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El horror le destrozó, como si fuera nuevo y reciente, y empezó a llorar. La grabación enmudeció. Sintió que manos fuertes pero suaves le apartaban los dedos de los oídos.

– ¿Quién te hizo eso, Harry? -preguntó el inspector Lynley.

Harry, lloroso, levantó la vista. El rostro del detective era implacable, pero sus ojos oscuros transparentaban bondad y resolución. Invitaban a confiar en él. Exigían la verdad. Pero decir… No podía. No podía decir eso. Nunca. De todos modos, tenía que decir algo. Tenía que hablar. Todo el mundo estaba esperando.

– Le acompañaré -dijo.

Lynley y Havers siguieron a Harry Morant hasta salir por la puerta principal del colegio. Cruzaron el aparcamiento situado frente al ala este del cuadrilátero y se desviaron por el sendero que conducía a la residencia Calchus. Como los alumnos estaban en clase, el terreno estaba desierto.

Harry trotaba frente a ellos sin decir una palabra, frotándose la cara enrojecida con el brazo, como si quisiera borrar las señales del llanto. Lynley había convencido a Lockwood de que se quedara en su estudio, con la esperanza de que el chico siguiera hablando, pero, dejando aparte la única frase quebrada por un sollozo, Harry no había dicho nada más.

Parecía decidido a permanecer mudo cuanto tiempo le fuera posible, distanciándose de la policía a medida que avanzaba por el sendero. Caminaba con los hombros hundidos. Miraba furtivamente a uno y otro lado. Casi se puso a correr cuando faltaban veinte metros para llegar a Calchus, y desapareció en el interior antes de que Lynley y Havers alcanzaran la puerta.

Les esperaba en el vestíbulo de la entrada, una pequeña sombra agazapada en una esquina, junto al teléfono. Lynley reparó en que la distribución de la planta era idéntica a la de Erebus, donde Matthew Whateley había vivido; al igual que Erebus, precisaba de urgentes reparaciones.

Harry aguardó a que cerraran la puerta para dirigirse hacia la escalera. Subió dos tramos a toda prisa, seguido de Lynley y Havers. En ningún momento miró atrás. Daba la impresión de que tenía la esperanza de perderles de vista, y casi lo consiguió en el pasillo de arriba, cuando se internó repentinamente en la esquina suroeste del edificio.

Le encontraron de pie al lado de una puerta. Parecía haber encogido de tamaño, y apretaba la espalda contra la pared, como si temiera que le sorprendieran desprevenido.

– Aquí -dijo.

– ¿Aquí encontraste el calcetín de Matthew? -aclaró Lynley.

– En el suelo -cruzó los brazos sobre el estómago.

Lynley miró al muchacho, con el temor de que intentara huir. Abrió la puerta y echó un vistazo al interior sofocante y maloliente.

– La habitación de secar la ropa -dijo la sargento Havers-. Hay una en cada edificio. ¡Santo Dios, qué hedor!

– ¿La registró, sargento?

– Las registré todas. Son exactamente iguales, y huelen igual de mal.

Lynley desvió la vista hacia Harry, que miraba frente a él sin pestañear. El cabello oscuro le caía sobre la frente, y el aspecto de su rostro era febril.

– Quédese con él -ordenó a Havers, entrando en la habitación. Dejó la puerta abierta.

Había poco que ver, sólo prendas colgadas de las tuberías de agua, el suelo de linóleo, la única bombilla y una trampilla cerrada con candado en el techo. Lynley subió la escalerilla metálica fija a la pared para verificar el estado de la trampilla. Su cabeza rozó las bolas de chicle que se habían pegado para decorarla. Aferró el candado y tiró de él. Se desprendió con suma facilidad de la aldaba que mantenía la trampilla cerrada. Lo sostuvo en la mano y vio lo que la sargento había pasado por alto cuando inspeccionó la habitación desde el suelo. Alguien había aserrado el candado. Alguien había logrado acceder a lo que había sobre la trampilla. Lynley la abrió.

Descubrió un angosto y oscuro pasadizo. Las paredes estaban cubiertas de yeso pintado. Al final del pasadizo se veía una puerta combada entreabierta, de la que surgía un débil rayo de luz, como si el sol se filtrara por una ventana sucia. Lynley ascendió los últimos peldaños de la escalerilla y se izó hasta el pasaje, tosiendo a causa del polvo que levantaba con cada uno de sus movimientos.

No llevaba linterna, pero el efecto combinado de la luz que provenía de la habitación de abajo y la que brotaba de la puerta situada al final del pasadizo bastó para que viese las huellas de pisadas que recorrían el piso en ambas direcciones. Las examinó, pero sólo dedujo que habían sido producidas por zapatillas de deporte, probablemente calzadas por un varón. Se encaminó hacia la puerta, procurando no pisar varias huellas claras.

Estaba bien aceitada y limpia de polvo. Una ínfima presión de sus nudillos bastó para que se abriera sin el menor ruido, revelando una pequeña cámara propia de los edificios construidos en el siglo quince, un espacio inservible embutido bajo el tejado de caballete y, sin duda, desconocido desde hacía mucho tiempo por las autoridades. Sin embargo, alguien sabía de su existencia y lo había utilizado.

Una leve luz se filtraba por los cristales de tres ventanas perpendiculares situadas en la pared oeste. Años de descuido habían permitido que estuvieran cubiertas de suciedad. Las consecuencias de este descuido se extendían más allá de las ventanas, como una telaraña insidiosa. Las paredes se hallaban cubiertas de manchas, algunas de humedad, otras, en apariencia, como resultado del licor arrojado en un momento de borrachera o cólera, y unas cuantas en forma de salpicaduras de un tono pardo rojizo, parecido a sangre. Donde no había manchas, se veían dibujos obscenos garabateados sobre el yeso; figuras masculinas y femeninas enzarzadas en diversas posturas eróticas. Montones de basura se alzaban sobre el suelo polvoriento: colillas de cigarrillos, envoltorios de caramelos y patatas fritas, botellas de cerveza vacías, un vaso de plástico, una jarra del colegio, una vieja manta de color naranja abandonada ante la chimenea. Esta también estaba llena de desperdicios así como de una masa maloliente de cenizas que contribuían a enrarecer la atmósfera, ya fétida con el olor a orina y excrementos. Glóbulos de cera endurecida mantenían erguidas cuatro velas sobre la sencilla repisa. Las velas se habían derretido casi por completo, y la cantidad de cera que rodeaba sus bases daba cuenta de la frecuencia con que se había utilizado subrepticiamente la habitación por las noches.

Lynley tomó nota de todo, comprendiendo que podía contener tal cantidad de pruebas que un equipo forense tardaría semanas en averiguar si Matthew Whateley había estado en la habitación antes de su muerte. Que en el lugar existían pruebas (un cabello del muchacho, una mancha de su sangre, un fragmento de piel o una fibra idéntica a la que se había encontrado en su cadáver) era un hecho que Lynley no se cuestionó ni un instante. Pensar en el lamentable estado de Patsy Whateley le presionaba para resolver cuanto antes el caso. Le resultaba inconcebible esperar a que se produjera un arresto basado en el lento y meticuloso trabajo de un equipo forense. Por este motivo, volvió a la trampilla y llamó desde arriba, pensando en una manera de poner fin a la persistente negativa de Harry Morant a hablar. En respuesta, la sargento Havers subió hacia la trampilla.

– Me gustaría que Harry viera esto, sargento. Ayúdele a subir la escalerilla, por favor.

Ella asintió, fue a buscar al muchacho y éste se reunió con Lynley en el pasadizo. Lynley apoyó su mano en el hombro de Harry, le condujo a la habitación y se quedó de pie junto a él en el umbral, apretándole contra su cuerpo. El chico parecía frágil como una caña bajo su mano.

– Aquí trajeron a Matthew -dijo Lynley-. Alguien le trajo aquí, Harry, quizá diciéndole que necesitaba hablar con él, tal vez indicándole que había llegado el momento de hacer las paces, o incluso transportándole inconsciente, sin necesidad de inventar excusas. En cualquier caso, le trajeron aquí.