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Lynley giró la cabeza del muchacho hacia un rincón de la habitación, donde el polvo del suelo se veía más revuelto.

– Imagino que le ataron en aquella esquina. ¿Ves cuántas colillas de cigarro hay tiradas? Le quemaron con colillas todo el cuerpo. Dentro de la nariz y también en los testículos. Supongo que ya lo sabes. Te harás una idea de lo que debió de padecer, oliendo su carne quemada y sintiendo el dolor.

Todo el cuerpo de Harry temblaba. Boqueó en busca de aire.

– Hueles la orina, ¿verdad? -prosiguió Lynley-. Y las heces. No podían permitir que Matthew fuera al lavabo, de modo que tuvo que hacérselo encima. Tampoco importaba mucho, porque iba desnudo, pero por eso huele tan mal la habitación.

Harry apoyaba la cabeza contra el pecho de Lynley. Gimoteaba.

Lynley tocó la frente del muchacho y la notó muy caliente.

– Estoy haciendo cábalas, pero me atrevería a decir que casi todo es cierto, Harry. Es lo que le ocurrió a Matthew antes de morir. Y sólo tú puedes decirnos quién lo hizo.

Harry meneó la cabeza frenéticamente.

– Él sabía que te estaban maltratando, pero no era como los demás chicos, ¿verdad? No era como los que miran a otro lado, aliviados de no ser la víctima. Era el tipo de chico que no soporta la crueldad. Además, tú eras su amigo. Ingenió un método de ponerle fin. Colocó un micrófono oculto en tu habitación. Grabó una cinta. Imagino que lo hizo hace tres semanas, durante los partidos del viernes por la tarde, aprovechando la hoja de dispensa de la enfermería que había falsificado. Tuvo tiempo de montar el dispositivo y probarlo sin que nadie, salvo tú, por supuesto, lo supiera. Cuando la habitación estuvo preparada, lo único que debías hacer era esperar la siguiente visita nocturna. Porque ocurría por las noches, ¿no es cierto? Esas cosas suelen pasar por las noches.

Un estremecimiento de los hombros del muchacho indicó a Lynley que había empezado a llorar.

– Después de grabar la cinta, los malos tratos cesaron, ¿verdad? No podían continuar. Todo el mundo estaba a cubierto. Si el torturador entraba en acción de nuevo, la cinta saldría a relucir, y le expulsarían del colegio. En cualquier caso, creo que Matthew no buscaba la expulsión del torturador. No deseaba este resultado, por más que el torturador se lo mereciera. Quería dar a ese tipo la oportunidad de enmendarse. Por eso no entregó la cinta al rector, ¿eh? Lo único que no llegó a comprender es que, para el torturador, el acto de agresión lo significa todo. Es una obsesión. Una auténtica necesidad. Nuestro torturador necesitaba la cinta para poder continuar sus fechorías. Necesitaba también la copia. Trajo a Matthew aquí para conseguirla.

Un sollozo escapó de la garganta de Harry. Pataleó el suelo.

– Alguien ha de romper el silencio -dijo Lynley-. Matthew Whateley lo intentó, pero su método no funcionó. En lo referente a la verdad, Harry, no sirven las medias tintas. Espero que comprendas eso, al menos. Ahora, Matthew está muerto, porque hizo las cosas a medias. Quiero el nombre de su asesino.

– No puedo. No. ¡No puedo! -jadeó Harry.

– Sí que puedes. Debes. Dime el nombre.

Harry se revolvió para liberarse de la presa de Lynley. Golpeó su pecho con la cabeza. Levantó los brazos, intentando apartar las manos de Lynley de sus hombros.

– Dime el nombre -repitió Lynley en voz baja-. Mira esta habitación, Harry. Basta de silencios. Dime el nombre.

Harry alzó la cabeza. Lynley supo que estaba mirando la habitación una vez más: la mierda, los desperdicios, los dibujos obscenos de las agrietadas paredes, las manchas rojizas, el suelo cubierto de polvo. Supo que el muchacho podía oler el terror de Matthew. Supo que podía sentir la maldad que había causado su muerte. Notó que Harry se enderezaba bajo sus manos, notó que exhalaba una profunda bocanada de aire.

– ¡Chas Quilter! -exclamó.

Capítulo 18

Encontraron por fin a Chas Quilter en su dormitorio, el lugar donde no debía estar. Tenía una clase de biología aquella mañana, y el primer sitio donde le buscaron fue en el edificio de Ciencias. Al no encontrarle, probaron la capilla, el teatro y la enfermería, antes de dirigirse hacia la residencia Ion. Era el edificio del campus situado más al norte y, al contrario que las otras residencias, perfectamente simétricas, una planta adicional que surgía del extremo este del edificio rompía el equilibrio proporcionado. Un letrero sobre la puerta cerrada de este ala rezaba: sexto superior, sólo miembros. Al verlo, Lynley decidió echar una ojeada al club social de sexto superior.

No había mucho que ver. Se trataba de una sala amplia, con una fila de ventanas desde las que se veía la residencia Calchus. El mobiliario consistía en cuatro sofás, una mesa de billar, otra de ping pong, tres mesas de caballete con iniciales grabadas y una docena de sillas de plástico baratas. Un mueble apoyado contra una pared contenía un televisor y, en la parte inferior, un vídeo. Muy cerca, un equipo estéreo descansaba sobre una estantería. El bar corría a lo largo de otra pared.

– ¿Qué impide a los chicos entrar y servirse una pinta siempre que les venga en gana? -preguntó Havers, siguiendo a Lynley hasta el mostrador-. No será el honor, desde luego -añadió con tono sarcástico-. Quebrantar las normas de la escuela y toda esa mierda.

– Después de lo que hemos visto estos días, no pienso sostener lo contrario. -Lynley examinó las tres espitas alineadas detrás del mostrador-. Parece que estén bien cerradas. Alguien investido de autoridad tiene la llave.

– ¿Chas Quilter? Eso me consuela.

Lynley miró hacia las ventanas. Se apoyó contra el mostrador.

– Desde aquí se ve Calchus, Havers. Imagino que puede verse desde cualquier punto de la sala.

– Salvo por algún árbol aislado.

– Casi todo el sendero que lleva a Calchus está al descubierto.

– Sí, es cierto. -Como de costumbre, dio rienda suelta a sus pensamientos-. Por lo tanto, cualquiera que un viernes por la noche se dirija a Calchus durante la fiesta de sexto superior puede ser visto desde estas ventanas, ¿eh? Hay farolas en el sendero, ¿eh? -Havers pasó rápidamente las páginas de su libreta-. Y Brian Byrne nos dijo que Chas Quilter se ausentó de la fiesta tres veces, como mínimo. Afirmó que para contestar a llamadas telefónicas. Tal vez pudo ser, en cambio, para salir por otra puerta y encargarse de Matthew. Si Brian estuvo sentado aquí y le vio en el sendero, quiso protegerle, ¿eh?

– Vamos a ver si le encontramos -contestó Lynley.

Una puerta situada en un extremo del club social comunicaba con la sala de descanso de Ion. Al otro lado, un pasillo conducía a la escalera. La subieron y encontraron en el primer rellano a una criada que trabajaba con un ruidoso aspirador. Les indicó a gritos en qué parte de la segunda planta estaba la habitación de Chas Quilter. El estruendo disminuyó a medida que subían el segundo tramo de escalones, y desapareció por completo cuando la puerta del pasillo se cerró a sus espaldas. La segunda planta se encontraba en silencio, a excepción del débil sonido que procedía de un equipo estéreo.

Siguieron la música, una fascinante combinación de sonidos producidos electrónicamente por un sintetizador Moog. Procedía de la sexta habitación del pasillo. Lynley se detuvo frente a ella, escuchó y llamó con fuertes golpes. Al no obtener respuesta, la sargento Havers y él entraron en el dormitorio.

No parecía la típica habitación de un muchacho de dieciocho años. El mobiliario respondía al estilo habitual de los colegios, pero una alfombra Donegal cubría el suelo de linóleo, y las paredes no estaban cubiertas de los carteles o fotografías que Lynley y Havers esperaban ver, sino de una selección de citas enmarcadas. Formaban un círculo y representaban casi quinientos años de literatura inglesa. Spenser y Shakespeare se daban la mano con Donne y Shaw. También estaban presentes los Browning, Coleridge, Keats y Shelley. Byron se hallaba entre Pope y Blake, y en el centro del círculo estaba la estancia final de La playa de Dover de Arnold, en tamaño mayor que el resto y, al contrario que las demás, escritas a mano sobre grueso papel de color crema, se había reproducido con excelente caligrafía sobre un fino pergamino. Las palabras parecían saltar del marco.