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¡Dos días de monótona lluvia! La única diversión consistió en una prolongada visita al museo de Garitsa. Sé lo que estás pensando. El león de Menekrates es perfectamente encantador, pero después de una hora de contemplación uno arde en deseos de una diversión más animada. Sin embargo, tiempos desesperados exigen medidas desesperadas. Me he entregado de todo corazón a reliquias, monedas y restos de templos vitrificados. He adquirido tanta cultura que apenas me reconocerás cuando vuelva.

H.

Consciente de que la sargento Havers no apartaba los ojos de él, Lynley sepultó la postal en el bolsillo de la chaqueta, intentando mantener una expresión indiferente, intentando reprimir su deseo de releer las dos últimas palabras, intentando mantener a raya el pensamiento de que Helen iba a dar fin a su largo exilio en Grecia.

– Bien -dijo Havers alegremente, señalando con un movimiento de cabeza el bolsillo de la chaqueta-, nada nuevo por ese lado, ¿verdad?

– Nada nuevo.

Mientras contestaba, un seco golpe en la puerta anunció la entrada de Dorothea Harrison, la secretaria del superintendente de Lynley. Iba vestida para marcharse, a la moda galesa, con un traje sastre verde, blusa blanca, un collar de tres vueltas de perlas cultivadas y un sombrero de forma peculiar, del que brotaban plumas verdes y blancas. Su corte de pelo se amoldaba al estilo más reciente de la princesa.

– Pensé que todavía te cogería -dijo, rebuscando en un montón de expedientes que acunaba en un brazo-. Este regalo te lo han enviado esta tarde, inspector detective Lynley, de parte -su negativa a utilizar gafas la obligó a bizquear para descifrar el texto garrapateado en la carpeta-. Del inspector detective Canerone. Policía de Slough. Resultados preliminares de la autopsia de… -Volvió a bizquear. Lynley se levantó.

– Matthew Whateley -terminó, extendiendo el brazo para coger el expediente.

– ¿También está Deb en casa? -preguntó Lynley, mientras seguía a Cotter por la estrecha escalera de la casa de St. James. Eran casi las ocho de la tarde, una hora insólita para que St. James continuara trabajando en su laboratorio. En el pasado había tenido la costumbre de sumergirse en tareas forenses hasta bien entrada la noche, pero Lynley sabía que la había desterrado desde hacía tres años, coincidiendo con su noviazgo y matrimonio con Deborah.

Cotter negó con la cabeza… Se detuvo en la escalera y aunque su rostro era impenetrable, no pudo impedir que la preocupación asomara a sus ojos.

– Ha estado fuera casi todo el día. Una exposición de Cecil Beaton en el Victoria y Albert. También ha ido de compras.

Era una pobre excusa. Hacía rato que el museo Victoria y Albert estaba cerrado, y Lynley conocía lo bastante bien a Deborah para saber lo poco aficionada que era a curiosear por los grandes almacenes.

– ¿De compras? -preguntó con escepticismo.

– Ummm. -Cotter continuó subiendo.

Encontraron a St. James inclinado sobre un microscopio de comparación, realizando minuciosos ajustes en el foco. Había fijado una cámara al aparato, dispuesta para reproducir cualquiera de los objetos que estaba examinando. Cerca de la ventana, cerrada contra el dibujo ondulado de la persistente lluvia, su ordenador escupía rítmicamente hojas de papel, impresas con gráficas y columnas de números.

– Lord Asherton ha venido a verle, señor St. James -dijo Cotter-. ¿Desean café, coñac?

St. James levantó la mano. Lynley observó con un estremecimiento que su hermoso rostro estaba crispado, como marcado por la pena y consumido por la fatiga.

– Yo no quiero nada, Cotter. ¿Y tú, Tommy?

Lynley declinó la invitación y no dijo nada más hasta que Cotter les dejó solos. Incluso en aquel momento, encontrar un cimiento seguro sobre el que construir una conversación con su amigo se revelaba una tarea delicada. Había demasiada historia entre ambos, demasiados temas de discusión prohibidos.

Lynley sacó un taburete de debajo de la mesa y deslizó una carpeta de papel manila cerca del microscopio Zeiss. St. James la abrió, y echó un vistazo a los documentos que contenía.

– ¿Son los resultados preliminares? -preguntó.

– En efecto. El examen toxicológico es negativo, St. James, y no hay señales de traumatismos en el cuerpo.

– ¿Y las quemaduras?

– Hechas por cigarrillos, tal como pensamos, pero insuficientes para matarle.

– Dice que han encontrado fibras en el cabello -señaló St. James-. ¿Qué tipo de fibras? ¿Naturales, sintéticas? ¿Has hablado con Canerone?

– Hablé con él en cuanto acabé de leer el informe. Sólo me dijo que el equipo forense afirmaba que se trataba de una mezcla de fibras: naturales y sintéticas. Las naturales son de lana. Aún esperan el resultado de las pruebas efectuadas a las otras.

St. James contempló el suelo con aire pensativo.

– Tu descripción me hace pensar en el tratamiento a que es sometido el cáñamo para convertirlo en cuerda, pero cuando hablan de sustancias naturales y sintéticas no se refieren a eso, sobre todo si saben que una de ellas es lana.

– Es lo que pensé en el primer momento, pero el chico estaba atado con ligaduras de algodón, no con cuerda. Cordones gruesos de zapato, probablemente, según el equipo forense de Canerone. Y a Matthew le amordazaron, St. James. Había fibras de lana en su boca.

– Un calcetín.

– Tal vez. Estaba asegurado con un pañuelo de algodón. Había rastros de algodón en su cara.

St. James hizo referencia a la primera información.

– ¿Qué han deducido de esas fibras en su cabello?

– Cierto número de hipótesis. Algo sobre lo que fue tendido. Tela de la alfombra que cubre el suelo de un coche, una chaqueta vieja en el maletero, una manta, papel alquitranado. Han vuelto a la iglesia de St. Giles para tomar muestras del interior, por si el cuerpo estuvo oculto en ella antes de tirarlo al cementerio.

– Me parece un trabajo inútil.

Lynley jugueteó con un estuche de diapositivas.

– Es una posibilidad, aunque yo apuesto en contra. Lo mejor para la investigación sería que las fibras encontradas en su pelo fueran del lugar en el que le retuvieron prisionero. Y le retuvieron prisionero, St. James. El patólogo fija la hora de la muerte entre las doce y las cuatro de la madrugada del sábado. Eso da una margen de doce horas entre el momento de la desaparición de Matthew, después de comer, hasta su muerte. Tuvieron que esconderlo en algún lugar del colegio. Tal vez las fibras nos lo revelarán. Además -Lynley dio vuelta a una página del informe e indicó un párrafo de los hallazgos no conclusivos-. Han descubierto algunos sedimentos en sus nalgas, omóplatos, brazo derecho y debajo de dos uñas. Los someterán al cromatógrafo de gases para estar seguros, pero el examen microscópico da a entender que son iguales.

– ¿Procedentes del lugar donde le retuvieron?

– Parece la conclusión razonable, ¿no?

– Una esperanza razonable. Hablas como si, en este punto, hubieras tomado la dirección correcta, Tommy.

– Creo que sí.

St. James le escuchó sin interrumpirle, con la misma expresión sombría de antes. Cuando Lynley terminó su explicación, desvió la vista. Su atención pareció concentrarse en una estantería situada al otro lado del laboratorio, que sostenía una miscelánea de tarros etiquetados que contenían sustancias químicas, diversas cubetas, probetas y pipetas.

– Palizas -dijo-. Creí que los colegios las habían eliminado.

– Lo intentan. Se castigan con la expulsión. John Corntel está en Bredgar Chambers. ¿Te acuerdas de él?

– Eton. Becado del rey en estudios clásicos. Siempre perseguido por docenas de admiradores. Es difícil de olvidar. -St. James cogió el informe de nuevo y frunció el ceño-. ¿Cómo encaja Corntel en todo esto? ¿Vas tras el Tommy?