Se produjo una larga pausa, durante la cual Lynley y Havers oyeron que una voz irritada contestaba desde el otro extremo de la línea. Lockwood acalló las protestas del coronel Pritchard con contundencia.
– Un chico ha sido asesinado. Los problemas de Clive en este momento van mucho más allá de la expulsión, créame.
Una vez asumida su responsabilidad, se dirigió hacia la habitación del muchacho, seguido de Lynley y Havers.
Clive observó que Lynley estaba mirando la foto, y sonrió en respuesta a la expresión reflejada en el rostro del detective.
– Mi abuela y yo. Me parece que no estaba pensando en los mohawk. [5] -Se sentó en el borde de la cama, se quitó el suéter y empezó a subirse las mangas de la camisa. La suave piel de la parte interna del brazo izquierdo estaba desfigurada por un tatuaje, un cráneo deforme y dos tibias cruzadas. Daba la impresión de que había sido ejecutado con una navaja y tinta china-. Genial, ¿verdad? -preguntó cuando vio que Lynley había reparado en el tatuaje-. En el colegio siempre he de taparlo, pero he descubierto que a las tías las pone a cien. Ya sabe qué quiero decir.
– Bájese la manga, Pritchard -dijo Lockwood-. Ya.
Parecía que el rector estuviera oliendo algo repugnante. Cruzó la habitación y abrió la ventana.
– Uno-dos. Muy bien, Locky. Respira -se burló Clive Pritchard, mientras Lockwood contemplaba el espacio abierto. Dejó las mangas tal como estaban.
– Sargento -dijo Lynley a Havers, sin hacer caso del enfrentamiento que tenía lugar entre el chico y el rector.
Después de tantos años, Havers ya se sabía las palabras de memoria. Clive no estaba obligado a decirles nada a menos que así lo deseara, pero cualquier cosa que dijera podría ser tomada por escrito y utilizada como prueba contra él.
Clive fingió confusión y sorpresa, pero sus ojos no disimularon el hecho de que entendía el significado oculto de aquellas frases oficiales.
– ¿Qué pasa? -preguntó-. El señor Lockwood viene en persona a interrumpir mi clase de música, en mitad de mi solo de saxo, por cierto; encuentro a los polis en mi cuarto, chafardeando la foto de mi abuela, y ahora me leen mis derechos. -Extendió el pie, atrapó la silla por el peldaño y la atrajo hacia sí-. Relájese, inspector, aunque sería mejor dedicar esta expresión a la sargento.
– De entre todos los malditos sinvergüenzas… -Lockwood pareció incapaz de continuar.
Clive ladeó la cabeza en su dirección, pero formuló a Lynley una pregunta deliberadamente ingenua.
– ¿Por qué está él aquí, en cualquier caso? ¿Qué tiene que ver todo esto con Morant?
– Procedimientos judiciales -repuso Lynley.
– ¿Qué clase de procedimientos?
– Interrogar a sospechosos.
La sonrisa de inocencia de Clive se desvaneció.
– No habrán venido a… Muy bien, el rector me dejó escuchar la cinta. Sé de qué va el rollo y que mi padre se pondrá a parir, pero eso es todo. Puse en vereda a Harry Morant. Tenía mucho morro. Necesitaba unas lecciones, pero hasta ahí llegó todo.
La sargento Havers estaba tomando nota, inclinada sobre el escritorio. Cuando Clive hizo una pausa, la mujer cogió una silla, se sentó y continuó. Lockwood, de pie ante la ventana, se cruzó de brazos. Lynley habló.
– ¿Vas muy a menudo a la enfermería, Clive?
– ¿A la enfermería? -repitió Clive, como estupefacto, pero tratando de ganar tiempo-. Como todo el mundo.
No era una respuesta. Lynley le apremió.
– Pero estás enterado de las hojas de dispensa.
– ¿Y qué?
– Sabes donde se guardan. Para qué se utilizan.
– Como todo el mundo.
– Tú también las has utilizado, sin duda. Tal vez un día que no tenías ganas de ir a jugar un partido. Tal vez un día que tenías cosas más importantes que hacer, como estudiar en vistas a un examen, escribir un trabajo o preparar una exposición.
– ¿Y qué? La mitad de los tíos de sexto superior hacen lo mismo. Van a la enfermería, ponen caliente a la Laughland durante un cuarto de hora, fingen estar pirrados por ella y salen con una hoja de dispensa. Es el pan nuestro de cada día, inspector. -Sonrió, como si desplegara una confianza renovada-. ¿Va a ordenar a la sargento que lea sus derechos a todos los que han actuado igual? Tardará semanas en terminar.
– Por lo tanto, es fácil obtener las hojas de dispensa.
– Si uno sabe lo que se lleva entre manos.
– ¿También hojas en blanco? ¿Hojas que la señora Laughland no ha llenado o firmado?
Clive se miró las manos y se pellizcó la cutícula del índice derecho, sin decir nada.
– Pritchard… -Lockwood pronunció su apellido con tono admonitorio. Clive le dedicó una mirada de total desprecio.
– Es fácil sacar hojas en blanco, ¿verdad? -insistió Lynley-. Sobre todo si otro chico se encarga de distraer a la señora Laughland. Metiéndole mano, como tú has dicho. De lo cual deduzco que cogiste una hoja de su escritorio… Quizá más de una, si el plan no salió bien la primera vez.
– Qué tontería -respondió Clive-. Ni siquiera sé de qué está hablando. ¿A qué plan se refiere, y quién lo montó?
– El plan de secuestrar a Matthew Whateley.
Clive lanzó una breve carcajada.
– ¿Me está colgando el muerto? Haga lo que le dé la gana, inspector, pero no le servirá de nada.
Lynley, bien a su pesar, admiró la sangre fría del muchacho. Aparte de alguna reacción física que traicionaba su conocimiento de algunas cosas, Clive era impenetrable, hábil en muchos sentidos. Lynley decidió ensayar un ataque frontal.
– No estoy de acuerdo. Colgarte el muerto me conducirá a la solución, Clive.
El chico emitió una risa burlona y se dedicó a sus cutículas.
– Te contaré mi teoría. Cuando conseguiste la hoja, la llenaste con el nombre de Matthew Whateley y la depositaste en el casillero del señor Pitt, con el fin de que no contase con el chico para el partido de la tarde. Después, nada más terminada la comida, te apoderaste de Matthew. Supongo que le tendiste una emboscada cuando se dirigía a Erebus para cambiarse de ropa. Esperaste a que los demás se fueran a los partidos. Le llevaste a la cámara que hay sobre la habitación de secar la ropa antes de irte tú también a los partidos. Le torturaste el viernes por la noche, mientras los demás estudiantes se hallaban ocupados en otros sitios, pasando el fin de semana en su casa o divirtiéndose en el club social de sexto superior, donde hiciste una aparición obligatoria. Cuando la juerga se acabó, le asesinaste.
Clive se bajó las mangas de la camisa. Se las abotonó y cogió el suéter.
– Está chiflado.
– No saldrás de aquí, Pritchard -dijo Lockwood-. Dejando aparte esto -agitó la mano en dirección a Lynley-. Quedarás confinado en tu habitación hasta que llegue algún miembro de tu familia y me descargue de la responsabilidad, suponiendo que la policía no desee hacerlo de inmediato.
El breve discurso del rector pareció espolear al muchacho.
– ¡Ah, perfecto! ¡Fantástico! -explotó-. Me expulsa por unos sopapos de nada. ¿De qué sirvieron las normas cuando yo estaba en tercero? ¿A quién le importó una mierda que me…?
– ¡Basta!
– ¡No, nada de basta! ¡Y una mierda! A mí me dieron de lo lindo, ¿no? Y no me chivé, ni de mis compañeros, ni de nadie. Me callé como una puta.
– ¿Y esperaste a hacer lo mismo con alguien en cuanto se te presentara la oportunidad? -preguntó Lynley.
– ¿Y qué? ¡Estaba en mi derecho!