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Después de verles alejarse en dirección a Calchus, Lynley volvió a entrar en el edificio principal del colegio, atravesó el vestíbulo y desembocó en el patio cuadrangular. Pasó bajo la estatua de Enrique VII, cuyas severas facciones de mármol hablaban con aire satisfecho de la victoria lograda y del precio de la traición. Pensar en aquella conquista que se remontaba a quinientos años antes y en las traiciones que la habían posibilitado aminoró el paso de Lynley, y le dio tiempo para pensar en su antigua relación con John Corntel y en cómo esa antigua relación alzaba la voz para dictar su comportamiento de ahora. La tradición le exigía lealtad, en tanto la traición sólo prometía que llegaría acompañada de su fiel aliado, el remordimiento. ¿Acaso no era ésa la lección que habían aprendido aquellos que habían traicionado a su legítimo rey en el campo de batalla? Como individuos, su ganancia se había reducido a una fugaz bagatela. Su pérdida había sido infinita.

Lynley pensó en su situación actual con cierta autoironía. Era muy fácil exigir y esperar de un muchacho de dieciocho años como Chas Quilter que rompiera las cadenas de la costumbre y señalara a un compañero con un dedo acusador. Cuando los papeles se invertían, resultaba muy difícil esperar de uno mismo idéntico grado de inflexible rectitud moral. El sobre de papel manila que Lynley sostenía, tan insustancial en aquella temprana hora de la mañana, pesaba como el plomo.

«Sepulcros blanqueados», pensó con disgusto, y siguió el sendero de guijarros que conducía al comedor.

Era una sala de enormes proporciones, capaz de albergar a todo el colegio. Los comensales, distribuidos por residencias, se agrupaban por mesas, los estudiantes mayores a un lado, los más jóvenes al otro, el director en la presidencia y el prefecto en el extremo opuesto.

El ruido alcanzaba niveles intolerables. Seiscientos alumnos gritaban, reían y hablaban a la vez. Sin embargo, todas las conversaciones cesaron cuando Chas Quilter subió los peldaños de un podio de aspecto monástico y empezó a leer en voz alta un fragmento de la Biblia. Lynley esperó a que Chas terminara el breve pasaje y se acercó a las mesas destinadas a la residencia Erebus. El estrépito se reanudó cuando los carritos de la comida salieron de la cocina.

Corntel se hallaba en el extremo de una mesa, gritando instrucciones al oído de Brian Byrne. El prefecto de Erebus asintió, como si escuchara, pero Lynley observó que sus ojos seguían a Chas Quilter, mientras el otro muchacho caminaba hacia la mesa donde se sentaban los chicos de Ion. La mirada de Brian siguió clavada en Chas un momento después de que Corntel dejara de hablar; el músculo de la comisura de su boca se agitaba espasmódicamente.

Cuando Lynley llegó junto a John Corntel, éste ya le había visto. Como si adivinara la intención del detective en su cara, Corntel sugirió que, en lugar de hablar delante de los alumnos, lo hicieran en su aula. Explicó que estaba muy cerca, justo encima, en la sección de humanidades de la primera planta.

Corntel, después de dar instrucciones finales a Brian Byrne, le precedió hasta salir del comedor. Subieron la desgastada escalera de piedra del vestíbulo oeste y caminaron sin hablar hasta el aula de Corntel, situada en el pasillo que corría a lo largo del edificio, de sur a norte. El aula daba a los extensos campos de deportes. Una pelota de fútbol había quedado abandonada junto a un poste de la portería. Lynley miró por la ventana, observando que el cielo se oscurecía progresivamente a medida que nubes de tormenta se acercaban desde el oeste.

No había decidido la manera de abordar a su antiguo compañero, pues le resultaba violento enfrentarse a una aberración del carácter que consideraba tan incomprensible como repugnante. No encontraba el modo de iniciar la conversación. Se dio la vuelta y vio la pizarra.

Estaba cubierta de frases. Lynley las leyó, mientras Corntel le observaba desde la puerta: «Referencia irónica a la piedad; hija contra los educados; el precio de la enemistad; dignidad moral; agravios realistas; repetición de imágenes sangrientas.» Corntel había escrito en la parte superior: «Pondré en práctica la villanía que me enseñáis.»

– ¿El Mercader de Venecia? -preguntó Lynley.

– Sí. -Corntel entró en el aula. Los pupitres estaban dispuestos en forma de herradura para facilitar la discusión entre los estudiantes y el profesor-. Siempre me ha gustado esa obra. Esa deliciosa hipocresía de Porcia, que habla con elocuencia de la piedad sin saber nada de ella.

Era la introducción que Lynley necesitaba.

– Me pregunto si también existe un tema recurrente en tu vida.

Se acercó a Corntel y le tendió el sobre. Un escritorio les separaba, pero a pesar de su presencia, como un baluarte providencial, Lynley sintió la tensión que embargaba al profesor de literatura.

– ¿Qué es esto, Tommy? -preguntó Corntel, fingiendo desenvoltura.

– Ábrelo.

Corntel le obedeció e intentó hablar, pero enmudeció al ver las fotos. Al igual que Emilia Bond poco antes, empujó hacia atrás una silla, pero, en cambio, no intentó negar a quién pertenecían las instantáneas.

Su rostro expresó aflicción, y sus palabras explicaron el origen de su dolor.

– Ella te las dio. Ella te las dio…

Lynley sabía que podía ahorrarle, al menos, ese sufrimiento.

– No. Un chico la vio mientras intentaba quemarlas el sábado por la noche. Él nos las dio. Ella trató de negar que te pertenecían…

– No sabe mentir, ¿verdad? Ella no sabe mentir.

– Me parece que no. Eso habla mucho en su favor. -Corntel no había levantado la vista de las fotos. Lynley vio que las estaba estrujando-. ¿Me puedes explicar qué significan, John? Supongo que comprenderás sus nefastas implicaciones.

– No es lo que alguien quiere encontrar en poder de un profesor, sobre todo en estas circunstancias. -Corntel siguió sin levantar la cabeza. Mientras hablaba, fue pasando las fotos lentamente-. Siempre he querido escribir, Tommy. ¿Acaso no es el sueño de todo profesor de lengua? ¿No decimos todos que podríamos escribir tal libro, si tuviéramos el tiempo, la disciplina o la energía necesarias después de calificar los exámenes? Esto, estas fotos, fueron el primer paso. -Hablaba casi en susurros, como un hombre después de hacer el amor. Continuó ojeando las fotografías-. Sé que busqué deliberadamente un tema sensacionalista, para facilitar la publicación, ya sabes. Hay que empezar por algún sitio. No me pareció una forma muy deshonesta de empezar. Me doy cuenta de la escasa integridad artística que sugiere el proyecto, pero pensé que serviría para lanzarme. -Sus palabras surgían con una cadencia lenta, perezosa, hipnótica-. Y después podría seguir. Podría escribir… con pasión. Sí, con pasión. Así debe ser el ejercicio de escribir, ¿no? Un acto de pasión. Un acto de goce. Una especie de éxtasis en el que los demás sólo sueñan, pues ni siquiera saben que existe… Y estas fotos… estas fotos…

Corntel recorrió la silueta de un niño desnudo. Recorrió los muslos musculosos de un hombre hasta la entrepierna, subiendo por su pecho hasta los labios. Cogió otra foto y repitió el mismo ejercicio, demorándose en la cópula entre un niño y un adulto con una sonrisa vaga.

Lynley le observaba sin decir nada. No encontraba las palabras que quería articular. Por más que Corntel se ocultara tras la oportuna intención de escribir una novela, la vena que latía en su sien, la forma en que recorría sus labios con la lengua y el arrebato de su voz desnudaban la verdad. Lynley experimentó una oleada de repugnancia, seguida de una compasión profunda y sincera.