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– Si ha huido, tal vez con la intención de venir a Londres, habrá necesitado un medio de transporte, ¿no? ¿Hay trenes, autopistas o carreteras principales cerca del colegio?

Corntel pareció entender que estas palabras simbolizaban una mano tendida en su ayuda. Respondió sin la menor vacilación, ansioso de cooperar.

– No estamos muy cerca de nada útil, Tommy, por eso los padres se sienten seguros cuando envían a sus hijos al colegio. Está aislado. Llegar es muy fácil. No hay nada alrededor que pueda despistar. Matthew tendría que haber andado mucho para huir sin apuros. No podía arriesgarse a hacer autostop muy cerca del colegio, porque habría corrido el peligro, casi seguro, de que alguien del colegio, un profesor, un trabajador o el portero, circularan en coche por las cercanías, le viera y le condujera de vuelta al redil.

– Por lo tanto, es probable que ni siquiera haya llegado a la carretera.

– Lo dudo. Tendría que haber atravesado los campos, el bosque de St. Leonard y el pueblo de Crawley para llegar a la M23, donde se encontraría a salvo. Nadie sospecharía que venía de Bredgar Chambers. Pensarían que se trataba de un niño cualquiera.

– El bosque de St. Leonard -dijo Lynley, pensativo-. Lo más probable es que continúe allí, ¿no? Tal vez extraviado. Hambriento.

– Dos noches al raso en pleno marzo. Frío, hipotermia, inanición, una pierna rota, una mala caída, el cuello roto -Corntel recitó la lista con tono amargo.

– La inanición sólo se produce después de tres días -respondió Lynley. Se abstuvo de añadir que todo lo demás cabía dentro de lo posible-. ¿Es un chico grande, fuerte?

Corntel meneó la cabeza.

– No. Es muy pequeño para su edad. Huesos delicados, extremadamente frágil, rostro de facciones regulares -hizo una pausa, enfocando los ojos en una imagen que los demás no podían ver-. Cabello oscuro, ojos oscuros, manos de dedos largos, piel perfecta… Una piel adorable.

Havers dio unos golpecitos sobre el bloc con un lápiz. Miró a Lynley. Corntel, al darse cuenta, dejó de hablar y se ruborizó levemente.

Lynley apartó la silla del escritorio y fijó la vista en uno de los dos grabados que colgaban de la pared. En él, una mujer india vaciaba una cesta de pimientos sobre una manta. Era un muestrario de colores vibrantes. El velo de cabello negro, el rojo intenso de las verduras, el terciopelo cobrizo de su piel, el vestido púrpura, el fondo rosa y azul que indicaba la hora del crepúsculo.

Sabía que la belleza siempre brindaba su forma particular de seducción.

– ¿Has traído alguna foto del chico? -preguntó Lynley-. ¿Puedes darnos una descripción precisa? -pensó que la última pregunta era innecesaria.

– Sí, desde luego. Las dos cosas.

Lynley rara vez había captado un alivio semejante.

– Si se las das a la sargento, veremos qué podemos hacer. Quizá ya lo han detenido en Crawley y está demasiado asustado para decir su nombre, o aún más cerca de Londres. Nunca se sabe.

– Pensé… Confiaba en que me ayudarías. Ya he… -Corntel rebuscó en el bolsillo interior del abrigo, sacando una foto y una hoja mecanografiada. Tuvo el detalle de mostrarse avergonzado, pues ambas implicaban que había dado por sentada la colaboración de Lynley.

El detective las cogió con gesto fatigado. Corntel había confiado de verdad en su hombre. El antiguo Vizconde de la Vacilación no iba a abandonar a un compañero de colegio.

Barbara Havers leyó la descripción que Corntel les había entregado. Estudió la foto del muchacho, mientras Lynley vaciaba el cenicero que Corntel y ella habían logrado llenar durante la entrevista. Lo limpió cuidadosamente con un pañuelo de papel.

– Dios mío, se está poniendo insoportable con el tema de fumar, inspector -se quejó Barbara-. ¿Quiere que me ponga una S escarlata en el pecho? [1]

– En absoluto, pero o limpio el cenicero o acabaré lamiéndolo con desesperación. En cualquier caso, me complace vivir en un ambiente limpio. Sólo lo justo, me temo -levantó la vista y sonrió.

Havers consiguió reír, a pesar de su exasperación.

– ¿Por qué dejó de fumar? ¿Por qué no quiere avanzar con más rapidez hacia la tumba, como el resto de nosotros? Cuantos más seamos, más reiremos, ya conoce el dicho popular.

Lynley no contestó. Sus ojos se desviaron hacia la postal apoyada contra una taza de café sobre el escritorio. Barbara lo supo al instante. Lady Helen Clyde no fumaba. Tal vez, cuando regresara, encontraría más aceptable a un hombre que había dejado de fumar.

– ¿De veras piensa que la situación cambiará por eso, inspector?

La respuesta de Lynley soslayó por completo la pregunta de Barbara.

– Si el chico se ha fugado, no me sorprendería que apareciera dentro de unos días. Tal vez en Crawley, o en la ciudad. Pero si no aparece, por fuerte que le parezca, cabe la posibilidad de que su cuerpo sí. Me pregunto si estarán preparados para esa eventualidad.

Barbara le dio vuelta hábilmente a sus palabras.

– ¿Hay alguien que alguna vez esté preparado para lo peor, inspector?

«Baña de lluvia mis raíces. Baña de lluvia mis raíces.», mientras aquellas cinco palabras martilleaban en su cerebro como una melodía persistente, Deborah St. James estaba sentada en su Austin, los ojos clavados en la puerta del cementerio de la iglesia de St. Giles, situado en las afueras de la ciudad de Stoke Poges. No miraba nada en particular, sólo intentaba contar cuántas veces había recitado no sólo aquellas palabras finales, sino todo el soneto de Hopkins, durante el último mes. Empezaba cada día con él y lo había convertido en la fuerza que la catapultaba de camas y habitaciones de hotel hacia el coche, sin abandonarla ni un momento mientras tomaba fotos como un autómata. Dejando aparte el resuelto recitado matutino de aquellas catorce líneas de súplicas, no sabía cuántas veces, a lo largo del día, lo repetía, siempre que una visión o un sonido inesperados la sorprendían, abriéndose paso entre sus defensas y alterando su tranquilidad.

Comprendió por qué había recordado las líneas en ese momento. La iglesia de St. Giles era la última etapa de su odisea fotográfica de cuatro semanas. Al finalizar la tarde regresaría a Londres, evitando la M4, más rápida, y eligiendo la A4, plagada de señales de tráfico, embotellamientos en los alrededores de Heathrow y riadas de suburbios ennegrecidos por el hollín y el gris del invierno desfalleciente, pero que le proporcionaría la bendición adicional de alargar el viaje. Ese era el elemento crucial. Aún ignoraba cómo afrontar su culminación. Aún ignoraba cómo mirar cara a cara a Simon.

Eones atrás, cuando había aceptado el encargo de fotografiar una selección de hitos literarios del país, lo había planeado de forma que Stoke Podges, donde Thomas Grey compuso «Elegía escrita en el cementerio de una iglesia», viniera a continuación de Tintagel y Glastonbury, concluyendo su mes de trabajo a pocos kilómetros de su casa. Sin embargo, Tintagel y Glastonbury, hechizados por los ineludibles recuerdos del rey Arturo y Ginebra, de su desgraciado destino y su amor estéril, no habían hecho más que intensificar la melancolía con que había empezado el viaje. Hoy, en el curso de la última tarde, aquella melancolía desgarraba su corazón, poniendo al desnudo su herida más dolorosa.

No quería pensar en ello. Abrió la puerta del coche, cogió la cámara y el trípode, y se encaminó hacia la puerta del cementerio. Observó que se hallaba dividido en dos secciones y que, en mitad de un sendero curvo de hormigón, había otra puerta y un segundo cementerio.

Pese a la época, finales de marzo, el aire era frío, como si impidiera de forma deliberada la llegada de la primavera. Los pájaros trinaban de vez en cuando desde los árboles, pero el cementerio se hallaba en un silencio sólo roto por el zumbido apagado de los aviones que aterrizaban o despegaban de Heathrow. Daba la impresión de que Thomas Grey había elegido el lugar ideal para componer su poema y dormir el sueño eterno.

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[1] Alusión a la letra escarlata que debían llevar las adúlteras en el siglo XVII. (N. del T.)