– ¡No!
El rostro del médico había expresado una inmediata comprensión.
– ¿Es que Simon no lo sabe?
– Yo sólo tenía dieciocho años. Vivía en Estados Unidos. Él no… Él no puede…
Incluso ahora se tambaleó al pensar en ello. Se aferró al borde de un banco, presa del pánico, abrió la puertecilla y se dejó caer en el asiento.
«Nunca tendrás otro hijo -se dijo, con un cruel deseo de infligirse el máximo dolor posible-. Una vez pudiste tenerlo. Pudiste sentir aquella frágil vida tomar forma en el interior de tu cuerpo, pero la destruiste, la desechaste, la arrojaste. Ahora, lo pagas. Ahora, eres castigada con la única moneda que puedes comprender. Nunca tendrás un hijo de Simon. Tal vez otra mujer. Otra mujer podría, pero la fusión de tu cuerpo y tu amor con los de Simon no producirá un hijo. Nunca sucederá. No lo conseguirás.»
Miró los colchoncillos de encaje para arrodillarse que colgaban en el respaldo del banco. Cada uno tenía una cruz en el centro, cada uno la invitaba a prosternarse ante el Señor para mitigar una desesperación sin límites. Los libros de salmos azules y rojos que olían a polvo le ofrecían cánticos de alabanza y acción de gracias. Polvorientas coronas de amapolas hechas de seda pendían al otro extremo de la iglesia. A pesar de la distancia, Deborah leyó sin dificultad los letreros que había al pie de cada una. «Niñas guías exploradoras», «Niñas exploradoras», «Guardabosques de Stoke Poges». No obtuvo el menor consuelo.
Salió del banco y avanzó hacia la barandilla del altar. También contenía un mensaje, escrito con letras amarillas sobre el almohadillado azul que cubría las piedras: «Venid a mí los que estáis atribulados y oprimidos y yo os aliviaré.»
«Aliviar -pensó con amargura-. Pero no cambiar, curar, ni perdonar. Aquí no encontraré milagros ni agua de Lourdes para purificarme, ni imposición de manos, ni absolución.» Salió de la iglesia.
El sol comenzaba a declinar. Deborah recogió su equipo y regresó por el sendero hacia el coche. En la puerta del cementerio se volvió para mirar por última vez la iglesia, como si le fuera a proporcionar la tranquilidad espiritual que anhelaba. El sol poniente arrojaba los rayos finales de luz agonizante, como una aureola, un telón de fondo para los árboles situados detrás de la iglesia y la torre normanda almenada que alojaba las campanas.
En otro tiempo, y sin pensarlo dos veces, habría tomado una foto, capturando el lento cambio en el color del cielo, a medida que la muerte del día intensificaba el ocaso. Sin embargo, en este momento sólo podía presenciar el desvanecimiento de la belleza de la luz, sabiendo que ya no era posible dilatar más el regreso al hogar y al amor incondicional y confiado de Simon.
En el sendero, cerca de sus pies, dos ardillas se disputaban acaloradamente un trozo de comida. Cada una estaba decidida a salir victoriosa. Ambas se escabulleron por el costado de una trabajada tumba de mármol, situada en el linde del cementerio, y corretearon hacia el muro de pedernal, alto hasta la cintura, que separaba las tierras de la iglesia del campo trasero de una granja, oculta tras varias coníferas de recias ramas. Las ardillas se subieron al muro y pelearon por su presa, en una confusión de zarpas, patitas y dientes, hasta que la preciada comida cayó al suelo.
Era la distracción que Deborah necesitaba.
– ¡Basta ya! -gritó-. ¡No peleéis más!
Se acercó a los dos animales, que al verla venir saltaron por encima del muro y treparon a los árboles.
– Bueno, al menos eso es mejor que pelear, ¿no? -dijo, mirando las ramas que se proyectaban sobre el cementerio-. Portaos bien. Pelear no es de buena educación. Ni siquiera es el lugar adecuado.
Una de las ardillas se había refugiado en la articulación formada por una rama y el tronco del árbol. La otra había desaparecido. La que se había quedado contemplaba a Deborah con ojillos brillantes desde su refugio. Al cabo de un momento, sintiéndose segura, procedió a asearse, frotándose la cara con las zarpas como si tuviera ganas de echar una siesta.
– Yo de ti no me sentiría tan segura -le advirtió Deborah-. Ese fanfarrón estará esperando una buena oportunidad de saltarte encima. ¿Dónde crees que se ha metido?
Buscó a la otra ardilla, recorriendo las ramas con los ojos infructuosamente y bajándolos al cabo de un momento.
– No creo que sea tan lista como para…
Su voz enmudeció. La boca se le secó, las palabras huyeron y los pensamientos se disolvieron.
El cuerpo desnudo de un niño yacía bajo el árbol.
Capítulo 3
El horror la inmovilizó, como si una lanza de hierro se hubiera introducido por su espina dorsal. Los detalles se intensificaron por la fuerza de la conmoción.
Deborah notó que sus labios se abrían, notó que un torrente de aire distendía sus pulmones con una fuerza sobrehumana. Sólo un chillido de terror podría expulsar el aire, antes de que sus pulmones estallasen.
Pero no podía gritar y, aunque lo hiciera, nadie la oiría.
– Oh, Dios mío -susurró. Y después, inútilmente-. Simon…
Luego, aunque no quería hacerlo, miró, las manos apretadas en puños y los músculos tensos, dispuesta a salir corriendo si era necesario, o cuando se sintiera capaz.
El niño yacía en parte sobre su estómago, al otro lado del muro de pedernal, en un lecho de plantas trepadoras que aún no habían florecido. A juzgar por la longitud y el corte de pelo parecía un chico. Estaba muerto.
Aún en el supuesto de que Deborah hubiera sido lo bastante tonta o histérica para creer que sólo estaba dormido, resultaría imposible explicar por qué se encontraba durmiendo a la intemperie y completamente desnudo en aquel frío anochecer. ¿Y por qué bajo un árbol, en un bosquecillo de pinos, donde la temperatura era todavía más baja que expuesto a los últimos rayos del sol? ¿Y por qué iba a dormir en esa postura forzada, con el peso del cuerpo descargado sobre la cadera derecha, las piernas extendidas, el brazo derecho torcido de una manera extraña y doblado bajo él, y la cabeza vuelta hacia la izquierda, con las tres cuartas partes hundidas en la tierra, entre las plantas? Su piel estaba casi roja, y eso indicaba calor, vida, pulso, flujo sanguíneo…
Las ardillas reanudaron su disputa. Bajaron corriendo del árbol que las había cobijado y saltaron sobre la forma inerte cercana al tronco. La diminuta garra de la más atrevida se clavó en el muslo izquierdo del niño, quedándose enganchada. El animalillo lanzó salvajes chillidos y se agitó frenéticamente para liberarse. La proximidad de su perseguidora le proporcionó las fuerzas necesarias para escapar. La piel del niño se rasgó. El animal desapareció.
Deborah vio que no brotaba sangre de la pequeña herida provocada por la garra. Eso la extrañó por un momento, hasta recordar que los muertos no sangraban. Sólo los vivos disfrutaban de ese placer.
Gritó por fin y giró sobre sus talones, pero cada impresión se había grabado con tanta viveza en ella que, para el caso, habría dado lo mismo que siguiera mirando eternamente. Una hoja prendida en el cabello de color nogal; una cicatriz en forma de media luna sobre la rótula izquierda; una marca de nacimiento que recordaba a una pera en la base de la columna vertebral y, a lo largo de las partes visibles del costado izquierdo del cuerpo, extrañas magulladuras en la piel, como si el chico hubiera sido arrastrado sobre ese lado.
Podría estar durmiendo. Debería estar durmiendo, pero hasta el breve vistazo de Deborah, desde una distancia de dos metros, revelaba las expresivas erosiones en las muñecas y los tobillos: manchas blancas y peladas de carne muerta sobre un fondo rojo e inflamado. Sabía lo que eso significaba. También intuía el significado de las quemaduras circulares uniformes localizadas en la sensible parte interna de los brazos.