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Havers volvió a la mesa y apagó el cigarrillo en el cenicero de cristal situado en el centro. Suspiró, no como si aceptase a regañadientes una orden implícita de un oficial superior, sino como resignada a las tareas desagradables que todavía la esperaban.

– Es hora de visitar a Emilia, imagino.

– Exacto.

Encontraron a la profesora de química sola en su laboratorio, situado en la planta baja del edificio de ciencias. Trabajaba en la campana de gases de caoba y vidrio, dándoles la espalda. Emilia Bond parecía amortajada bajo su larga toga académica, como una niña disfrazada con un traje del Renacimiento. Miró hacia atrás cuando Lynley y Havers entraron en la habitación y cerraron la puerta. El movimiento agitó su cabello de bebé como si se tratara de plumas.

– Estoy preparando algo divertido -explicó, sin distraerse de su trabajo.

Los dos se reunieron con ella. El panel delantero de vidrio de la campana, construido como una ventana, estaba casi bajado, dejando el espacio justo para que las manos de la mujer maniobraran con destreza por debajo. Sobre los rotos azulejos blancos del interior se erguía una cubeta llena de líquido, al cual estaba añadiendo Emilia una sustancia sólida. Agitó la mezcla con una varilla de vidrio y contempló la formación de un nuevo sólido.

– Hidróxido de amonio y yodo -anunció, como si los detectives hubieran venido a admirar sus habilidades-. Dan lugar a yodo tres amonio.

– ¿Y eso es divertido? -preguntó Lynley.

– A los alumnos siempre les gusta. Apela al bromista que duerme en su interior.

– ¿Ya qué apela el peligro implícito?

– ¿El peligro? -Arrugó la frente, confusa.

– Usted está trabajando en el interior de una campana de gases -señaló Lynley-. Imagino que esos productos químicos liberan algún gas.

– ¡Oh, no! -rió Emilia-. No existe el menor peligro. Sólo un gran estropicio si no se va con cuidado. Ya ha salido la primera tanda.

Desde una esquina de la campana empujó hacia adelante una cápsula de Petri que contenía una pequeña pirámide de polvo amarillo. Tiró un poco sobre uno de los azulejos y lo aplastó con otra varilla de vidrio. En respuesta, el polvo estalló y salió disparado contra las paredes de vidrio de la campana. Una parte aterrizó sobre los brazos de Emilia, adquiriendo el aspecto de pecas brillantes.

– Se utiliza sobre todo para gastar bromas -admitió con una sonrisa-. De vez en cuando me gusta enseñarles algunos trucos de química divertidos a mis alumnos de quinto. Así retengo su atención. Francamente, haría cualquier cosa por retener su atención, inspector.

Retiró las manos de la campana, la cerró, se limpió las manchas amarillas de los brazos con un trapo que sacó del bolsillo y se bajó las mangas de la toga.

– Tengo entendido que han encontrado el calcetín de Matthew Whateley -dijo con desenvoltura-. ¿Les ha permitido avanzar en el esclarecimiento de la verdad?

En respuesta, Lynley le tendió un sobre de papel manila que contenía las fotos.

– Tal vez -contestó.

Ella cogió el sobre, lo abrió y sacó las instantáneas.

– Confiaba en que…

Sin añadir nada más, se dirigió a una mesa de trabajo con las fotos en la mano y se sentó sobre un taburete alto. Su rostro se demudó al ver las tres primeras fotos. Sus ojos se desviaron de las fotos a sus manos. Al verlo, el corazón de Lynley se aceleró. Al menos en este punto, daba la impresión de que Clive Pritchard había dicho la verdad.

– Dios mío, es horrible -murmuró Emilia, colocando el montón boca abajo y mirando a Lynley-. ¿De dónde las ha sacado? ¿Qué tienen que ver con…?

– Un estudiante me las dio, señorita Bond. La vio tirarlas al vertedero próximo a la casa del conserje el sábado por la noche.

Emilia apartó las fotos.

– Ya. Bien, me han descubierto. -Hablaba con el tono de una niña que se esfuerza por ser aplicada-. Son espantosas, pero me parecieron inofensivas y sólo quise deshacerme de ellas sin que nadie lo supiera. Se las quité a uno de mis estudiantes, un chico de sexto inferior, para ser exacta. -Rodeó con los pies las tapas del taburete, como si intentara sujetarse en él-. Tendría que haberle denunciado, lo sé, pero sostuvimos una larga charla, una charla terriblemente minuciosa, y él se mostró muy avergonzado. Al final, le prometí que me desharía de ellas. No tenía ni idea…

– No miente bien, señorita Bond -la interrumpió Lynley-. Algunas personas sí, pero usted no es una de ellas, lo cual dice mucho en su favor.

– ¿Miento?

– Tiene la cara roja. Está empezando a sudar. Imagino que su pulso late a toda máquina. ¿Por qué no nos dice la verdad?

– Ya lo hago.

– Tendría que haberle denunciado. Sostuvieron una larga charla. Él se sentía muy avergonzado. Usted le prometió que se desharía de las fotos. Todo eso es cierto, sin duda, pero algo me dice que usted no se iría en plena noche al vertedero por un estudiante, señorita Bond. Por un colega… Tal vez por un amante…

La mujer se acobardó.

– Todo esto no tiene nada que ver con Matthew Whateley. Nada. Lo sé. Lo juro.

– Quizá tenga razón -repuso Lynley-. Pero no llegaré a esta conclusión hasta que oiga toda la verdad.

– Él no… él no pudo…

– ¿John Corntel?

Ella levantó las manos, juntándolas en actitud de súplica, y las dejó caer sobre el regazo.

– Él me dijo que estuvo con usted el viernes por la noche, señorita Bond, y también parte del sábado. Dijo que habían empezado a hacer el amor, pero que las cosas no habían funcionado.

El rubor de Emilia Bond aumentó de intensidad.

– ¿Eso dijo?

Recorrió con la mano el borde de la mesa, apretando la madera. La piel de debajo de las uñas se puso blanca.

– Creo que la palabra concreta fue desastroso -añadió Lynley.

– No. No lo fue. Al principio no.

Miró por la ventana. Las nubes habían empezado a oscurecer la clara luz del día, que se estaba tiñendo de gris. El rosetón de la capilla, al otro lado del sendero, se veía empañado, carentes de profundidad y color sus múltiples dibujos.

– Él desenlace fue desastroso -dijo Emilia-. Pero el acto de hacer el amor no lo fue. A mí no me lo pareció, al menos.

– Debió de encontrar las fotos después -apuntó Lynley.

– Es usted muy listo, ¿eh? ¿Siempre da esos virajes bruscos, o es que le gusta correr riesgos? -No esperó a que él contestara-. Hace tiempo que deseo a John. Admito haberle… perseguido, por emplear la peor palabra. Nunca tuve mucho éxito con los hombres. Siempre daban la impresión de pensar en mí como una hermana. Una palmadita en la cabeza y hasta otra. Pero John fue diferente. Al menos, yo pensaba que podía ser diferente.

– Él también lo describió así.

– ¿De veras? Bien, pues será cierto. El año pasado ocurrió entre nosotros algo muy especial. Era amistad, pero algo más. ¿Es capaz de entender que pueda ocurrir eso entre un hombre y una mujer? ¿Sabe a qué me refiero?

– Sí.

Ella le miró como impresionada por la forma en que había pronunciado aquella única palabra.

– Es posible, pero yo no me conformaba con un mero compañero intelectual, una especie de alma gemela. Al fin y al cabo, soy de carne y hueso. Deseaba a John. Por fin, el viernes por la noche, le poseí. En la cama. Me hizo el amor. Oh, admito que con cierta torpeza al principio. Entonces, pensé que su torpeza era culpa de mi inexperiencia. Han pasado varios años desde que… -Se frotó una mancha de la manga-. En cualquier caso, todo salió bien. Era aquello lo que yo deseaba, aquella intimidad. Parecía que no podía terminar jamás. Después, fuimos a su estudio. Yo me había puesto su bata. Hablamos y nos reímos de mi ridículo aspecto. Yo me acerqué a las estanterías. Me sentía libre para ser yo misma por primera vez. Dije algo como que me alegraba de que dejara su gran intelecto en el estudio cuando entrábamos en el dormitorio… Ese tipo de cosas, tomándole el pelo, porque después de lo que habíamos compartido, me sentía capaz de hacerlo. Saqué un libro de la estantería. Él dijo «Eh, ése no», pero ya era demasiado tarde. Lo abrí. Lo había vaciado, como un colegial con sentimiento de culpa, y las fotos estaban dentro. Esas fotos. -Las señaló con un débil ademán.