– ¿Las sacó?
– Al principio no. Supongo que soy muy ingenua. Pensé que alguien las había introducido en su estudio para perjudicarle, quizá para que perdiera su empleo. Recuerdo que dije «Dios mío, John, ¿quién las habrá metido aquí?», pero entonces vi en sus ojos que eran suyas. Lo vi en su cara. No pudo ocultármelo, y en las fotos había… Puede ver por usted mismo que están cubiertas de huellas dactilares, como si alguien las hubiera mirado muy a menudo, con detenimiento… Como si alguien… -Hizo una pausa, bajó la vista y carraspeó-. Como si alguien las hubiera acariciado, amado y creído que eran reales.
– ¿Asumió John que eran suyas?
– Dijo que pensaba escribir una novela, y las fotos eran parte de la investigación preliminar. Iba a contar la historia de un niño que se ve implicado con un pornógrafo, la forma en que esta relación destruye su vida y afecta a su familia. Ficción basada en hechos reales, dijo.
– ¿Usted le creyó?
– Al principio, sí. Sabía que quería escribir una novela, y aunque no lo hubiera sabido deseaba creerle. Debía creerle. No podía aceptar otra explicación, en especial lo que las fotos daban a entender de él.
– ¿De su sexualidad?
– Eso y… -La angustia deformó sus facciones-. Hace fotografías. Paisajes. Personas captadas de improviso. No las cuelga en las paredes porque piensa que no son bastante buenas, pero lo son. Son muy buenas. Es como una afición. Una simple afición. Me lo llevo diciendo desde el viernes por la noche. Aún no puedo pensar… Me niego a creer… -Se frotó los ojos a toda prisa con la manga de la toga.
Lynley comprendió la dolorosa y horrible relación que la mujer estaba imaginando.
– Se niega a creer que él hiciera esas fotos -dijo, sabiendo muy bien que él también se negaba a dar crédito a la idea-. ¿Es eso lo que piensa?
– No puedo. La situación ya es bastante mala. Me niego a creer eso.
– Porque si lo creyera, la relación lógica…
– Él no secuestró a Matthew. No lo hizo. -Emilia sacó el trapo con que había limpiado las manchas de sus brazos y se secó la cara, olvidando que estaba impregnado de yodo tres amonio. Tiñó su piel de amarillo, como si padeciera una enfermedad.
– ¿Qué ocurrió cuando usted y John terminaron de hablar de las fotos?
Emilia le contó el resto con escasas vacilaciones. Había regresado a su habitación de Galatea poco después de la medianoche, dejando las fotos en manos de su dueño; había reflexionado durante toda la noche sobre el peligro que representaban para la carrera de Corntel; volvió a buscarlas la noche siguiente y le insistió en que debía destruirlas.
– ¿Se las entregó sin protestar? -preguntó Lynley.
– No le costará imaginar lo avergonzado que se sentía, ¿verdad? Le dije que quería destruirlas, que debía destruirlas por su bien. Estuvo de acuerdo.
– ¿Cuánto tiempo pasó con él?
– Diez minutos. Tal vez menos.
– ¿Qué hora era?
– Las siete de la tarde, aunque no me acuerdo bien.
Lynley se interesó por el lapso transcurrido entre que la mujer recibió las fotos al anochecer y las tiró al vertedero de madrugada.
– No quería que me vieran -contestó ella.
– ¿Por qué eligió el vertedero? -Intervino la sargento Havers-. ¿Por qué no las tiró en otro sitio?
– Fue lo primero que se me ocurrió -replicó Emilia-. Si las tiraba a la basura alguien podía encontrarlas. Aunque las rompiera, si alguien reparaba en los fragmentos podía sentir curiosidad. Tenía que quemarlas, y no podía arriesgarme a hacerlo en Galatea, donde Cowfrey Pitt, o alguna chica, podía sorprenderme. Decidí que el vertedero era el lugar ideal para desprenderme de ellas.
– ¿Por qué no se quedó hasta comprobar que se habían quemado? -preguntó Havers.
– Porque oí venir un coche, el minibús, supongo. No quería que Frank Orten me viera y viniera a preguntarme qué estaba quemando. Las tiré en el vertedero, les prendí fuego y me marché.
– ¿Qué hora era? -preguntó Lynley.
– No estoy segura. Sé que eran más de las tres. Tal vez las tres y cuarto, o más tarde. -Dobló el trapo hasta convertirlo en un diminuto cuadrado y alisó las arrugas, manchándose los dedos con el polvo amarillo-. Lo único importante era que no me descubrieran. Por mi bien, lo admito, pero sobre todo por John. Pensé que si al menos hacía eso por él…, si podía demostrarle mi amor de esa manera… Huí cuando oí el vehículo. Pensaba que lo había hecho bien, pero no fue así, ¿verdad? Alguien me vio. Usted dijo que un alumno vio… -Se interrumpió y levantó la vista al instante-. ¿Un alumno? ¿Un alumno cogiendo el minibús?
En el fondo, era muy parecida a Lockwood, pensó Lynley. Si un alumno era culpable, John Corntel estaba a salvo. Matthew Whateley era olvidado una y otra vez, en las prisas por inculpar a quien menos perjuicios causara.
Lynley y Havers se detuvieron al borde del césped que separaba el edificio de Ciencias de la residencia Calchus. Los escolares estaban saliendo de los edificios y se dirigían hacia el comedor, situado en el lado oeste del cuadrilátero. Lynley observó que desviaban la vista para no mirarles y que las conversaciones enmudecían cuando los alumnos pasaban por su lado.
– Él pudo hacerlo -reflexionó Havers, clavando la vista en la cercana residencia Erebus-. Sabemos que Frank Orten no iba en el minibús. Estaba en su casa, ¿no?
– Si hay que concederle crédito -respondió Lynley-. Elaine Roly afirma que aquella noche llevó a su hija al hospital.
Havers escribió una nota de recordatorio.
– Lo comprobaré. -Mordió el extremo del lápiz-. Si Corntel lo hizo, debió de ser lo bastante listo para no transportar el cadáver a Stoke Poges en su propio coche, ¿verdad? Sabría que no podía hacerlo sin dejar pruebas acusadoras. Una fibra, un cabello, cualquier cosa. Tuvo que coger las llaves de la oficina del conserje, apoderarse del minibús y procurar no dejar huellas digitales en ninguna parte.
Lynley no pudo negar la posibilidad de la teoría. Pensó de nuevo en el poema de Thomas Grey, en la estancia que había leído con Deborah St. James, en la precisión con que describía al muchacho y la forma en que se había dispuesto del cadáver. Resultaba difícil imaginar que un alumno se tomara tantas molestias.
– El problema es la poesía -dijo Lynley con aire pensativo, y explicó el poema de Thomas Grey a la sargento Havers.
La mujer tuvo otra idea.
– ¿Qué opina de los versos que adornaban las paredes de Chas Quilter? Parece que conoce bien la poesía inglesa.
– ¿Cuál es su móvil, sargento?
– Muy hábil -admitió ella-. Ése es el punto, ¿verdad?
– Hasta el momento, hemos descubierto dos móviles muy claros. Clive Pritchard tiene uno.
– ¿Y John Corntel tiene el otro?
Lynley asintió con semblante sombrío.
– ¿Cómo sería posible pasar por alto las implicaciones de esas fotos?
– ¿Un meneíto con Matthew y, ¡ale hop!, está muerto? -preguntó Havers con rudeza.
– Tal vez un accidente.
– ¿Apretó demasiado el nudo? ¿Se pasó con la electricidad?
La idea provocó un enorme malestar en Lynley. Ahuyentó la sensación y buscó en sus bolsillos las llaves del coche, que entregó a Havers.
– Vaya a Cissbury, sargento. Trate de verificar la historia de Clive Pritchard.
– ¿Qué hará usted, inspector?
– Es hora de hurgar en lo peor de John Corntel.
Lynley rodeó un lado de la capilla mientras el furgón de la policía de Horsham se detenía. Tres analistas del DIC de Horsham bajaron, provistos de bolsas y equipo. Alan Lockwood se reunió con Lynley junto al furgón. El plan era sencillo. El equipo se pondría a trabajar en la cámara oculta sobre la habitación de secar la ropa de Calchus e investigaría después los minibuses del colegio, esparciendo polvo en busca de huellas dactilares, recogiendo pruebas y tomando fotografías. Lockwood se brindó a guiarles.