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Lockwood se levantó de la silla y caminó hacia la ventana. La había abierto tras entrar en el despacho, un cuarto de hora antes, y ahora la abrió más, para que el frío aire de la mañana azotara su cara. Se humedeció los labios e inhaló el aire como si silbara al revés. Permaneció en aquella postura durante casi un minuto. La sargento Havers, que se hallaba muy cerca de él, miró a Lynley. Este señaló con la cabeza la silla que tenía al lado. Havers se sentó.

– Un alumno -murmuró Lockwood por fin-. Un alumno.

Las palabras del rector contenían una involuntaria e implícita nota de alivio. Lynley lo comprendió. Lockwood había extraído rápidas conclusiones sobre la importancia de la cinta en el conjunto de la situación. Si el responsable del asesinato de Matthew Whateley era un alumno, la carga de la culpa no recaía con tanto peso sobre el colegio. La culpabilidad de un alumno significaba que entre los profesores no había ningún pedófilo de incógnito. No se ocultaba ningún monstruo tras una fachada de pureza pedagógica. La reputación de Bredgar Chambers y, por tanto, del rector, quedaba a salvo.

– ¿Cuál es el castigo que se impone a un chico por atormentar a otros?

Lockwood se volvió para contestar.

– Se le amonesta dos veces. A la tercera es expulsado. Pero en este caso…

La voz de Lockwood se apagó cuando se sentó a la cabecera de la mesa, en lugar de hacerlo al lado de Havers, como hubiera sido lógico.

– ¿En este caso? -le azuzó Lynley.

– No se trata de acosos normales. La cinta lo refleja claramente. Parece que se trate de algo continuado, que ocurre durante las noches. El responsable sería expulsado al instante, sin remisión. No tengo la menor duda.

– Expulsado.

– Sí.

– ¿Qué posibilidades tendría de ser admitido en otro colegio privado?

– Absolutamente ninguna, si de mí dependiera. -A Lockwood pareció gustarle la firmeza de sus palabras, porque las repitió de nuevo-. Absolutamente ninguna. -Dio un énfasis diferente a cada palabra.

– Matthew envió esta cinta a una amiga suya de Hammersmith -informó Lynley al rector-. Es una copia. Le dijo que guardaba la cinta original en el colegio. Eso quiere decir que la escondió o se la dio a alguien de confianza, pensando en que de esta forma impediría las torturas. Por cierto, creemos que Harry Morant es la víctima de estas torturas.

– ¿Morant? ¿El chico con quien Matthew Whateley iba a pasar este fin de semana?

– Sí.

Lockwood frunció el entrecejo.

– Si Matthew hubiera entregado la cinta a un profesor, yo la habría recibido al instante. De ello deduzco que si se la dio a alguien, en lugar de esconderla, tuvo que ser a un alumno. Alguien de confianza, como usted ha dicho.

– Alguien a quien él consideraba de confianza, al menos. Alguien cuyo cargo daba pie a confiar en él.

– ¿Está pensando en Chas Quilter?

– El prefecto superior -subrayó Lynley-. No hay otro alumno en quien se pueda confiar más, ¿no es cierto? ¿Dónde está?

– Solemos celebrar nuestra reunión semanal precisamente ahora. Le he pedido que me espere en la biblioteca.

– Sargento. -Lynley indicó a Havers que fuera en busca del muchacho. La mujer abandonó el despacho del rector.

La biblioteca comprendía la cuarta parte del cuadrilátero sur y estaba contigua al estudio del rector. Havers volvió al cabo de breves instantes, seguida de Chas Quilter. Lynley se levantó para recibir al chico y observó que sus ojos escrutaban intrigados la cinta posada sobre la mesa y al rector, que continuaba presidiéndola. Chas se sentó cuando se lo pidieron, al lado de Lockwood. Era como si, gracias a esa elección, se hubieran delimitado los ejércitos en liza: el rector y su prefecto superior a un lado del conflicto, Lynley y Havers al otro. Fidelidad al colegio, pensó Lynley, preparándose para saber si Chas también guardaba fidelidad al lema del colegio: Honor sit et baculum et ferula. Dentro de pocos minutos obtendría la respuesta. Puso la cinta en marcha.

Las venas del cuello de Chas se hincharon mientras escuchaba la grabación. Su nuez de Adán adquirió mayor prominencia, como rebelándose contra su voluntad. Extendió una mano hacia el tobillo, que descansaba sobre la otra rodilla. Sus gafas reflejaron la luz de la mañana que se filtraba por las ventanas, discos de oro tras los que se ocultaban sus ojos.

– Matthew Whateley la grabó -dijo Lynley cuando terminó la cinta-. Colocó un micrófono oculto en una habitación del colegio. Este es un duplicado de la cinta original. Estamos buscando ese original.

– ¿Sabe algo de esto, Quilter? -Preguntó el rector-. La policía cree que el muchacho escondió el original, o bien se lo dio a alguien para que lo pusiera a buen recaudo.

Chas dirigió su respuesta a Lockwood.

– ¿Por qué haría cualquiera de esas dos cosas?

– Porque consideraba que debía atenerse a las reglas no escritas del colegio -contestó Lynley.

– ¿Qué reglas, señor?

Lynley pensó que la pregunta carecía de ingenio y era irritante.

– Las mismas reglas no escritas por las que Brian Byrne se mostró reacio a decirnos cuántas veces se había ausentado usted del club social de sexto la noche en que Matthew desapareció. Tan reacio como se muestra usted ahora a hablarnos de la cinta.

Un movimiento casi imperceptible traicionó al muchacho: echó el hombro derecho hacia atrás, como empujado por una mano invisible.

– ¿Piensa que yo…?

Lockwood intervino, dirigiendo una mirada ominosa a Lynley. Sus palabras conciliadoras dieron a entender que el comportamiento de los hijos de médicos reputados estaban por encima de toda sospecha, pese a las imperfecciones de su hermano mayor.

– Nadie piensa nada, Quilter. La policía no ha venido para acusarte.

Lynley oyó que Havers mascullaba una blasfemia casi inaudible. Esperó a que Chas respondiera.

– No había escuchado nunca esa cinta -dijo el muchacho-. No conocía a Matthew Whateley. No sé dónde escondió la cinta, o si se la dio a alguien.

– ¿Ha reconocido las voces? -preguntó Lynley.

– No, no sé…

– Pero parece un chico de sexto superior, ¿verdad?

– Es posible. Supongo que sí, pero podría ser de cualquiera, señor. Ojalá pudiera ayudarle. Debería serle de ayuda, lo sé. Lo siento.

Alguien llamó tres veces seguidas a la puerta. Esta se abrió. Elaine Roly se detuvo en el umbral. La secretaria de Lockwood se lanzó tras ella, con la intención de evitar la intrusión, pero el ama de llaves de la residencia Erebus no estaba dispuesta a permitirlo. Lanzó una mirada de cansancio a la secretaria y avanzó sobre la hermosa alfombra Wilton.

– Ella intentó detenerme -dijo el ama de llaves-. Pero yo sabía que a ustedes les interesaría muchísimo esto. -Extrajo algo de la manga de su blusa-. El pequeño Harry Morant me lo ha dado esta mañana, inspector. No quiere decir dónde lo encontró, ni lo que hacía con él, pero es claro como el agua que pertenecía a Matthew Whateley.

Arrojó un calcetín sobre la mesa. Chas Quilter dio un respingo en su silla.

La biblioteca olía a virutas de lápiz y a libros. El primer olor provenía del afilalápices eléctrico que los estudiantes utilizaban más por diversión y entusiasmo que por necesidad. El segundo se desprendía de las apretadas estanterías de volúmenes fijas a las paredes, interrumpidas a intervalos por anchas mesas de estudio. Chas Quilter estaba sentado a una de ellas, desconcertado por sentirse tan atontado mientras su mundo continuaba desmoronándose a su alrededor, como un edificio devorado por un incendio que lo va destruyendo pedazo a pedazo. Recordó una frase latina que se había visto obligado a aprender de memoria cuando cursaba cuarto: Nam tua res agitur, paries cum proximus ordet.