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¡Oh, amor, guardémonos fidelidad!

porque el mundo, que parece

mentirnos como una tierra de ensueños,

tan variado, tan bello, tan nuevo,

no posee ni alegría, ni amor, ni luz,

ni certidumbre, ni paz, ni consuelo para el dolor.

Y en él nos encontramos como en una llanura sombría,

atormentados por confusos sonidos de lucha y desbandada,

donde ejércitos ignorantes combaten por la noche.

En la esquina inferior izquierda del pergamino se leía la firma Sissy.

Chas Quilter se encontraba sentado ante su escritorio, con un grueso volumen frente a él. Parecía estar abismado en sus pensamientos, tal vez preparando un trabajo de biología, pues cuando Lynley se acercó al muchacho vio que el libro era un texto de medicina profusamente subrayado con tinta negra y anotado en los márgenes. «Síndrome de Apert», encabezaba la página abierta, seguido de una lista de términos médicos y sus correspondientes definiciones. Tenía al lado una libreta de espiral, pero Chas, hasta el momento, no había tomado ninguna nota, si ésa era su intención. Se había limitado a escribir «un ígneo diluvio, alimentado por ardiente sulfuro que jamás se consume», en letras adornadas por una masa de llamas dibujadas. Lynley reconoció el origen de este verso contradictorio cuando lo vio sobre el escritorio, abierto pero vuelto hacia abajo: El paraíso perdido.

Sin embargo, la atención de Chas no estaba concentrada ni en la ciencia ni en la literatura, sino en una fotografía que descansaba sobre el antepecho de la ventana situada detrás del escritorio. Plasmaba al propio Chas, que rodeaba con los brazos a una muchacha de largos cabellos; cuya cabeza descansaba sobre su pecho. Era la misma foto que Lynley y Havers habían visto en la pared de Brian Byrne.

Chas levantó la cabeza sorprendido cuando el sargento Havers se acercó a las estanterías y paró la pletina.

– No oí… -balbuceó.

– Llamamos a la puerta -replicó Lynley-. Debes de estar muy preocupado.

Chas cerró el libro de medicina y también el de Milton. Arrancó de la libreta la página en la que había escrito el verso del poema y la arrugó hasta formar una bola. La encerró en su mano y crujió cuando la apretó.

Havers se sentó en la cama y se tiró del lóbulo con aire pensativo. Dirigió una mirada severa a Chas Quilter.

Lynley apretó un botón de la pletina. Se reanudó la música. Apretó otro botón. La música cesó. Apretó un tercer botón. La cinta salió expelida.

– ¿Por qué no estás en clase de biología? -preguntó Lynley-. ¿Tienes permiso de la enfermería? Tengo la impresión de que las hojas de dispensa son fáciles de conseguir.

Chas clavó los ojos en la cinta. No respondió. Lynley continuó.

– No creo que el torturador seas tú. No creo que Harry Morant quisiera decir eso cuando citó tu nombre. -Se pasó la cinta de una mano a otra. En respuesta, el chico se mordió el labio superior, pero la reacción apenas duró un segundo. Lynley reparó en ella porque estaba mirando a Chas-. Creo que Harry está demasiado aterrorizado para decirme el nombre que me interesa. Después de lo que ha padecido, y después de lo ocurrido a Matthew, parece razonable concluir que no se sentirá a salvo por más que yo, u otra persona, haga o diga algo para tranquilizarle. Quizá se esté acogiendo a algún código de honor bredgardiano. No te chivarás de otro estudiante. Ya sabes a qué me refiero. Pienso que Harry consideraba, a pesar de su temor, que debía decirnos algo. Era la única forma de reparar la muerte de Matthew, de la cual, por supuesto, se siente el principal responsable. Por eso nos dio el calcetín de Matthew. Y después, en la habitación de secar la ropa de Calchus, nos dio tu nombre. ¿Por qué piensas que lo hizo? -preguntó Lynley, depositando la cinta sobre el escritorio de Chas.

La mirada de Chas siguió a la cinta, y después subió hasta Lynley. Abrió uno de los dos cajones del escritorio sin decir palabra y sacó otra cinta, oculta tras un montón de papeles y libretas. La entregó a Lynley.

El chico permaneció en silencio, pero no hacía falta que hablara, pues sus rasgos traicionaban la lucha desencadenada en su interior. Lynley había sido testigo de luchas semejantes cuando estudiaba en Eton, más de diecisiete años atrás. Le habían avisado dos veces por sendas borracheras. Sabía que la tercera significaba la expulsión. Por eso se había llevado la ginebra a su habitación, porque la ginebra parecía la peor de todas las bebidas, mucho más indicativa de degradación e ignominia, y se había bebido casi la mitad de la botella. Porque quería que le expulsaran. Porque quería volver a casa. Porque lo último que podía soportar era ser apartado de su hermana, a su hermano y su madre mientras su padre agonizaba. Si la expulsión era la única manera de volver a casa, ¿qué importaba si su familia se sentía herida, si aportaba una aflicción adicional a unas circunstancias que no podían ser más penosas? Por eso había bebido, pero no fue el rector quien le descubrió, sino John Corntel. Recordó la angustia pintada en la cara de Corntel, mientras intentaba decidir qué hacer con su compañero, que estaba tendido en la cama semiinconsciente. Ir en busca del rector significaría cumplir las normas del colegio; hacer otra cosa le pondría en peligro. Lynley recordó haber esperado con ebria satisfacción la reacción de Corntel que le arruinaría. Recordó su triste alegría cuando el chico salió de la habitación. Pero Corntel no volvió acompañado del rector, sino de St. James. Ambos hicieron desaparecer el alcohol, encubrieron a Lynley y pusieron a salvo su plaza en el colegio.

«Vivimos mediante códigos -pensó-. Les llamamos nuestra moral, nuestras normas, nuestros valores, nuestra ética, como si formaran parte de nuestra estructura genética. Sin embargo, son simples formas de conducta que hemos aprendido de nuestra sociedad, y a veces conviene actuar a despecho de ellos, desafiar a sus convenciones para proceder con rectitud.»

– No estamos hablando de echar una calada en el campanario, Chas -dijo Lynley-. Ni de afanar el jersey de alguien, ni de copiar durante un examen. Estamos hablando de agresión. De tortura. Y de asesinato.

Chas llevó una mano a su frente. Agachó la cabeza. Su piel se había teñido de un tono macilento. Un estremecimiento recorrió su cuerpo. Apretó las piernas, como si buscara calor o protección.

– Clive Pritchard -dijo, y Lynley comprendió cuánto le había costado pronunciar las dos palabras.

La sargento Havers abrió su cuaderno sin hacer el menor ruido y sacó un lápiz del bolsillo de la chaqueta. Lynley se quedó donde estaba, junto a las estanterías. Vio el sol de la mañana enmarcado en la ventana, detrás de Chas, rodeado de la pureza cegadora de grandes cúmulos.

– Cuéntamelo -dijo.

– Fue un sábado por la noche, hará unas tres semanas. Matt Whateley me trajo la cinta para que la escuchara.

– ¿Por qué no se la dio al señor Lockwood?

– Por la misma razón que yo no lo hice. No quería que expulsaran a Clive del colegio. Sólo quería que dejara en paz a Harry Morant, y a todo el mundo. Así era Matt. Un tío legal. Vive y deja vivir.

– ¿Sabía Clive que tú tenías la cinta?

– Desde el primer momento. Se la dejé escuchar Matt sabía que yo iba a hacerlo. Era la única manera de que Clive dejara en paz a Harry Morant. Le pedí qua viniera aquí para escucharla y le dije que, si volvía a ocurrir, entregaría la cinta a Lockwood. Clive quiso que le diera la cinta, naturalmente. Incluso intentó robarla pero Matt me dijo que había hecho un duplicado, y yo se lo advertí a Clive. Comprendió que era inútil robármela, a menos que también se apoderara del duplicado.