Lynley comprendió que el chico intentaba dejar al margen el tema de Matthew Whateley. Actuaba con suma habilidad, con la facilidad de palabra de un hombre que le doblara la edad.
– ¿Cómo le asesinaste, Clive? -preguntó Lynley-. ¿Le diste algo de beber, algo especial de comer?
– ¿Que yo le asesiné? ¡Morant está vivo! Yo nunca… -Su rostro se tiñó de púrpura-. ¿Cree que yo maté a Whateley? Quien le haya dicho… -Volvió la cabeza hacia la residencia Ion, visible a través de los árboles-. ¡Hijo de puta! -Se giró en redondo hacia Lynley, sin levantarse de la cama-. Ha sacado sus deducciones, ¿eh? Bien, dígame usted cómo lo hice, cómo transporté el cuerpo a Stoke Poges. ¿Por arte de magia? -Rió y se puso en pie de un salto, cerrando la mano alrededor de un micrófono imaginario-. ¿Qué le parece esto? Le tele transporté a Buckinghamshire, escocés. ¿Cree que fue así?
– En absoluto -replicó Lynley-. Pero sí creo que no te resultó muy difícil entrar en la oficina del conserje, coger la llave de un minibús de detrás del mostrador, donde están colgadas a la vista de todos, y utilizarlo para transportar a Matthew a Stoke Poges el sábado por la noche, mientras el conserje se había ido a casa de su hija. El minibús debió de robarse a una hora bastante avanzada, y fue devuelto la madrugada del domingo, probablemente.
Clive rió de nuevo, apoyando los puños sobre las caderas.
– Magnífico. Realmente magnífico. Sólo hay un problema. Yo no estuve aquí el sábado por la noche, inspector. Estuve en Cissbury. Follando con un conejito que cacé en el pueblo. Una vez en la parada del autobús y dos más en el aparcamiento contiguo a la taberna. La última fue después de la hora de cerrar. Pregúntele al camarero. Nos encontró junto al cubo de basura. -Clive sonrió y realizó un gesto obsceno con las manos-. La última vez quiso que se lo hiciera de pie. Estábamos apoyados contra el cubo cuando el camarero nos descubrió. Pregúntele qué vio cuando fue a tirar la basura de la noche. Abrió los ojos de par en par, y los oídos también, porque ella aulló como un cerdo la primera vez que se la metí.
– Si piensas que vamos a creer…
Clive interrumpió a Lockwood:
– No me importa lo que usted crea. Al fin y al cabo, ya estoy fuera de aquí. Y muy contento. -Se plantó de un salto ante el escritorio y abrió un cajón, del que sacó una libreta. La tiró sobre el escritorio y un montón de fotografías salieron despedidas. Tenían los bordes chamuscados-. Écheles un vistazo, si tantas ganas tiene de atrapar al asesino de Matthew Whateley. Yo no le secuestré. Yo no le torturé. Yo no le asesiné. Pero puedo decirle sin la menor duda quién lo hizo.
Lynley alzó las fotos. Sintió que un estremecimiento de asco recorría su cuerpo.
– ¿De dónde las sacaste?
Clive exhibió una sonrisa de triunfo, como si hubiera aguardado este momento y quisiera saborearlo.
– Las encontré el sábado por la noche en el vertedero, justo cuando salté la pared tras regresar de Cissbury. La dulce señora Bond, la Reina de la Química de Bredgar, estaba intentando quemarlas.
Capítulo 19
La sargento Havers encendió un cigarrillo sin pedir disculpas, y Lynley, que estaba a su lado, no protestó. Se encontraban en la sala del consejo, situada enfrente del estudio del rector. Aunque las ventanas daban a los claustros, por los que pasaban profesores y alumnos, sus voces amplificadas por el techo en forma de bóveda, ni Lynley ni Havers les prestaron la menor atención. Seguían concentrados en las fotos que Clive Pritchard les había dado.
– Santo Dios -dijo Havers, con una mezcla de asombro y desagrado-. He visto… Quiero decir que no se puede trabajar en el DIC sin ver alguna vez pornografía, ¿verdad? La he visto, señor. Pero esto…
Lynley comprendía muy bien lo que Havers quería decir. Él también había visto su buena ración de pornografía, no sólo como oficial de policía, sino también como adolescente curioso, ansioso de penetrar en los misterios de la sexualidad adulta, a falta de experimentarlos directamente. Fotografías granulosas de hombres y mujeres copulando en diversas posturas ante la cámara siempre habían sido fáciles de obtener, con tal de tener el dinero necesario. Recordaba las risitas de culpabilidad de los escolares cuando se examinaban en grupo tales fotos, el sudor de los dedos y las palmas que las manchaban, las perentorias masturbaciones en la oscuridad que venían a continuación. Todos los chicos se preguntaban cuál sería su primera mujer, cuándo ocurriría y qué significaba tardar en conseguirlo.
Por desagradables que habían sido aquellas fotografías, con sus mujeres de cabello teñido y carnes fofas, montadas por hombres picados de viruela que fingían muecas de placer, eran suaves e inocuas comparadas con las que descansaban sobre la mesa de conferencias, frente a Lynley y Havers. Aquellas fotografías expresaban algo más que simple pulsión escópica. Los protagonistas y las posturas que adoptaban hablaban de una excitación de origen masoquista y de propósito claramente pedófilo.
– Podría tratarse de la peor pesadilla de Lockwood convertida en realidad -murmuró Havers. Cenizas de su cigarrillo cayeron sobre las fotos. Las apartó con la mano.
Lynley estaba de acuerdo. Todas las fotografías plasmaban a niños y adultos desnudos, de sexo masculino, y en todos los casos el adulto sometía al niño a un acto sexual, ejerciendo su poder. Este poder se expresaba mediante el empleo de armas como complementos: un revólver apoyado en la sien de un niño en una foto, un cuchillo apretado contra los testículos en una segunda, una soga que sujetaba a un niño con los ojos vendados en una tercera, un amenazador alambre eléctrico que soltaba chispas en una cuarta. En todos los casos, los niños se sometían a adultos sonrientes y en estado de erección, como obligados a actuar de esta forma, como pequeños esclavos en un mundo de fantasías sexuales perversas.
– Esto confirma la opinión del coronel Bonnamy -continuó Havers.
– En efecto -asintió Lynley.
Y así era, pues más allá de la malsana atracción por la pedofilia que expresaban las fotos, más allá del lascivo interés en la homosexualidad que revelaban, permanecía el hecho de que todas las fotos eran birraciales, como si cada una representara un retorcido comentario sobre los problemas inherentes al entrecruzamiento de razas. Blancos mezclados con indios, negros con blancos, orientales con negros, blancos con orientales. Al serle recordada la opinión del coronel Bonnamy sobre las connotaciones racistas del asesinato de Matthew Whateley, Lynley supo que era imposible obviar la relación existente entre el asesinato del muchacho y las fotografías desplegadas ante él.
Havers dio una calada a su cigarrillo y caminó hacia la ventana que daba a los claustros y al patio cuadrangular.
– Todo esto es horrible, señor, es espantoso, pero me parece demasiado casual que Clive Pritchard guardara esas fotos en su cuarto, como si estuviera esperando a que fuéramos a interrogarle para ponerlas sobre la mesa y quedar libre de sospechas. -Examinó el extremo de su cigarrillo con los ojos entornados-. Porque sin esas fotos, las cosas se pondrían muy feas para nuestro muchacho, ¿verdad? Tenía fácil acceso a las hojas de dispensa…
– Como todo el mundo, por lo visto, Havers.
– … que utilizó para que nadie echara en falta a Matthew Whateley cuando le raptó. Tenía acceso a la cámara que hay sobre la habitación de secar la ropa, en la que se sentía como en su propia casa, lo cual aumenta las probabilidades de que sea nuestro hombre. También tenía un móvil. A pesar de que no parecía importarle en absoluto ser expulsado de Bredgar Chambers, no me diga que no le va a provocar serios problemas en casa.
– Lo tengo en cuenta, sargento, pero también tengo en cuenta lo que hay sobre la mesa en este momento. Nos guste o no, es imposible dejar de lado el tema central de esas fotos y la obvia posibilidad de que estén relacionadas con la muerte de Matthew Whateley.