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El motivo era Clive Pritchard. Chas y él compartían un camerino, por culpa del orden alfabético de sus apellidos, y no había un tercero para aliviar el efecto devastador de la repelente personalidad de Clive.

Su maquillaje constituía la más poderosa ilustración de su naturaleza. Mientras los otros alumnos, siguiendo al pie de la letra las instrucciones del profesor de teatro, habían escogido personajes de las tragedias isabelinas para pintar sus rostros, Clive se había internado en un mundo de su propia invención, transformándose en un cruce entre Quasimodo y el Fantasma de la Ópera. El primero le había dado la oportunidad de exhibir un pendiente repugnantemente largo que colgaba del agujero practicado en su lóbulo en octubre, mediante una aguja de tapicería.

Chas recordaba el incidente, ocurrido en el club social de sexto superior. Clive bebía whisky de una botella que había robado en casa de su abuela, a mediados del primer trimestre. A medida que iba bebiendo, se mostraba más ruidoso, más engreído y más beligerante. Su conducta intentaba atraer la atención general y, al no conseguirlo gracias a fanfarronadas relativas a un tatuaje que se había hecho en la parte interna del brazo durante las recientes vacaciones, con ayuda de un cortaplumas y tinta china, cautivó la atención del público con una exhibición más realista de su propensión a la automutilación. Había montado el espectáculo de antemano, pues no era fácil encontrar una aguja de tapicería entre los pertrechos de un estudiante. Clive extrajo una y la utilizó en sí mismo sin pestañear. Chas recordó la visión de la fina y curva aguja hundiéndose en el lóbulo de Clive y saliendo por el otro lado. No sabía que una oreja podía sangrar tanto. Una chica se desmayó. Dos se marearon. Clive sonrió y sonrió durante todo el proceso, sonriendo como un demente.

– Bien, ya está. ¿Te gusta? -Clive se dio media vuelta y exhibió su obra: una peluca de pelo ralo, dientes podridos, un postizo de carne hinchada y putrefacta bajo el ojo derecho y pequeños corchos que ensanchaban sus fosas nasales hasta dimensiones esqueléticas-. Esto es mucho mejor que tu Hamlet amariconado, Quilter. Admítelo.

Chas no tuvo que admitir lo evidente. Había escogido Hamlet por la facilidad del maquillaje. Requería una transformación muy sencilla, y el color de su piel resultaba bastante aceptable para encarnar al príncipe danés. Lo que había hecho en su cara no implicaba arte ni talento, pero le daba igual. No se había entregado de corazón al ejercicio. Hacía meses que no se entregaba de corazón a nada.

Clive bailó como un boxeador.

– Vamos, Quilter, admítelo. Este careto bastará para que las tías de Galatea se mueran del susto al verme.

Y cuando lo hagan… -Rió y echó hacia adelante la pelvis-. Hacerlo con una tía cuando está inconsciente es un poco necrofílico. No hay nada como eso, Quilter. Pero tú ya lo sabes, ¿verdad?

La mente de Chas procuró hacer caso omiso de las palabras. Se alegró de que Clive no se dirigiera a él por su nombre. Era un signo positivo, y le revelaba que, a pesar de todo, no estaba perdido por completo.

– Puedo dar un buen susto con esto, ¿eh, Quilter? -estaba preguntando Clive. Lo demostró recorriendo la habitación de puntillas, agachándose bajo las mesas de maquillaje, lanzando miradas furtivas a los espejos, agitando una fila de vestidos colgados frente a él y apartándolos de su vista con un manotazo-. Atravesaré el campus. Está oscuro, ¿lo ves? -Cogió una capa del perchero, se la ciñó sobre los hombros y actuó a tenor de la escena que describió-. Podría ir a Galatea para echar un vistazo al viejo Cow Pitt y a su mujer, pero no es eso lo que tengo en mente esta noche. No, esta noche no. -Sonrió. Tenía los colmillos largos, lobunos-. Esta noche quiero espiar al rector. Descubrir la verdad. ¿Es verdad que Lockwood folla vestido de pies a cabeza? ¿Se folla a su mujer, o prefiere a un delicioso conejito de tercero? ¿Escoge una chica diferente de Galatea o Eirene cada noche de la semana? ¿Mientras se las tira como un perro le dicen «¡Oooh, oooh, rector, me encanta cuando me la metes hasta el fondo! ¡Qué hombre!»? Averiguaré de una vez por todas lo que ocurre, Quilter. Y si levantan la vista mientras aúllan y jadean y ven mi cara en la ventana, si ven esta jeta, no sabrán quién les está mirando, ¿verdad? ¡Gritarán como posesos y sabrán que les han pillado por fin!

Apartó la capa a un lado con un revoloteo y se quedó con las piernas separadas, los brazos en jarras y la cabeza echada hacia atrás.

La puerta del camerino se abrió, ahorrándole a Chas la respuesta. Brian Byrne entró. Clive se abalanzó aullando sobre él y retrocedió con una carcajada, al observar el sobresalto de Brian.

– ¡Por Dios! ¡Si vieras la cara que has puesto! -Clive volvió a ceñirse la capa y adoptó una pose-. ¿Qué opinas, Bri?

Brian meneó la cabeza poco a poco y una sonrisa de admiración se dibujó en su cara.

– Asombroso -contestó.

– ¿Por qué no estás en clase, cariñín?

Clive se acercó al espejo y ensayó una serie de miradas ceñudas.

– Estoy en la enfermería -dijo Brian-. Tengo un terrible dolor de cabeza.

– Ah, ¿sobando a nuestra querida señora Laughland, hijo?

– No más que tú, me atrevería a decir.

– No más que nadie. -Clive le dedicó un guiño lascivo y volvió su atención a Chas-. Salvo, tal vez, el joven Quilter, aquí presente. Consagrado al celibato, ¿verdad, tío? Dando buen ejemplo a todos los tíos y tías, como debe hacer un buen prefecto. -Se tiró con fuerza de la piel de debajo de los ojos, sin demostrar dolor-. Demasiado tarde, ¿no crees? Vivimos en un auténtico antro de iniquidad.

Chas bajó la vista hacia la caja de maquillaje que había sobre la mesa, debajo del espejo. Los colores giraron ante sus ojos: una paleta de sombra de ojos, un estuche abierto de colorete, dos tubos de maquillaje. Todo perdió definición por un momento.

– Menuda movida que me marqué el sábado por la noche, Bri -continuó Clive-. Tendrías que haber estado conmigo y echado tú también un polvo. Un conejito llamado Sharon que iba a Cissbury. La encontré en la puerta de la taberna, le bajé las bragas y le enseñé lo que es bueno. «¡Oooh, cariño!», gritaba, «¡Oooh, sí, sí, sí!». Ésa es la marcha que les va. En el suelo, sobre la tierra, y aún pedía más a grito pelado. -Ejecutó un paso de danza-. ¡Daría cualquier cosa por un pito!

Brian sonrió, introdujo la mano en su chaqueta y sacó un paquete de cigarrillos.

– Toma. Puedes quedártelos.

– Joder, Bri! ¡Gracias!

Chas encontró la voz.

– Haz el favor de no fumar aquí.

– ¿Por qué no? ¿Me denunciarás? ¿Te chivarás a Lockwood?

– Utiliza tu sentido común, si tienes.

Clive se puso rígido. Abrió la boca para hablar, pero Brian intervino.

– Él tiene razón, Clive. Guárdatelos para más tarde, ¿vale?

Clive miró con semblante sombrío a Chas, y luego a Brian.

– Sí, de acuerdo. Me voy, pues. Gracias, Bri. Por los pitos. Ya sabes.

Salió del camerino. Al cabo de un momento, Brian y Chas le oyeron llamar a varios alumnos de teatro que se habían congregado en el escenario. Las chicas chillaron como era de esperar ante su presencia. El maquillaje, evidentemente, había cosechado un rotundo éxito.

Chas se llevó el puño a los labios. Cerró los ojos. Sintió que una oleada de náuseas le invadía.

– ¿Cómo puedes soportarle? -preguntó.

Brian acercó un taburete y se sentó. Se encogió de hombros y sonrió con afabilidad.

– No es tan malo como parece. Mucha fachada. Has de comprenderle.

– No quiero comprenderle.

Brian rozó el hombro de la camisa de Chas.

– Polvo -explicó-. Tienes polvo por todas partes, hasta en los bajos de los pantalones. Deja que te lo quite.