Chas se puso en pie con brusquedad y se apartó.
– Falta poco para las vacaciones -dijo Brian-. ¿Ya has decidido si vendrás conmigo a Londres? Mamá se ha ido a Italia con uno de sus ligues, así que tendremos la casa para nosotros solos.
Tenía que haber una excusa aceptable, pensó Chas. Tenía que haber una razón. No podía encontrar una. Cualquiera supondría rechazo, que engendraría irritación a su vez. No podía correr ese riesgo. Pasó revista a una serie de pensamientos, cada vez más difíciles de controlar.
– Brian -consiguió articular por fin-. Hemos de hablar. Aquí no, ni ahora, pero hemos de hablar. Quiero decir, hablar en serio. Has de comprender algunas cosas.
Brian abrió los ojos de par en par.
– ¿Hablar? De acuerdo. Por supuesto. Donde quieras y cuando quieras.
Chas se frotó sus manos húmedas contra los pantalones.
– Hemos de hablar -repitió.
Brian se levantó y aferró a Chas por el hombro.
– Hablaremos -contestó-. ¿Para qué, si no, están los amigos?
Emilia Bond se ofreció para buscar a alguien que sustituyera a John Corntel en la clase de inglés que debía dar a los alumnos de quinto a las diez de la mañana. Lynley y el profesor de inglés volvieron a los aposentos privados de la residencia Erebus. En lugar de entrar por la puerta principal que utilizaban los muchachos, lo hicieron por la secundaria, situada en el extremo oeste del edificio. Una placa de metal, grabada con las palabras director de la residencia, colgaba sobre ella.
La vivienda sorprendió a Lynley. Entrar en ella fue como retroceder al período de la posguerra, cuando los muebles debían parecer «sensatos». Pesados sofás y butacas con fundas en los brazos; mesas de arce desprovistas de la menor gracia; lámparas cuyas pantallas carecían de distinción; cuadros de flores enmarcados en las paredes. No cabía duda de que todas las piezas estaban ejecutadas con destreza, pero el conjunto sugería antigüedad, como si las habitaciones hubieran sido decoradas por ancianas, preocupadas tan sólo de proyectar una imagen de corrección.
En el estudio de Corntel se repetía el mismo tema, con un escritorio achaparrado, un tresillo gigantesco cubierto de cretona floreada y una mesa baja sobre la que descansaban un jarro de cerámica y un cenicero repleto, que llenaba la habitación del olor a tabaco quemado. Este último objeto parecía ser una de las dos contribuciones que Corntel había aportado a la decoración de su hogar. La otra era su colección de libros, que ocupaba mucho espacio. Estaban colocados en estanterías, amontonados bajo el escritorio, apretujados en pequeños huecos que había a cada lado de una chimenea sin decorar.
Corntel descorrió las cortinas, que cubrían en parte las ventanas. Lynley observó que desde el estudio se veía la residencia Calchus y, a menos de seis metros de la ventana, corría un sendero entre ambos edificios. De poca intimidad se gozaría en esta habitación con las cortinas descorridas.
– ¿Café? -preguntó Corntel, señalando un aparador empotrado en la pared-. Si quieres probarlo, tengo una cafetera exprés.
– Gracias.
Mientras observaba al otro hombre preparar el café, Lynley recordó las palabras de Elaine Roly: «Esa bruja quiere volverle del revés. Y ya lo ha hecho, si quiere que le diga la verdad.» Aplicó las afirmaciones de la mujer al estado actual de John Corntel, preguntándose si existía una relación entre las palabras del ama de llaves y el aspecto del director de la residencia.
Nunca había visto a un hombre protegerse con una coraza tan tenue. Las emociones estallaban justo debajo de la superficie. Se evidenciaban también en sus ojos, que se negaban a entrar en contacto con los de Lynley, en sus manos, que atenazaban los objetos con torpeza, como si recibieran órdenes incorrectas del cerebro, en sus palabras, que no lograba modular, en sus hombros, que se hundían como una concha a su alrededor. Costaba creer que Corntel padeciera una ansiedad tan mal disimulada por el amor de una mujer, correspondido o no. La forma en que Emilia Bond había mirado al hombre cuando Lynley les había encontrado en el campo de deportes sugería que, si el amor dirigía la vanguardia que asaltaba las murallas de la paz de Corntel, era correspondido. Si tal era el caso, el problema consistía en identificar el elemento crucial que afligía el corazón de John Corntel. Lynley pensó que lo reconocía muy bien. Es fácil reconocer los síntomas de la enfermedad en un hermano de sufrimientos.
– ¿Cómo se llama aquel chico de Eton que era especialista en burlar al profesor de guardia? -preguntó Lynley-. Ya sabes a quién me refiero. Siempre sabía exactamente cuál iba a ser la rutina, no importa a quién le tocara el turno de noche o de fin de semana… Cuándo se harían las rondas, cuándo se comprobarían las puertas, cuándo se realizaría una visita sorpresa a la residencia. ¿Te acuerdas de él?
Corntel encajó la cazoleta en la máquina exprés.
– Rowton. Decía que tenía percepción extrasensorial.
– Debía de ser verdad -rió Lynley-. Siempre acertaba, ¿verdad?
– Tanto talento malgastado en entrar a escondidas en Windsor para cepillarse un felpudo. ¿Lo sabías? Al final, la dejó embarazada.
– Sólo recuerdo que todos los demás chicos le perseguían para que adivinase los exámenes. Si tenía percepción extrasensorial, maldita sea, ¿por qué no la utilizaba para saber lo que el viejo Jervy iba a poner en el examen de historia del martes siguiente?
– ¿Cómo lo explicaba siempre Rowton? -sonrió Corntel-. «No funciona así, tíos. Sólo adivino lo que esos tipos hacen, o van a hacer, pero no lo que piensan.» Alguien le respondió diciendo que, si adivinaba lo que iban a hacer, también tenía que adivinar los exámenes, porque escribir un examen es hacer algo, al fin y al cabo.
– Y la contestación de Rowton, si no recuerdo mal, fue realizar una minuciosa descripción de cómo Jervy redactaba el examen, completada con detalles de la irrupción de la señora Jervy en plena faena, luciendo una minifalda de Mary Quant y botas blancas de vinilo.
– Y nada más -rió Corntel-. La señora Jervy siempre vestía con cinco o seis años de retraso, ¿verdad? Señor, cómo nos divertía Rowton con sus historias. Hace años que no pienso en él. ¿Cómo te ha venido a la cabeza?
– Me lo ha sugerido la idea del profesor de guardia. Me estaba preguntando quién fue el profesor de guardia este fin de semana. Me estaba preguntando si serías tú.
Corntel ajustó la cafetera. El vapor empezó a sisear y el café a fluir. No contestó a las observaciones de Lynley hasta que hubo servido dos tazas a medio llenar. Las depositó sobre una bandeja de hojalata, junto con la leche y el azúcar, y la colocó sobre la mesa. Apartó el cenicero a un lado, pero no lo vació.
– Eres muy listo, Tommy. No me esperaba esta salida. ¿Siempre has sido tan hábil en el trabajo policial?
Lynley cogió una taza de café y la llevó hasta una de las butacas. Corntel le siguió. Apartó una guitarra (Lynley observó que tenía dos cuerdas rotas) y se sentó en el sofá. Dejó su tasa sobre la mesa.
– Matthew Whateley era un chico de esta residencia -replicó Lynley-. Tú eres el responsable de su bienestar. El pasado fin de semana, de alguna manera, se te fue de las manos. Eso es verdad, ¿no? Sin embargo, algo me dice que lo que sientes ante esta situación supera la responsabilidad inherente a tu cargo de director de la residencia. Por eso me pregunté si también eras el profesor de guardia este fin de semana, responsable de la seguridad de todo el colegio.
Las manos de Corntel colgaban fláccidamente entre sus piernas. Parecía absolutamente indefenso.
– Sí. Ahora ya sabes lo peor. Sí.
– Deduzco que no patrullaste por el terreno.
– ¿Me creerás si te digo que me olvidé? -miró a Lynley a los ojos-. Me olvidé. No me tocaba este fin de semana. Le cambié el turno a Cowfrey Pitt hace unas semanas y me olvidé.
– ¿Cowfrey Pitt?
– El profesor de alemán. Director de la residencia femenina Galatea.