– Oh, el zoo. Cariño, no creo que un zoo…
– Hay un zoo estupendo en California, mamá. En San Diego. Creo que hay un parque donde los animales corren en libertad. ¿Por qué no nos planteamos la idea de California?
– Pero no es muy diferente, ¿verdad? No es como Turquía, o Grecia, o China. ¿Te acuerdas de China, cariño? ¿La Ciudad Prohibida y todas aquellas puertas tan curiosas?
– Creo que me gustaría ir a California, mamá -dijo Barbara con más aplomo-. El sol. Tal vez la playa. Veríamos a las llamas en ese parque. ¿Por qué no te lo piensas? La comida de California nos gustaría.
California. La señora Havers paladeó la palabra. Barbara le palmeó el hombro y entró en la sala de estar. Descubrió enseguida el origen del penetrante olor que impregnaba la atmósfera caliente y cargada de la casa. Había una manta verde y azul tirada de cualquier manera sobre la estufa eléctrica conectada a toda potencia frente a la vieja chimenea empotrada en la pared. De ella se elevaban volutas de humo. Faltaban pocos segundos para que ardiera.
– ¡Mierda! -gritó Barbara, precipitándose para apartar la manta. La tiró al suelo y pisoteó los cuatro puntos chamuscados de los que brotaba el humo más espeso-. En el nombre de Dios… ¡Maldita sea! ¡Papá! Ni siquiera te has dado cuenta…
Mientras hablaba, se giró en redondo hacia la butaca de su padre, irritada por el temor a lo que hubiera pasado de haber llegado a casa tarde, y por el nerviosismo de pensar en futuros desastres. Sus palabras y su ira se desvanecieron cuando comprendió la inutilidad de dar una conferencia sobre precauciones elementales de seguridad. Su padre estaba dormido.
Tenía la mandíbula caída, la cabeza inclinada hacia adelante, la barbilla sin afeitar apoyada en el pecho. Los tubos de oxígeno seguían fijos en sus fosas nasales, pero el sonido de su respiración parecía extrañamente mecánico, como si una manivela colocada en su espalda hiciera funcionar los pulmones.
Fred y Ginger se pusieron a cantar en el televisor. Barbara masculló una blasfemia y apagó el aparato. La respiración de su padre producía ruidos acuosos y metálicos alternativamente.
Los periódicos del lunes y del martes se habían reunido en el suelo con el dominical, entremezclados con dos tazas de té intacto, un plato con cebollas en escabeche y pan, y un pequeño cuenco con pomelos masticados. Barbara se agachó para apilar los diarios. Colocó los platos sobre el montón.
– ¿Papá se encuentra bien, cariño?
La señora Havers se había acercado a la puerta. Sostenía un folleto de viajes abierto sobre el estómago. El viaje a Perú se hallaba en proceso de ser descartado. Había grandes agujeros en las páginas del folleto, indicando las fotografías de Machu Picchu que no se habían rendido con facilidad a la idea de ser desechadas.
– Dormido -contestó Barbara-. Mamá, tienes que vigilarle más. ¿Es que no te acuerdas? Casi prendió fuego a la manta. Estaba echando humo. ¿Es que no lo oliste?
La confusión se transparentó en el rostro de su madre.
– Papá no fuma, cariño, ya lo sabes. No puede vivir sin oxígeno. El médico dijo…
– No, mamá. La manta estaba sobre la estufa, demasiado cerca de las barras. ¿Lo ves? -Señaló los puntos chamuscados que ennegrecían la lana.
– Pero si está en el suelo. No entiendo cómo…
– Mamá, yo la he puesto en el suelo. Estaba ardiendo. Echaba humo. Se podía haber quemado toda la casa.
– Oh, no pienso…
– ¡Exacto! ¡No piensas! -Las palabras surgieron antes de que pudiera impedirlo. El rostro de su madre se encogió. El corazón de Barbara se retorció de remordimiento. «No es culpa suya. ¡No es culpa suya!» Barbara buscó otras palabras-. Lo siento, mamá. Es que este caso en el que estoy trabajando… Estoy preocupada. No sé. ¿Por qué no preparas el té?
El rostro de la señora Havers se iluminó.
– ¿Has cenado? Esta noche me he acordado de la cena. He preparado un asado de cerdo para todos. A las cinco y media, como siempre. Creo que ya estará a punto.
Considerando la hora -las ocho y media-. Estaría carbonizado o crudo. Poner una pieza de carne en el horno no garantizaba que el horno se encendería. No obstante, Barbara forzó una sonrisa.
– Muy bien. Me encanta.
– Puedo cuidar de papá, ya lo ves.
– Sí, puedes. ¿Quieres ocuparte de la tetera? Y echa un vistazo al asado también.
Esperó a oír los movimientos de su madre en la cocina antes de inclinarse sobre su padre y tocarle el hombro. Le agitó con suavidad, diciendo su nombre.
Los ojos del anciano se abrieron. Levantó la cabeza y cerró la boca con una mueca que parecía de dolor.
– Barbie.
Alzó una mano para saludarla, pero sólo se elevó unos centímetros del brazo de la butaca antes de volver a caer. Su cabeza empezó a descender.
– Papá, ¿has comido?
– Tomé una taza de té, Barbie. Una buena taza de té a eso de las cuatro. Mamá me la preparó. Tu mamá me cuida mucho, ¿verdad?
– Voy a prepararte algo ahora mismo. ¿Te apetece un bocadillo, o prefieres sopa?
– Da igual. No tengo mucha hambre, Barbie. Me siento un poco molido.
– Oh, Dios mío, tu cita con el médico. Le llamaré mañana en cuanto me levante. Iremos mañana por la tarde. ¿Te va bien? -La sonrisa de Barbara no fue auténtica, sino un reflejo de la culpa-. ¿Tus compromisos te lo permiten papá?
Él le devolvió la sonrisa, medio dormido.
– Yo mismo le he llamado esta tarde, Barbie. Fijamos la cita para el viernes, a las tres y media. ¿Te va bien?
La información proporcionó cierto alivio a Barbara. Mañana le habría sido más difícil, a pesar de su promesa. El viernes, por otra parte, parecía muy lejano. Entre ahora y entonces, tal vez habrían llegado al fondo del asesinato de Matthew Whateley. Eso le concedería tiempo libre. Entre ahora y entonces, tal vez se le habría ocurrido la forma de hacer algo por su madre. Eso le concedería tranquilidad de espíritu.
– ¿Cariño?
Barbara levantó la vista. La señora Havers estaba en el umbral de la puerta. Sostenía en sus manos una fuente de horno. A Barbara le dio el corazón un vuelco. La pieza de cerdo seguía envuelta en el papel de la carnicería. Por otra parte, tampoco el horno se había encendido.
Tal vez a modo de penitencia (no sabía a ciencia cierta por qué había tomado la decisión, y de momento no quería pensar en los motivos de su comportamiento), Deborah St. James recorrió la distancia entre la estación de Sloane Square a Chelsea, caminando por King's Road. La lluvia la azotaba, el viento luchaba por arrebatarle el paraguas de la mano. Sintió que sus músculos se contraían para protegerla del frío, y averiguó por el ruido de los chapoteos que sus zapatos estaban mojados y sus pies empapados, aunque no percibía ninguna sensación por debajo de las rodillas.
Autobuses y taxis pasaban como flechas a su lado, salpicándola de agua. Podría haber parado alguno, pero eso habría significado refugio y comodidad. No lo deseaba, ni tampoco le interesaba ponerse a cubierto, ni la estupidez inherente a dar un paseo tan largo en la oscuridad, donde no sólo estaba expuesta a ser abordada por algún hombre, sino que también se encontraba expuesta al peligro potencial de los vehículos que corrían por las calles resbaladizas.
Tardó casi una hora en concluir un paseo de veinticinco minutos, y cuando llegó a la última esquina que daba a Cheyne Row, su cuerpo se estremecía de frío. Sus manos temblaban con tal violencia que pasó un minuto antes de que pudiera insertar la llave en la cerradura de su casa. Entró tambaleándose, justo cuando el reloj de caja del vestíbulo daba la hora. Eran las nueve.
Dejó el abrigo y el paraguas al lado de la puerta y entró en el estudio; su cuerpo entumecido todavía no reaccionaba al calor de la casa. El fuego de la habitación estaba apagado, y aunque su intención era encenderlo cuanto antes, se descubrió acuclillada en la otomana de Simon, los brazos cruzados sobre el pecho, contemplando la pila de troncos de la chimenea y su promesa de calor.