavando ropa en Erebus. Por la noche, viendo la televisión en mi piso.

– ¿Sola?

– Completamente sola, inspector.

– Ya. -Lynley se detuvo para examinar el edificio frente al que pasaban. Sobre la puerta estaba tallado Residencia Calchus-. Les han dado nombres muy extraños a las residencias -observó-. Calchus, el que persuadió a Agamenón de que sacrificara a su propia hija a cambio de viento favorable. El heraldo de la muerte.

Elaine Roly tardó unos momentos en contestar. Habló de nuevo con voz cordial, como si hubiera tomado la decisión de pasar por alto las insultantes preguntas anteriores de Lynley.

– Heraldo de la muerte o no, Calchus murió de mortificación cuando Mopsus demostró que era mejor hombre.

– ¿Siempre se aprende una lección cuando se mira cualquier lugar de Bredgar Chambers?

– Es parte de la filosofía del colegio. Ha funcionado bien.

– Sin embargo, creo que me sentiría más feliz en Erebus que en Calchus. Prefiero las tinieblas primordiales al heraldo de la muerte. Dice que lleva aquí diecisiete años.

– Sí.

– ¿Desde cuándo es John Corntel director de la residencia?

– Éste es su primer año. Y el señor Corntel ha hecho un buen trabajo. Y habría seguido haciéndolo de no ser por… -Se interrumpió. Lynley la miró y vio que su rostro se había calmado.

– ¿De no ser porque Matthew Whateley apareció en escena? -preguntó.

Ella meneó la cabeza.

– Matt, no. El señor Corntel estaba haciendo un buen trabajo con Matt, con todos los chicos, hasta que empezó a descuidar la atención. -Pronunció la última palabra como si fuera una abominación, y no necesitó estímulos para continuar-. La señorita Bond. Le echó el ojo al señor Corntel desde el primer día que llegó al campus, el año pasado. Lo noté en cuanto la vi. El es carne de matrimonio, en lo que a ella respecta, y tiene la intención de cazarle. No lo dude. Esa pequeña bruja quiere ponerle del revés. Y ya lo ha conseguido, si quiere que le diga la verdad.

– Pero usted ha dicho que, a pesar de Emilia Bond, el señor Corntel ha logrado hacer un buen trabajo. ¿Tuvo problemas con Matthew?

– Ninguno.

– ¿Conocía usted a Matthew?

– Conozco a todos mis muchachos, señor. Soy el ama de llaves. Hago mi trabajo.

– ¿Puede contarme algo especial sobre Matthew, algo que usted observó y los demás pasaron por alto?

La mujer reflexionó sólo un momento antes de contestar.

– Los colores, supongo. Todas esas etiquetas que su mamá le cosía para ayudarle a elegir el color de sus ropas.

– ¿Los números de las prendas? Ya me di cuenta. Tiene que haberse preocupado mucho por su apariencia para tomarse tantas molestias. Imagino que la mayoría de los chicos ni siquiera se fijan en lo que se ponen. ¿Seguía Matthew las directrices de su madre cuando se vestía?

El ama de llaves le miró con cierta sorpresa.

– Tenía que hacerlo, inspector. No distinguía los colores.

– ¿No distinguía…?

– Lo llaman daltonismo. No distinguía bien los colores, sobre todo los colores del colegio. Le causaban enormes problemas. Su mamá me lo dijo el día de los padres del primer trimestre. Le preocupaba que las etiquetas se descosieran al lavar las ropas, porque Matthew no sabría qué ponerse por la mañana. Es evidente que utilizaron durante años el sistema numérico en su casa, sin que nadie se enterase.

– ¿Alguien del colegio se dio cuenta?

– Sólo yo, me parece. Quizá los chicos del dormitorio de Matthew, si veían cómo se vestía por las mañanas.

Y si era así… El problema del chico con los colores podía ser origen de penosas burlas, más hirientes cuanto más disfrazadas de camaradería se produjeran. Un detalle más que diferenciaba a Matthew Whateley de sus compañeros. «Una diferencia demasiado pequeña para provocar un asesinato», pensó Lynley.

Capítulo 12

– John, hemos de hablar. Ya lo sabes. No podemos seguir evitándonos indefinidamente. No puedo soportarlo.

John Corntel no quiso levantar la vista. No quiso responder a la presión de la mano de Emilia sobre su hombro. Estaba sentado en la capilla erigida en memoria de los estudiantes muertos y no se había movido desde que el servicio matutino había terminado, confiando en que su inmovilidad le aportaría un simulacro de paz interior. Vana esperanza. Antes al contrario, sentía un entumecimiento que parecía nacer en sus entrañas, y no tenía nada que ver con la atmósfera gélida de la capilla. No respondió a las palabras de Emilia. Dejó que sus ojos vagaran desde el ángel de mármol que flotaba sobre el altar hacia los sentidos memoriales alineados frente a las paredes. «Bien amado estudiante -leyó-. Edward Hsu, bien amado estudiante.» Era milagroso leer aquellas palabras, reconocer en ellas la relación que podía existir entre dos personas, cuando una quería enseñar y la otra aprender. Pensó que si hubiera amado más a sus estudiantes, si les hubiera dedicado la devoción que había dirigido, estúpidamente, a otras cosas, no se encontraría ahora tan confuso.

– Sé que no tienes clases hasta las diez, John. Hemos de hablar.

Corntel comprendió que no había forma de evitarlo. Esta confrontación final con Emilia se avecinaba desde hacía días. Se habría conformado con demorarla un poco, para tener más tiempo de poner en orden los pensamientos y las palabras que servirían para explicarle lo inexplicable. En una semana, había logrado reunir las energías necesarias para sostener la conversación sin flaquear. Sin embargo, sabía que debería haberse dado cuenta antes de que Emilia no era la clase de mujer que aguardaría, pacientemente, a que él fuera en su busca.