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– Ahora no podemos hablar en ningún sitio -le dijo-. No podemos hablar aquí.

– En ese caso, daremos un paseo. No hay nadie en el campo de deportes a esta hora de la mañana, y nadie nos escuchará.

Parecía firme y decidida, pero cuando Corntel la miró, de pie junto al banco en el que estaba sentado, ataviada con su vestido negro de talla demasiado grande, vio que el color natural de su cara había desaparecido, que sus ojos estaban inyectados en sangre, que tenía bolsas bajo ellos. Al observarlo, sintió por primera vez en varios días algo exterior a él, una vaga punzada de solidaridad que, por un momento, atravesó su armadura de desesperación. Después, la sensación se disipó y les dejó como antes, separados por un abismo que las palabras no bastaban para salvar. Ella era tan joven… tan joven. ¿Por qué no se había dado cuenta todavía?

– Ven conmigo, John -dijo Emilia-. Ven conmigo, por favor.

Supuso que le debía, como mínimo, una breve conversación. Tal vez era ridículo suponer que unos días más de preparación, unos días más de esquivarla, lograrían suavizar el dolor de su último encuentro.

– Muy bien -contestó, y se puso en pie.

Salieron de la capilla, cruzaron el patio cuadrangular dejaron atrás la estatua de Enrique Tudor, saludaron a los profesores y a algún alumno ocasional, y atravesaron las puertas que daban al oeste.

Corntel comprobó que Emilia, como de costumbre, tenía razón. Aparte de un jardinero que podaba la hierba bajo el tronco de un castaño que se alzaba al borde del campo deportivo, no había nadie más. Quería que la conversación resultara fácil para ambos, pero, desde tiempo inmemorial, su maldición particular consistía en ser incapaz de entablar una conversación sensata con una mujer. Se esforzó por pensar en una pregunta, un comentario, cualquier cosa. No se le ocurrió nada. Ella fue la primera en hablar, pero sus palabras no suavizaron la tensión que existía entre los dos, si bien habría sucedido lo contrario si las hubiera dirigido a otra clase de hombre.

– Te quiero, John. No soporto ver lo que te estás haciendo. -Caminaba con la cabeza gacha, los ojos clavados en el suelo, en la hierba que hollaban sus pies. Su cabello pálido y lacio le recordó a Corntel el cristal hilado que su madre traía a casa por Navidad para convertir en nubes que disponía alrededor de los ángeles colgados de un trozo retorcido de madera.

– No -repuso él-. No vale la pena. No me lo merezco. Ahora ya lo sabes.

– Eso pensé al principio -corroboró ella-. Me dije que me habías engañado durante un año, que fingías ser un hombre diferente por completo del… viernes por la noche. Pero no he conseguido convencerme de ello, John, por más que lo he intentado. Te quiero.

– No.

– Sé lo que estás pensando, que creo que tú mataste a Matthew Whateley. Al fin y al cabo, encaja. ¿Qué podría encajar mejor? Pero no creo que le mataras, John. Ni siquiera creo que le tocaras. De hecho -le miró y sonrió con ternura-, no estoy segura de que fueras consciente de su existencia. Siempre has sido un poco distraído.

Trataba de aliviar el abatimiento y la tensión, pero sus palabras sonaban a falso.

– Da igual -dijo Corntel-. Yo era responsable de Matthew. Es como si yo le hubiera matado. En cuanto la policía descubra ciertas cosas horribles sobre mí, me costará mucho convencerles de mi inocencia.

– Por mí no lo sabrán, te lo juro.

– No hagas promesas que tal vez sean imposibles de cumplir. Thomas Lynley no es idiota. No tardará en hablar contigo, Em.

Habían llegado al centro del campo de deportes. Emilia dejó de caminar y se plantó frente a él. Una leve brisa agitó su cabello.

– ¿No crees que es lo bastante inteligente para comprender que, si fuiste a Londres a solicitar su ayuda, no eres el principal responsable de la desaparición de Matthew? Independientemente de lo que descubra sobre ti, no es fácil que olvide eso, ¿verdad?

– Al contrario, ¿qué mejor coartada? El asesino, para revestirse de inocencia, pide la ayuda de la policía. No tengo la menor duda de que Thomas ya se ha topado con comportamientos semejantes. Ten por seguro que no me ha borrado de su lista de sospechosos por el simple hecho de que fuimos compañeros de colegio. Matthew Whateley fue torturado, Emilia. Torturado.

Ella le cogió por el brazo.

– ¿Va a creer que tú sacaste al muchacho del campus, que le torturaste, asesinaste, abandonaste el cadáver en el cementerio de una iglesia y volviste al colegio, sin que se te moviera ni un cabello de sitio, tan carente de escrúpulos que fuiste capaz de ir a la policía a solicitar su ayuda? ¿Eso piensas?

Él miró la mano de la mujer, tan pequeña y blanca comparada con el negro de su toga.

– Tú sabes que sería posible, ¿verdad?

– ¡No! Fuiste curioso, John. Nada más. No demuestra nada. El único motivo por el que piensas así es que yo me asusté. Fui muy tonta. Actué como una idiota. No sabía qué hacer.

– No me conocías. Por completo, no. Hasta el viernes por la noche. Bien, ahora ya sabes lo peor, ¿verdad? ¿Cómo quieres que llamemos a esto que tú sabes, Emilia? ¿Enfermedad, perversión? ¿Cómo?

– No lo sé, ni me importa. No tiene nada que ver con Matthew Whateley. Aún más, no tiene nada que ver con nosotros.

Corntel captó la convicción con que hablaba y la admiró por ello, aunque sabía muy bien que nunca más habría un nosotros. Dudaba de que hubiera existido alguna vez. Admiró, como siempre, su franqueza directa. Admiró sus deseos de arriesgarse por él, de arrinconar el orgullo e incluso el sentido común por el bien de lo que ella creía amor. Aún así, sabía que si el amor entre ellos hubiera sido posible (y ella era la mujer que más cerca había estado de lograrlo), habría muerto el viernes. Por más que ahora mintiera al respecto, sintiéndose perdida y necesitada de reconquistar un poco de la amistad que les había unido, su rostro había reflejado la verdad el viernes por la noche. El amor entre un hombre y una mujer no siempre muere poco a poco. A veces, se extingue en un instante. Iba a decírselo en estos términos, pero no tuvo la oportunidad.

– John -dijo ella-. El inspector Lynley se dirige hacia aquí.

Los estudiantes de arte dramático estaban trabajando en el diseño de maquillajes. Habían iniciado el proyecto la semana anterior, en una aula situada en la parte oeste del teatro, y ahora se hallaban diseminados por los cuatro camerinos del complejo, creando una realidad artística a partir de ideas escritas, preparándose para la evaluación crítica del profesor de teatro.

Chas Quilter se encontraba entre ellos, sintiéndose, como de costumbre, algo en desacuerdo con el nivel de entusiasmo y placer con que los demás estudiantes acogían, por lo general, cualquier tarea. Hoy se sentía más frustrado de lo habitual, pues manipular estuches de maquillaje, experimentar con pelucas y barbas, o probar el efecto de un tono concreto de sombra de ojo había estimulado al grupo hasta producir una excitación general que él, simplemente, no podía compartir. De todos modos, comprendía su dedicación al trabajo y su alegría al concluirlo, aunque él no sentía lo mismo. Al fin y al cabo, estaban estudiando arte dramático como parte de su preparación para los exámenes de ingreso en la universidad, decididos a abrirse camino desde las facultades a los escenarios londinenses. Él, por su parte, había elegido teatro como una asignatura opcional, una forma de mantenerle ocupado durante su último año en Bredgar Chambers. Para él, las clases suponían un método de olvidar. Casi siempre había funcionado, pero hoy no ocurría lo mismo.