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– Si la cinta nos da una pista sobre el motivo por el que Matthew Whateley fue asesinado, no. No sé en qué puede comprometer a Corntel.

St. James, como si hubiera captado un asomo de duda en la respuesta de Lynley, adoptó el papel de abogado del diablo.

– ¿Es realista pensar que la cinta fue el móvil del asesinato?

– Si entregar la cinta al rector suponía la expulsión del colegio, si esa expulsión ponía en entredicho la futura educación de un chico mayor, si destruía la posibilidad de ser aceptado en una universidad, imagino que un muchacho desesperado por triunfar podría decantarse por el asesinato.

– Lo entiendo muy bien -admitió St. James-. Intentas decirme que Matthew estaba chantajeando a uno de los chicos mayores, ¿verdad? Y si la cinta fue grabada en un dormitorio, se desprende que el torturador era uno de los mayores, de sexto inferior o superior, diría yo. ¿Has pensado en la posibilidad de que la cinta haya sido grabada en otro sitio? Tal vez en un sitio al que este muchacho, el Harry que mencionaste, sabía que le llevarían, donde ya le habían llevado con anterioridad.

– Se oían otras voces en la cinta, voces jóvenes, como la de Harry. Eso sugiere un dormitorio, ¿no?

– Quizá, pero también podrían ser voces de otros chicos que estaban presentes por la misma razón que Harry: víctimas. No parecían participar en el tormento, ¿verdad? -Lynley lo admitió, y St. James prosiguió-. ¿No sugiere eso que el asesino de Matthew haya podido ser un hombre, en lugar de un chico mayor?

– Es difícil de creer.

– Porque tú crees que es poco creíble -dijo St. James-. Porque sobrepasa los límites de la decencia y la moralidad. Como cualquier delito, Tommy, no hace falta que te lo recuerde. ¿Estás obviando a Corntel? ¿Qué papel juega?

– Es el director de la residencia donde vivía Matthew.

– ¿Dónde estaba cuando Matthew desapareció?

– En compañía de una mujer.

– ¿Entre las doce y las cuatro de la madrugada?

– No, entonces no.

Lynley intentó olvidar la forma en que John Corntel había descrito a Matthew Whateley el domingo por la tarde. Intentó no extraer conclusiones de la forma en que su antiguo compañero de colegio había detallado la belleza física del muchacho. Sobre todo, intentó olvidar el maldito dato de la inexperiencia sexual de Corntel y todo lo que la sociedad impulsaba a creer sobre lo peculiar de la virginidad en un hombre de su edad.

– ¿Son los vínculos de Eton los que te llevan a creer en su inocencia, Tommy?

«Los vínculos de Eton.» No existían los vínculos de Eton. No podían existir en una investigación policiaca. Eran inconcebibles.

– Simplemente me parece razonable seguir la pista de la cinta en este momento, a ver adónde nos conduce.

– ¿Y si no conduce a ninguna parte?

Lynley lanzó una cansada carcajada.

– No será el primer callejón sin salida del caso.

– No va a ser Argentina al final, Barbie -dijo la señora Havers. Sostenía en una mano unas tijeras infantiles, de punta redondeada y un filo que sólo servía para atravesar la mantequilla. En la otra exhibía un folleto manchado de grasa y medio roto de una agencia de viajes, que agitaba como un banderín mientras continuaba hablan-. Es por esa canción, cariño, la que habla de llantos y de Argentina. Ya sabes cuál digo. Se me ocurrió pensar que nos despediríamos si pasábamos demasiado tiempo allí, siempre llorando y todo eso. Así que pensé… ¿Qué opinas de Perú?

Barbara dejó el paraguas goteante en el viejo y desintegrado paragüero de rotén que había junto a la entrada y se quitó el abrigo. La casa estaba muy caliente. El aire olía a lana húmeda, dejada demasiado cerca del fuego. Echó un vistazo a la puerta de la sala de estar, preguntándose si el acre olor provenía de ella.

– ¿Cómo está papá? -preguntó.

– ¿Papá? -Los ojos acuosos de la señora Havers intentaron forzar la vista a través de sus gafas. Una gran huella dactilar oscurecía el cristal derecho. Había conseguido vestirse sola por segundo día consecutivo, pero había elegido unos pantalones de punto abolsados, y su blusa se sostenía gracias a tres imperdibles-. Pensé que Perú… Hay aquellos animales tan dulces, los de grandes ojos pardos y pelo suave. ¿Cómo se llaman? Me viene a la cabeza camellos, pero sé que no es eso. Mira, aquí hay una fotografía. Hasta lleva puesto un sombrero. ¿A que es un amor? ¿Cómo se llaman, cariño? No me acuerdo.

Barbara cogió la fotografía.

– Es una llama -dijo. Se la devolvió y esquivó el brazo extendido de su madre, deseosa de continuar charlando-. ¿Cómo está papá? ¿Se encuentra bien?

– Por otra parte, está el problema de la comida. Ése sí me preocupa.

– ¿Comida? ¿De qué estás hablando? ¿Dónde está papá?

Avanzó por el pasillo. Su madre le pisó los talones y aferró la parte posterior del suéter de Barbara.

– La comida es muy picante, cariño. No nos sentaría bien a ninguno de nosotros. ¿No te acuerdas de la paella que comimos hace años, el día de tu cumpleaños? Estaba demasiado picante. Todos nos pusimos malos ¿verdad?

Barbara aminoró el paso. Se volvió hacia su madre. En los estrechos confines del desordenado pasillo, vio sus sombras distorsionadas sobre la pared; la suya, ancha y deforme, la de su madre, angulosa y desgreñada. La televisión de la sala de estar emitía una vieja película de Fred Astaire y Ginger Rogers a un volumen que crispaba los nervios. Fred y Ginger bailaban sobre patines alrededor de un mirador. El olor a lana quemada se hizo aún más pronunciado.

– ¿Paella? -Barbara se reprendió interiormente por repetir inútilmente todo cuanto decía su madre. Era como si entrar en su casa por la noche le provocara un colapso mental. Se obligó a hablar con lógica-. ¿Qué te ha hecho pensar en la paella, mamá? Eso fue hace quince años, como mínimo.

Su madre sonrió, alentada, pero sus labios temblaron de incertidumbre, y Barbara se preguntó si la anciana había leído la impaciencia en su cara. Este pensamiento dio pie al habitual sentimiento de culpa. Todo el día sola en casa, con la única compañía de un marido achacoso. ¿Tan extraño resultaba que la pobre mujer se aferrara a unos minutos de conversación, por estúpida que fuera, como medio de vincularse con la humanidad?

– ¿Todo esto tiene relación con el viaje que proyectas? -preguntó Barbara, ajustando los hombros de la chaqueta de lana de su madre.

La sonrisa cobró mayor confianza.

– Sí, desde luego. Tú sabías a lo que me refería, ¿te das cuenta? Tú siempre lo haces, cariño. Tú y yo somos almas gemelas, en cierto sentido.

Barbara abrigaba serias dudas al respecto.

– Y estás preocupada por la comida de Sudamérica.

– ¡Sí! Exacto. Me preguntaba si deberíamos ir a Argentina o a Perú. Las llamas son muy cariñosas y tenía muchas ganas de verlas, pero no sé cómo nos las arreglaremos con aquella comida. Nuestros pobres estómagos padecerán día y noche. He intentado decidirme durante todo el día… No quería disgustarte cariño. Trabajas mucho. Sé qué esperas con mucha ilusión nuestras vacaciones. Quería que esta vez fuera algo especial, pero no sé cómo nos las arreglaremos con la comida.

Barbara sabía -que no tenía escapatoria hasta que encontraran una solución al problema. Cuando su madre se obsesionaba con algo, nada podía apartarlo de su mente hasta que ella lo decidía.

– Son las llamas, sobre todo -murmuró la señora Havers-. Tenía tantas ganas de ver las llamas.

Ésta es la mía, pensó Barbara.

– Pero si no hay que ir a Sudamérica para verlas. Podemos ir al zoo.

Su madre frunció el ceño.