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A salvo de la tormenta por fin, Deborah tuvo la honradez de examinar su comportamiento y reconocer lo que significaba: castigo por los crímenes cometidos contra su marido, mezclado con un abandono a los placeres de una auto conmiseración que detestaba tanto como agradecía. La agonía del espíritu exigía la correspondiente agonía del cuerpo. Se plegaba a ello de buen grado. Quitarse la ropa mojada, o incluso desprenderse de sus zapatos empapados, sería acabar con la incomodidad. No lo deseaba.

No había visto a su marido desde la mañana. Su conversación había sido breve, tan lejana y formal como la despedida del día anterior. Simon no había intentado cambiar la hora de sus citas. No se había ofrecido a quedarse en casa por si ella le necesitaba. Era como si hubiera comprendido por fin el deseo de Deborah de alzar una barrera entre ellos y lo hubiera aceptado. No luchaba contra su decisión de aislarse, pero ella sabía que Simon se sentía afectado por actos que, obviamente, no comprendía.

En el estudio, hundida en la otomana con el cabello colgando como serpentinas húmedas sobre los hombros y la espalda, Deborah pasó revista al problema del engaño, reflexionando sobre el punto crucial de que algunas formas de traición no merecen perdón. Separada de Simon durante aquellos años, separada de él por nueve mil kilómetros de distancia, aunque sin dejar de amarle ni un solo momento, había buscado el olvido, para sustituir el dolor de su alejamiento por algo parecido a la paz. Ser amada por alguien, ser abrazada, acariciada, ser objeto de la pasión y foco del deseo. Todo había sido una treta para enmascarar la realidad, para fingir que interpretaba el papel de amante apasionada y convencer a sus emociones de que actuaran al unísono. Había funcionado por un tiempo; podría haber funcionado para siempre, de no haber aparecido Simon en su vida de nuevo.

Tendría que haberle esperado. Tendría que haberse refrenado. Tendría que haber comprendido las dudas que le habían mantenido alejado de ella durante años. Pero no lo había hecho. Le había traicionado, cometido infidelidad contra un amor que les había atraído mutuamente durante la mayor parte de su vida, un amor que les había permitido trascender meros puntos en común y tocar sus espíritus con una intensidad sin parangón y un júbilo inequívoco. Si un amor de tales características era traicionado por la crueldad, la impetuosidad o la incapacidad de enfrentarse a la verdad, ¿cómo era posible sobrevivir? ¿De dónde se extraían fuerzas para seguir adelante?

Se rodeó el cuerpo con los brazos. Apretó la cabeza contra las rodillas y se meció en busca de consuelo, pero sólo encontró aflicción.

– Havers y yo volveremos al colegio por la mañana para que el rector escuche la cinta.

– Has decidido descartar el elemento racial, ¿eh?

– Todavía no. No puedo hacerlo. Sin embargo, la cinta nos proporciona un móvil más fuerte que el racismo. Si identificamos la voz, sea de un estudiante o de un profesor, creo que habremos dado un paso más hacia la verdad.

Deborah oyó los pasos de los dos hombres en la escalera. Dentro de un momento pasarían junto a la puerta del estudio. Se quedó helada al descubrir que entraban en el estudio juntos y se paraban en la puerta.

– ¡Deb! -Lynley pronunció su nombre con evidente preocupación.

Ella levantó la vista y se retiró el pelo de la cara consciente del aspecto que presentaba. Forzó una sonrisa.

– Me pilló la lluvia -dijo-. Me he quedado sentada, intentando reunir energías para encender el fuego.

Vio que su marido se acercaba al bar y llenaba una copa de coñac. Lynley se reunió con ella ante la chimenea, cogió la caja de cerillas que había sobre la repisa y encendió la leña distribuida bajo los troncos.

– Al menos quítate los zapatos, Deb -dijo-. Están empapados. Y tu pelo…

– Se encuentra bien, Tommy. -El breve comentario de St. James no demostraba nada, aunque la interrupción en sí, tan impropia de él, hablaba de problemas que los tres preferían ignorar. Ofreció a Deborah el coñac-. Bébete esto, mi amor. Tu padre no te ha visto, ¿verdad?

– Acabo de llegar.

– En ese caso, tal vez deberías cambiarte de ropa antes de que te vea. Dios sabe lo que hará, o pensará, si te ve de esta manera.

El tono de St. James era gentil, sin revelar otra cosa que solicitud. Aún así, Deborah observó que Lynley les miraba a ambos. Observó que su cuerpo se tensaba y adivinó que iba a hablar. Se apresuró a impedirlo.

– Tienes razón. Me llevaré el coñac. Buenas noches, Tommy -dijo, sin esperar la respuesta de su marido. Se levantó y rozó la mejilla de Lynley con los labios. Sintió que su mano se cerraba por un instante alrededor de su brazo. Vio que tenía los ojos fijos en ella, que reflejaban su enorme preocupación, pero los evitó y trató de salir con dignidad de la habitación. Sus zapatos produjeron ruidos de chapoteo al pisar la alfombra. Hasta la dignidad le era negada.

St. James bajó por la escalera hasta la cocina. No había cenado, pese a las sonoras protestas de Cotter, y sentía un vacío en su interior que, pese a no tener ninguna relación con la comida, tal vez pudiera aplacar improvisando algún plato.

Aparte del perro y el gato, que le miraron con aire esperanzado desde la cesta y la encimera, respectivamente, ni la señora Winston, su cocinera, ni Cotter se encontraban en la cocina en este momento. St. James abrió la nevera y al instante se reunió con él la pequeña y peluda perra salchicha, que había abandonado la cesta por la promesa de un refrigerio. La perra se sentó a sus pies y trató de componer el aspecto más conmovedor y desnutrido posible.

– Tú ya has cenado, Peach -informó St. James a la perra-. Hasta tres veces, probablemente, porque te conozco bien.

Peach meneó la cola, alentada por el hecho de que el amo se había fijado en su presencia. Alaska bostezó aburrido en la encimera. St. James cogió queso y una tajadera y se acercó a la ventana. Peach le siguió, vigilando los mendrugos que podían caer al suelo.

Una vez desenvuelto el queso y afilado el cuchillo, St. James los contempló sin el menor interés. Miró lo poco que se veía del jardín, a menos de un metro de su cabeza.

No era muy grande, pero Deborah le había comunicado su personalidad. Crecían abundantes flores en la base de los muros de ladrillo; su color y perfume cambiaba con las estaciones. Un sendero de losas, rebosante de alisos que Deborah se negaba obstinadamente a arrancar, conducía al portal posterior desde la casa. Un fresno que se alzaba en una esquina albergaba cuatro nidos distintos y un comedero grande, en el que los gorriones solían pelearse con la habitual codicia de los pájaros. En un rectángulo de césped se habían dispuesto dos sillas, una tumbona y una mesa circular baja todas de metal. Una compra absurda, había dicho a su mujer, pero Deborah amaba el intrincado trabajo de las piezas y había dicho que se ocuparía ella del mantenimiento, eliminando el inevitable óxido que aparecía cuando se dejaban muebles de metal expuestos a las condiciones climáticas de Londres. Y había cumplido su palabra, lijando y pintando cada primavera, con frecuencia regular. Ella siempre había sido fiel a su palabra.

St. James sintió el cuchillo bajo su mano. Sus dedos se cerraron en torno al mango. La madera arañó su palma.

¿Cómo era posible que hubiera otorgado a una mujer tal dominio sobre su vida?, pensó. ¿Cómo se había permitido revelarle sus peores flaquezas? Y ella las conocía, debilidades definidas por las fuerzas que le impulsaban a ser el mejor en su especialidad, a ser admirado, solicitado, a ser el primer testigo experto que era llamado para explicar el significado oculto en el dibujo de una mancha de sangre, o las implicaciones de la trayectoria de una bala, o la interpretación de las estrías metálicas observadas en una cerradura o una llave. Algunos habían llamado a esta necesidad de ser el número uno en su campo el ciego impulso del yo, pero Deborah sabía la verdad. Sabía qué hueco llenaba con su trabajo. Él se lo había dicho.