– ¿Le dijiste que Matthew había grabado la cinta?
Chas meneó la cabeza. Sus ojos se veían desolados detrás de las gafas. Una fina línea de sudor sombreaba su labio superior.
– No se lo dije, pero Clive no tardó en adivinarlo. Matt era el amigo más íntimo de Harry en el colegio. Construían juntos trenes a escala. Nunca se separaban. Eran un poco… infantiles para su edad.
– Puedo comprender que te guardaras la cinta después de que Matthew te la entregara -dijo Lynley-. Sobre todo si ponía punto final a los malos tratos. Es posible que no esté de acuerdo con tu conducta, pero al menos puedo comprenderlo. Lo que no me entra en la cabeza son los tres últimos días. Debiste saber…
– ¡No estaba seguro de nada! -protestó Chas-. Todavía no lo estoy. Sabía que Clive torturaba a Harry Morant, que Matthew había grabado la cinta, que existía un duplicado y que Clive quería encontrarlo. Pero eso es todo lo que sabía.
– ¿Qué pensaste cuando Matthew desapareció?
– Lo mismo que todo el mundo. Que se había largado. No era muy feliz aquí. No tenía muchos amigos.
– ¿Y cuando encontraron su cadáver?
– No pensé nada. Aún no sé nada. Aún no… -El muchacho se interrumpió, abatido, y se hundió en la silla.
– Preferiste no saber nada -dijo Lynley-. Preferiste no hacer preguntas e ignorar lo obvio, ¿verdad? -Guardó la cinta en su bolsillo y contempló las citas que engalanaban la pared. La atmósfera de la habitación era asfixiante. El olor a sudor y nervios impregnaba el aire-. Te olvidaste de Marlowe -indicó al chico-. «No existe el pecado, sino la ignorancia.» A lo mejor te gustaría añadirla a tu colección.
Cuando los detectives se marcharon, Chas ocultó la cabeza entre los brazos y dejó que las lágrimas acudieran a sus ojos, dando rienda suelta a una angustia que hundía sus raíces en la traición cometida contra su hermano, que había surgido con la pérdida de Sissy y había dado fruto, amargo y maltrecho, en los últimos ocho días de su vida.
Había intentado plasmarla en literatura, buscando instintivamente una purgación del espíritu mediante la poesía. En un tiempo lo había conseguido, llenando la superficie de su escritorio con incontables panegíricos poéticos dedicados, inspirados y centrados en Sissy. Las aflicciones de los últimos días, combinadas con los tormentos que le habían obsesionado durante más de un año, habían silenciado aquella voz interior que había surgido de su ser, que había inflamado su alma y alentado su pasión por escribir. Ya no tenía palabras con las que aplacar un sufrimiento tan inmenso que parecía no tener principio ni fin. Se trataba de una desdicha monstruosa, que amenazaba con contaminar todo aquello que rozaba la periferia de su vida.
Le había resultado muy conveniente alejarse de Preston, disculpar el abandono de su hermano afirmando que era necesario para salvar el buen nombre de la familia. La realidad era que, al demostrarse falible, pero también profundamente atormentado, Preston había caído del pedestal de hermano mayor en que Chas le había colocado, y el orgullo de éste se sentía herido al haber sido engañado por el disfraz de inocencia que su hermano había exhibido. Por lo tanto, se negó a hablar con él una vez se probaron las acusaciones. Se había negado a verle la última mañana que pasó en el colegio, a contestar la única carta que Preston le escribió y, en especial, a reconocer alguna relación entre el rechazo de su hermano y el hecho de que Preston se había marchado a Escocia sin ánimo de regresar.
Al perder a su hermano, se había volcado en Sissy convirtiéndola en la fuerza vital que fluía en su sangre. En siete meses había pasado de ser su amiga del colegio al único puerto seguro en que podían recalar sus pensamientos, a la inspiración de su pluma, a la obsesión candente que dominaba todos los momentos pasados en su ausencia. Sin embargo, al igual que su hermano, Sissy se había ido, destruida por el egoísmo y la necesidad de Chas, aplastada por la fuerza de un ímpetu que carecía de sentido y control.
¿Acaso no había sido ese mismo ímpetu el que había puesto en marcha la maquinaria de la muerte de Matthew Whateley? Había dejado que Clive Pritchard escuchara la cinta, sin pensarlo dos veces, complaciéndose secretamente en la expresión de estupor que había aparecido en el rostro de Clive, cuando éste comprendió que un gusano de tercer año, una insignificante hormiga a la que podía aplastar con el pie, le había ganado en inteligencia. Había extraído tal placer de la reacción de Clive que su rostro le traicionó momentánea y fatalmente cuando el otro muchacho le preguntó quién había grabado la cinta, adivinando que era Matthew Whateley, de entre los cuatro posibles candidatos que mencionó. Sin quererlo, había traicionado a Matthew y había puesto en marcha los engranajes de la fatalidad.
Todos estaban relacionados, en última instancia: su hermano, Sissy, Matthew, Clive. Él era la enfermedad que les había contaminado. Sólo existía una medicina. Le tenía miedo. Carecía de la fuerza de voluntad, la valentía y la firmeza moral para administrarla. Se despreciaba por sus días de indecisión, por su falta de iniciativa. Pero sin duda sabía cuál era.
Clive Pritchard había transformado su dormitorio de la residencia Calchus en un altar a James Dean. Había imágenes del actor por todas partes: caminando por una calle de Nueva York, las manos hundidas en los bolsillos, el cuello de la chaqueta subido para protegerse del frío; trepando a un pozo de petróleo en la película Gigante; acunando a un agonizante Sal Mineo en Rebelde sin causa; posando junto al Porsche que le mató; mirando a la cámara con semblante sombrío en una docena de primeros planos diferentes, recortados de un calendario; fumando en el plató de Al este del Edén. Era como ser catapultado de repente en otro país, en un repliegue temporal. Treinta años desaparecían en un instante.
La restante decoración del cuarto acentuaba esta sensación. Viejas botellas de Coca-Cola estaban alineadas sobre el antepecho de la ventana, y debajo se alzaba un destrozado taburete de vinilo que parecía salido de un antiguo bar norteamericano. Sobre el escritorio colgaban una lista de éxitos musicales y tres menús, compuestos en su mayor parte de hamburguesas, perritos calientes, patatas fritas y batidos de leche. Sobre las estanterías descansaban un par de zapatillas negras de tenis y un pequeño letrero de neón que rezaba COKE.
El único anacronismo, aparte de una foto del primer equipo de rugby y otra de Clive, disfrazado de oficial de rey, clavadas en el armario ropero, era una tercera foto que adornaba el escritorio. Clive posaba en ella con una anciana de aspecto aterrorizado. Rodeaba a la mujer con un brazo y le clavaba las uñas en el hombro. Se había afeitado ambos lados de la cabeza, dejando únicamente un penacho de pelo en el centro, teñido de azul y formando púas. Iba vestido con un conjunto negro de cuero en el que abundaban las cadenas.
El contraste entre el Clive Pritchard de las fotos y el muchacho que entró en la habitación acompañado del rector era notable. A Lynley le costó creer que se trataba del mismo chico de las fotos, al verle ataviado con su uniforme escolar, el cabello corto y bien peinado, los zapatos lustrados, el suéter, pantalones y camisa impecables.
Al haber confirmado Chas Quilter la identidad del torturador que la cinta de Matthew Whateley delataba y tras haber sido informado sobre la cámara oculta sobre la habitación de secar la ropa de Calchus, Alan Lockwood no había vacilado en actuar. Desde su despacho, en presencia de Lynley y Havers, había llamado a Irlanda del Norte, donde el padre de Clive Pritchard, un coronel del ejército, había estado destinado durante los últimos dieciocho meses. Su mensaje al coronel Pritchard fue muy conciso. Clive había sido expulsado de Bredgar Chambers, por decisión del rector. La junta de gobierno sería informada. Dadas las circunstancias, no habría apelación. Si el coronel era tan amable de enviar a un miembro de la familia…