Ella había sido testigo de su indefensión, una compañera en el dolor que, de vez en cuando, aún afligía su cuerpo. Ella había visto a su padre aplicar electrodos en la pierna de Simon para evitar que los músculos muertos se atrofiaran. Había aprendido a utilizar los electrodos. Él le había dado permiso para hacerlo. Incluso lo había querido, para acercarla más a él, para compartir con ella lo que era, para dejar que le conociera por completo. Era la maldición del amor, el miserable ejercicio de la vida. Durante los últimos dieciocho meses de su matrimonio, Simon se había zambullido en esta disciplina como un adolescente inexperto, sin reprimir nada, sin dejar ni una parcela libre de su ser donde poder refugiarse en busca de seguridad. Porque nunca había pensado que la necesitaría. Ahora, lo pagaba.
La estaba perdiendo. Ella se había replegado en sí misma durante un tiempo cada vez que un embarazo fracasaba. Él lo había comprendido. Aunque Simon deseaba un hijo tanto como ella, sabía que su necesidad no era comparable a la de Deborah. Por eso le concedía la soledad que ella parecía requerir como acto de dolor. Simon no se había dado cuenta al principio de que su mujer se iba replegando más y más a cada embarazo fallido. No había contado las semanas que le costaba recuperarse, más numerosas en cada ocasión; sus esperanzas necesitaban más tiempo para reavivarse. Ahora, este cuarto fracaso, este cuarto aborto de un hijo anhelado, había provocado la recaída más grave.
Jamás había pensado que su matrimonio se derrumbaría bajo el peso de unos hijos que ni siquiera existían. Era inconcebible, incluso en este momento. Si ella hubiera sido otra mujer, si no la hubiera conocido tan bien, tal vez habría estado preparado para el cambio que había apartado a Deborah de él. De todas las personas que había conocido en su vida, ella era la única constante.
Miró el cuchillo y el trozo de queso. Comer era imposible. Los apartó.
St. James salió de la cocina y volvió a la parte principal de la casa. Subió la escalera. Su dormitorio estaba desierto, al igual que las demás habitaciones de la primera planta, de modo que continuó subiendo hasta encontrar a su mujer en su antigua habitación, contigua al laboratorio de la última planta.
Se había cambiado sus ropas mojadas por una bata y se había envuelto el cabello con una toalla, como un turbante. Estaba sentada en la cama metálica de su niñez, mirando unas viejas ampliaciones fotográficas que había sacado de la pequeña cómoda.
La contempló unos segundos sin hablar, grabando en su corazón la imagen amada iluminada por la lámpara. Sentada inmóvil, sostenía una sola foto en la mano.
Simon experimentó una intensa oleada de deseo, el anhelo de abrazarla, de sentir su boca contra la de él, de aspirar la fragancia de su cabello, de tocar sus pechos, de oír sus suspiros. Sin embargo, jamás había sido tan consciente del temor a aproximarse y provocar su rechazo.
De todos modos, entró en la habitación. Deborah, absorta en la fotografía, no levantó la vista. St. James no podía apartar la vista de la suave curva de su mejilla, de la tierna sombra que proyectaban sus pestañas sobre la piel, de su pecho que subía y bajaba al compás de la respiración. No fue hasta que se detuvo junto a la cama, hasta que alargó la mano para acariciarla, cuando reparó en la foto que tanto interesaba a Deborah.
Era Thomas Lynley. Cabello rubio iluminado por el sol, tenues hilos de agua sobre su cuerpo brillante, mientras salía corriendo del mar. Estaba riendo, con una mano extendida hacia la cámara, capturado en un momento de belleza eterna y gracia espontánea.
St. James se apartó de la visión. El deseo murió. La desesperación se apoderó de él. Antes de que su mujer pudiera hablar, abandonó la habitación.
Capítulo 17
Lynley observó las sucesivas expresiones que cruzaban el rostro de Alan Lockwood mientras escuchaba la cinta por segunda vez. Cada una daba testimonio de una emoción experimentada y reprimida a continuación: repulsión, cólera, compasión y repugnancia.
Se habían reunido en el despacho del rector. La sargento Havers estaba apoyada en el mirador, Lynley sentado a la mesa de conferencias, con la grabadora frente a él, y Lockwood de pie detrás de una silla, aferrado al respaldo tallado. Desde que habían puesto la cinta por primera vez, sólo había dicho «Otra vez, por favor». No había apartado la vista del ramo de flores que su esposa había traído al despacho el día anterior. Algunos de los ejemplares menos robustos habían empezado a marchitarse. Uno de los lirios parecía estar en malas condiciones. Las voces de la cinta surgían y se desvanecían. Las súplicas continuaban. Los tormentos proseguían. Lynley interrumpió la grabación.
Habían llegado al colegio poco antes de que terminara el servicio matutino en la capilla. El coro estaba finalizando un himno (las últimas notas del órgano reverberaban a lo largo de la capilla como una ola encrespada), y un profesor ataviado con la toga negra subía hacia el pulpito octogonal para proceder a la lectura final. Cuando se volvió de cara a los congregados, Lynley vio que era John Corntel. Desde donde estaba, Lynley observó que el profesor de literatura bajaba sus ojos hacia la Biblia y empezaba a leer. Sólo vaciló una vez.
– Salmo sesenta y dos -anunció. La luz del pulpito brillaba sobre su piel y su rostro parecía macilento-. «En verdad mi alma esperaba a Dios: de él provenía mi salvación. Sólo Él es mi roca, mi salvación y mi defensa, y nada me apartará de su camino. ¿Cuánto tiempo creéis que se puede agraviar a un hombre? Todos seréis derribados, como un muro que cede, como una cerca que se tambalea. Sólo conspiran para arrebatarle Su excelencia; se complacen en las mentiras; Le exaltan con la boca, pero maldicen en su fuero interno…»
Lynley oyó que Corntel equivocaba las palabras, se corregía y continuaba hasta completar la lectura, pero un verso se repitió en su mente con tanta fuerza como la música del órgano momentos antes: «Se complacen en las mentiras.» El resto del salmo se le escapó.
Sus ojos exploraron la iglesia en todas sus dimensiones, absorbiendo su simetría y belleza. El sol recién lavado por la lluvia que se filtraba por los vitrales sucios teñía de colores el coro. Ardían velas en el altar, y cada llama creaba su propia corona. Los hilos de oro entretejidos en el lienzo del altar reflejaban su luz y centelleaban como la superficie del agua. Los magníficos retablos parecían de ébano y, sobre ellos, el rosetón desplegaba su tracería como una telaraña intrincada. A ambos lados del pasillo, los colegiales estaban arrodillados y rezaban, con la cabeza apoyada en el respaldo del banco delantero, como si realizaran una demostración de devoción y entrega. Los profesores, alineados a lo largo de las paredes, les imitaban. Sólo el coro permanecía de pie y, al finalizar la lectura de Corntel, tras sonar ocho notas introductorias de órgano, inició el himno final. Praise God from Whom All Blessings Flow resonó en toda la capilla. Lynley, influido por la composición, el perfume a velas ardiendo y madera vieja, y la presión de la columna de piedra contra su hombro, recordó un fragmento del Evangelio según San Mateo. Casi oyó las palabras, sobreponiéndose a los cánticos del coro.
«Sois semejantes a unos sepulcros blanqueados, que aparecen hermosos por fuera, y por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia.»
Los alumnos empezaron a salir de la capilla, fila tras fila, los ojos clavados en el frente, los uniformes planchados, el cabello bien peinado, los rostros recién lavados. «Han de saberlo -pensó-. Todos lo saben. Desde hace mucho tiempo.»
Ahora, Lynley se inclinó hacia adelante y pulsó el botón de la grabadora, mientras el tormento del muchacho finalizaba una vez más entre risas guturales y sollozos. Aguardó a que el rector hablara.