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Corntel alzó la vista y descubrió que Lynley le estaba mirando. Dejó caer las fotos, que quedaron desparramadas sobre el escritorio.

– Dios mío -susurró.

Lynley recuperó la voz.

– Tengo un muchacho muerto, John, de la misma edad que éstos. Le ataron. Le torturaron. Le… Dios sabe qué más.

Corntel se apartó del escritorio y caminó hacia las ventanas. Miró los campos de deportes. Esto pareció proporcionarle la valentía de darse la vuelta y empezar a hablar.

– Empecé a coleccionar fotos durante un viaje a Londres. Cuando vi la primera, en una sección muy privada de una librería para adultos del Soho, me quedé consternado. Y fascinado. Y atraído por ella. La compré. Y después, las demás. Al principio, las miraba solamente durante las vacaciones, lejos del colegio. Luego me permití una sesión al mes en mi estudio, con las cortinas corridas. No me pareció tan horrible. Después, una vez a la semana. Después, por fin, casi cada noche. Me moría de ganas de verlas. Me… -Miró al exterior-. Me tomaba una copa de vino. Me… Velas, encendía velas. Me imaginaba… Lo que te dije al principio no está tan alejado de la verdad. Imaginaba relatos a partir de ellas. Relatos. Les puse nombre a los niños. A los adultos, no. -Devolvió su atención a las fotos-. Este chico es Stephen -explicó, indicando un niño atado y amordazado sobre una antigua cama metálica-. Y éste… éste era Colin. A éste le llamé Paul. Guy. William. -Cogió otra. Su valentía pareció flaquear-. Y a éste le llamé John.

Era la única foto en que aparecían dos adultos, violando a un niño indefenso. Aunque ya la había visto, el significado de que Corntel le hubiera bautizado con su nombre quedaba muy claro.

– John -dijo Lynley-. Necesitas…

– ¿Ayuda? -Corntel sonrió-. Eso es para la gente que ignora su enfermedad. Yo sé cuál es la mía, Tommy. Siempre lo he sabido. La forma en que he vivido lo demuestra sin lugar a dudas. He cedido la autoridad a todos quienes la deseaban… Mi padre, mi madre, mis compañeros de colegio, mis superiores. Nunca he tomado la iniciativa. He sido incapaz de hacerlo. -Corntel dejó caer las fotos-. Ni siquiera con Emilia.

– Lo que me ha contado sobre el viernes por la noche no coincide con tus afirmaciones, John.

– No, claro. Yo… Tommy, tenía que contarte algo, ¿verdad? Sabía que acabarías descubriendo lo mal que se sentía cuando me dejó el viernes por la noche, así que inventé un motivo. La impotencia me pareció… Tenía que hacerlo, ¿no? ¿Y qué más da? Lo que te dije era tan parecido a la verdad como… ¿Quieres que te lo diga ahora? Fue… lo logramos. Ni más ni menos. Ella fue muy bondadosa.

– Creo que ella no actuó por simple bondad.

– No. No es su estilo. Es una buena persona, Tommy. Cuando vio lo difícil que… me resultaba todo, tomó la iniciativa. Le cedí todo el control. Y cuando volvió el sábado por la noche a pedirme las fotografías, a exigírmelas, en realidad, también se las di. Creí que era la mejor manera de reparar quién era yo, qué era yo. No soy un hombre normal, en realidad. Nada normal.

Lynley quería formular a Corntel un centenar de preguntas. Más que nada, quería entender cómo había evolucionado un joven de brillante porvenir hasta convertirse en lo que veía ante él ahora. Quería entender por qué resultaba más atractivo un mundo de fantasías desviadas que una relación vital con otro ser humano. Ya sabía parte de la respuesta. Era más seguro habitar en un mundo ficticio, aunque esa vida estuviera desconectada de la realidad. No implicaba peligros. Nada hería el espíritu, nada desgarraba o rompía el corazón. Sin embargo, el resto de la respuesta se hallaba tan encerrado en el interior de Corntel que tal vez tampoco sabía explicarlo.

Sintió la necesidad de proporcionar un consuelo a su antiguo compañero de colegio, de aplacar su vergüenza puesta al desnudo.

– Emilia te ama.

Corntel meneó la cabeza. Recogió las fotos y las volvió a introducir en el sobre, que tendió a Lynley.

– Ama al John Corntel que ella ha creado. Ni siquiera conoce al auténtico.

Lynley descendió las escaleras poco a poco. Reflexionaba sobre todas las conversaciones que había mantenido con John Corntel, experimentando la sensación de que, en los últimos días, se había convertido en el espectador de un drama fluctuante, en el que Corntel interpretaba varios papeles, protegido por una pantalla de niebla.

Había ido a Londres en el papel de director de residencia, sintiéndose culpable de la desaparición de Matthew Whateley. Se había comportado como un hombre en busca de ayuda, que aceptaba su parte de culpa en una serie de lacras institucionales que habían culminado en la desaparición del muchacho. Sin embargo, a pesar de sus presuntos deseos de colaborar, no había confesado la distracción que le había impedido mirar por el bienestar de Matthew durante el fin de semana.

Emilia Bond había sido la distracción, y en su relación con ella había adoptado el segundo papeclass="underline" el amante mortificado por la humillación. La emoción subyacente en todas las revelaciones que había efectuado a Lynley siempre era la misma. No existía diferencia entre alegar un defecto que le impedía cumplir en la cama o confesar que Emilia Bond había llevado la iniciativa a la hora de hacer el amor. El resultado en ambos casos era la humillación, y bajo esa humillación se ocultaba una súplica de compasión y comprensión que Lynley había captado. La reconoció de nuevo cuando Corntel encarnó el tercer papel de su drama.

Corntel personificaba en el coleccionista de pornografía al patético perverso. Al bautizar con su nombre a uno de los muchachos de las fotos, daba un paso adelante. No interpretaba el papel de verdugo, sino de víctima, y pedía a Lynley que creyera en su sinceridad, pero todo resultaba demasiado conveniente en aquel momento. Aunque Corntel había forjado un complicado mundo de fantasía alrededor de sus fotografías, Lynley sabía que la soledad de una existencia semejante tendría que haberle impulsado, tarde o temprano, a buscar la realidad. Si la realidad que representaba Emilia Bond había defraudado al hombre, ¿qué podía impedir a Corntel buscar una realidad más cercana al mundo enfermizo de sus sueños? ¿Qué podía impedirle convertir a Matthew Whateley en parte de aquella experiencia?

Corntel sabía sin duda que no se había eliminado como sospechoso por revelar parte de sus tormentos personales. Aunque Lynley hubiera descartado sus sospechas, Corntel no iba a creer que se abstendría de utilizar las fotografías que llevaba apretadas bajo el brazo. Se entregarían al rector. Tanto si Corntel era o no culpable de la muerte de Matthew Whateley, Lockwood decidiría acerca de su futuro. Al fin y al cabo, era su trabajo, su responsabilidad.

Sin embargo, existían otras consideraciones. Lynley aceptaba la inevitabilidad del hecho. Quedaba el recuerdo de Eton. Quedaba su borrachera y la decisión de Corntel de evitar su expulsión del colegio. Quedaba el recuerdo de su compañero de clase hablando con elocuencia en la capilla, escribiendo ensayos premiados, ayudando a chicos menos dotados e integrados que él. Quedaba el recuerdo de verle con sus pantalones a rayas y el chaqué, corriendo bajo el arco de entrada, llegando tarde a una clase pero concediéndose todavía tiempo para ayudar al conserje a descargar un enorme paquete de un camión. Quedaba el recuerdo de aquella veloz sonrisa, del saludo gritado desde el otro extremo del patio. Quedaba una época compartida. Quedaba, y siempre quedaría, el viejo vínculo escolar.

Lynley notaba el paquete de fotografías bajo su brazo. Exigían a gritos una decisión. Vacilaba en tomar una.

– Inspector. -Alan Lockwood le aguardaba al pie de la escalera-. ¿Debo suponer que se arrestará a alguien esta tarde?

– Cuando los analistas de la policía…

– ¡Al infierno con los analistas de la policía! Quiero a Clive Pritchard fuera de este colegio. La junta de gobierno se reunirá esta noche, y quiero dar el asunto por concluido antes de que lleguen los miembros. Dios sabe cuándo vendrá la familia de Pritchard a buscarle. Hasta ese momento, no quiero que ande por ahí. ¿Queda claro?