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Lynley recordó al muchacho que corría por el patio de Eton sacándole una cabeza de ventaja a los demás, un becado de una fundación real a quien se auguraba un brillante porvenir.

– Me cuesta creerlo -contestó.

Corntel pareció leerle la mente.

– ¿De veras? ¿Tan espléndida ha sido mi actuación? ¿Voy a enterrar algunos de tus fantasmas?

– Si te sirve de algo. Si quieres.

– Nada me sirve. No quiero. Pero Emilia no tiene nada que ver con la muerte de Matthew Whateley, y si enterrar fantasmas es la única forma de convencerte, que así sea. -Apartó sus ojos desolados-. Ella estuvo aquí el viernes por la noche. Debí comprender al instante por qué había venido y qué deseaba, pero no lo hice, no con bastante rapidez para controlar la situación y evitarnos a ambos tristeza y amargura.

– Supongo que vino para hacer el amor contigo.

– Tengo treinta y cinco años. Treinta y cinco años. ¿Sabes lo que eso significa?

Lynley comprendió la única relación posible y la verbalizó.

– ¿Nunca has hecho el amor con una mujer?

– Treinta y cinco. Qué patético, pueril y obsceno.

– Nada de eso. Un simple hecho.

– Fue desastroso. Intenta imaginar los detalles, para que no los tenga que pormenorizar. ¿Me harás ese favor? Después, me sentí humillado. Ella estaba disgustada. Lloraba, pero trataba de echarse la culpa. Créeme, Tommy, en su estado de ánimo sólo podía volver a su alojamiento. No la vi salir de Erebus, pero no se me ocurre por qué habría hecho algo diferente.

– ¿Dónde se aloja?

– Es preceptora de la residencia Galatea.

– ¿Cowfrey Pitt podría corroborar sus idas y venidas?

– Si no me crees, sí, pregúntale a Cowfrey, aunque el alojamiento de Emilia no está cerca de los aposentos privados. Es posible que Cowfrey no tenga idea de dónde estaba ella.

– ¿Y el sábado por la noche? ¿Volvió aquí otra vez?

Corntel asintió con la cabeza.

– Intentó arreglar las cosas. Intentó… ¿Cómo es posible volver a ser amigos después de una escena como aquella, Tommy? ¿Cómo es posible recuperar lo que veinte minutos de infructuosos esfuerzos en una cama ha destruido por completo? Por eso volvió. Por eso me olvidé de mis deberes como profesor de guardia este fin de semana. Por eso no supe que Matthew Whateley había huido. Porque no pude comportarme como un hombre la primera vez en mi vida que tuve la oportunidad.

«Matthew Whateley había huido.» Era la segunda vez que Corntel lo decía, y el error sólo se explicaba de dos maneras: o no sabía nada sobre las ropas que Frank Orten había encontrado en el vertedero, o se aferraba a la historia oficial, hasta que la policía estableciera una nueva.

Capítulo 13

Eran las once en punto cuando Lynley se encontró con la sargento Havers en lo que Bredgar Chambers denominaba el Aula Magna, situada en el lado sur del cuadrilátero principal. Era la primera dependencia que había existido en el campus, una sala de paredes blancas, revestimientos de roble y una bóveda muy trabajada. En la pared sur se habían practicado ventanas a gran altura, y bajo ellas colgaban los retratos de todos los rectores que habían pasado por el colegio, desde que Charles Lovell-Howard tomara las riendas de la autoridad en 1489.

La sala estaba vacía en aquel momento; un vago olor pulposo a madera húmeda impregnaba la atmósfera. Cuando cerraron la puerta a sus espaldas, la sargento Havers caminó hacia las ventanas y recorrió la hilera de retratos, siguiendo la historia del colegio hasta llegar a Alan Lockwood.

– Tan sólo veintiún rectores en quinientos años -se maravilló-. Da la impresión de que venían para quedarse. Fíjese en éste, señor. ¡El tipo que precedió a Lockwood fue rector durante cuarenta y dos años!

Lynley se reunió con ella.

– Eso explica en parte la necesidad de Lockwood de mantener en secreto el asesinato de Matthew Whateley, ¿no? Me pregunto si otros muchachos fueron asesinados bajo el mandato de anteriores rectores.

– Es una idea, pero murieron chicos bajo el mandato de todos ellos, ¿no es cierto? Y también chicas. El memorial de la capilla es una amplia prueba de ello.

– Exacto, pero una muerte súbita e inesperada ocasionada por la guerra o la enfermedad es otra cosa, Havers. Es difícil imputarle las culpas a alguien. Sin embargo, un asesinato es muy diferente. Se busca un culpable. Se debe buscar.

Mientras hablaban, se oyeron voces fuera de la sala. Docenas de pasos resonaron en una escalera. Lynley abrió su reloj de cadena.

– El recreo de la mañana, imagino. ¿Qué ha descubierto en sus andanzas por el colegio? -Levantó la vista y observó que la sargento Havers estaba mirando por la ventana, con el entrecejo fruncido-. ¿Havers?

La mujer se agitó.

– Estaba pensando.

– ¿Y?

– Nada. Lo que usted decía sobre la culpa. Me pregunto quién carga con las culpas cuando un estudiante se suicida.

– ¿Edward Hsu?

– Bien amado estudiante.

– Yo también me he preguntado sobre él. Sobre el interés que Giles Byrne le demostraba. Sobre su muerte. Pero si Matthew Whateley fue asesinado en este colegio el pasado viernes, o incluso el pasado sábado, ¿cómo podemos culpar a Giles Byrne? A menos, por supuesto, que estuviera aquí. Es dudoso, pero vale la pena investigarlo.

– Quizá no fue él, señor.

– ¿Quién? ¿Brian Byrne? Si apunta en esa dirección, destruye la primera relación que está intentando establecer, sargento. Edward Hsu se suicidó en 1975. Brian Byrne tendría unos cinco años en aquel tiempo. ¿Está culpando de un suicidio a un niño de cinco años?

– No lo sé -suspiró ella-. Pero sigo dándole vueltas a lo que Brian dijo acerca de su padre.

– Combine eso con el conocimiento de que detesta a su padre. ¿No le dio la impresión de que Brian se sentiría muy satisfecho dejando en ridículo a Giles Byrne, a la menor oportunidad? Y nosotros se la dimos ayer, ¿verdad?

– Supongo que sí.

Havers recorrió el largo de la sala hasta el estrado del extremo este, sobre el cual se había tallado un bajorrelieve que describía con gran lujo de detalles a Enrique VII a lomos de un caballo enjaezado, preparado para cargar. Debajo había una mesa de refectorio y sillas. Havers apartó una y se dejó caer en ella, extendiendo las piernas.

Lynley tomó asiento a su lado.

– Estamos buscando un sitio donde Matthew Whateley pudo ser confinado desde el viernes por la tarde hasta el viernes por la noche, o hasta el sábado por la noche, del cual se llevaron al muchacho o a su cadáver. ¿Qué ha encontrado?

– Poca cosa. Despensas junto a la cocina, que hemos de descartar, pues desapareció después de comer y habría demasiada gente trajinando en esa zona. Hay dos lavabos que ya no parecen utilizarse. Están asquerosos por dentro, y las tazas están rotas.

– ¿Alguna huella de haber sido utilizados recientemente?

– Yo no vi ninguna. Si el chico estuvo allí, el secuestrador hizo desaparecer todas las señales.

– ¿Algo más?

– Habitaciones para guardar baúles en todas las residencias, pero cerradas con llave y sólo los directores de las residencias y las amas de llaves las tienen. También hay desvanes encima de las habitaciones para secar la ropa, en todas las residencias, pero asegurados con candado. Como en el caso anterior, las llaves están en poder de los directores de la residencia y las amas de llaves. Trasteros en el edificio de ciencias y un enorme depósito de agua sobre el acuario, donde podrían haber ahogado a Matthew Whateley, aunque no retenerle durante mucho tiempo, a menos que le ataran y amordazaran y su asesino supiera que nadie aparecería durante el resto de la tarde. Además de esto, el teatro tiene camerinos y trasteros detrás del escenario, y una cabina de iluminación encima. Si no se había previsto ninguna actuación y si alguien tenía acceso, imagino que el teatro es el lugar ideal. Había alumnos allí esta mañana. Por cierto, vi a nuestro Chas Quilter. Por su aspecto, parecía como si Yorick hubiera regresado de entre los muertos y no le hiciera ninguna gracia la perspectiva. Sin embargo, estaba vacío el viernes después de la comida, y es un lugar idóneo para que hubieran ocultado en él a Matthew Whateley, considerando sobre todo que está lejos de los campos de deportes donde se habían congregado los estudiantes.