Выбрать главу

– ¿Cuánto tiempo tardarán…?

– No contamos con los medios humanos de la policía metropolitana, inspector. Tardaremos semanas en analizarlo todo. Es todo cuanto podemos hacer.

Lynley comprendió que el DIC de Horsham había enviado a su equipo de analistas con grandes reticencias. Eligió sus palabras con sumo cuidado.

– Sospechamos de un chico de sexto superior. Si hay algo que podamos utilizar para relacionarle con esta habitación, para relacionar a Matthew Whateley con esta habitación…

El hombre se rascó la cabeza y domeñó un mechón rebelde de cabello gris.

– Whateley tenía… ¿Cuál era su edad?

– Trece años.

– Ummm. Parece improbable que Whateley… -El hombre quitó la bandeja superior del maletín y extrajo tres bolsas de plástico-. Es posible que esto pertenezca a su muchacho de sexto superior. No estoy seguro de que los usara un crío de trece años, y supongo que un adulto tendría el detalle de montarse sus líos sexuales en un ambiente mucho más atractivo. Discúlpeme, sargento. Esto no es adecuado para los ojos de una dama. -Meció las bolsas frente a sus rostros. Cada una contenía un condón. Siguió balanceando las bolsas al compás de sus palabras-. También se ha utilizado una manta vieja, que ya hemos empaquetado. Está llena de manchas y apuesto a que sé de qué son. Ya sabe a qué me refiero. Por lo visto, la habitación fue utilizada para algo más que… Bien -sonrió con lascivia-. Usted ya me entiende.

– Los dibujos de las paredes son bastante explícitos -replicó Lynley con sequedad. Observó que Havers estaba de pie con los brazos cruzados sobre el pecho, con una expresión de tenaz rechazo a dejarse azorar por el oficial de Horsham. Estaba acostumbrada a ello. Había mujeres en los DIC desde hacía años, pero no todo el mundo lo veía con buenos ojos. Lynley la condujo hacia el pasillo.

La sargento no tardó en hablar.

– Encajan con la personalidad de Clive, ¿verdad?

Lynley asintió con la cabeza.

– Cualquiera que haga el amor de pie con una chica junto a un cubo de basura, tampoco tendrá reparos en hacerlo sobre polvo y desperdicios. Aún así, me extraña que Clive tome precauciones para no dejarlas embarazadas, Havers. No corresponde a su estilo, ¿verdad?

El rostro de Havers expresó un profundo desagrado.

– A menos que la chica insistiera, aunque no me imagino a una chica sensata que quiera… ahí arriba… a solas con él. Francamente, inspector, nuestro Clive me pone la carne de gallina. Sea quien sea la chica, yo diría que le encantan los látigos y las cadenas. Ése parece el estilo de Clive.

– Si la encontramos, Havers, relacionará a Clive Pritchard con esa habitación.

– La confirmación de que él conocía la existencia de la habitación -concluyó Havers. Abrió los ojos de par en par cuando concluyó su pensamiento-. ¡Daphne!

– ¿Daphne?

– La chica a la que acosó en la clase de alemán de Cowfrey Pitt. Si no me he equivocado respecto a ella, es la persona que le pondrá las esposas a Clive.

Regresaron a las oficinas administrativas situadas en el lado este del cuadrilátero para preguntar dónde se alojaba la muchacha a la que Clive Pritchard había molestado el día anterior. La secretaria del rector tenía el fichero con los datos de todos los estudiantes sobre el escritorio, pero en lugar de buscar la información solicitada por Lynley, le tendió un mensaje telefónico y habló con la sequedad necesaria para transmitirle el desagrado que le causaba tomar contacto con la policía.

– Scotland Yard -dijo-. Quieren que les telefonee. -Cuando los ojos de Lynley se posaron sobre el teléfono del escritorio, la mujer habló con más frialdad aún-. Desde la oficina del conserje, por favor.

Frank Orten no estaba sentado ante su escritorio cuando entraron en la oficina. No había nadie en el despacho, un dato del que Lynley tomó buena nota. Las llaves colgaban de un tablero clavado en la pared situada al otro lado del mostrador que separaba la zona de trabajo de Orten de la sala de espera, indicada por la presencia de tres sillas de madera. Lynley pasó detrás del mostrador y las examinó. Havers se quedó junto a la puerta.

– ¿Están ahí las llaves del minibús? -preguntó.

Lynley las encontró colgadas de un gancho, sobre el cual había un letrero con la palabra «vehículos» impresa. Había más letreros sobre los demás ganchos, con los nombres de varios edificios: «matemáticas», «centro técnico», «teatro», etc. Las residencias también estaban indicadas mediante etiquetas; las residencias femeninas, Galatea y Eirene, se hallaban apartadas de las masculinas, al otro lado del tablero. Havers había definido con precisión la seguridad del colegio. No existía.

La puerta de la oficina se abrió y Frank Orten entró. Llevaba inclinada sobre la frente su gorra casi militar, la lluvia había manchado la chaqueta y los pantalones. Titubeó en la puerta, mirando sucesivamente a Havers, a Lynley y al tablero de las llaves.

– ¿Es frecuente que no haya nadie en su oficina como ahora, señor Orten? -preguntó Lynley-. ¿Diría usted que ocurre a menudo?

Orten se acercó a su escritorio, detrás del mostrador. Se quitó la gorra y la dejó sobre una estantería, al lado de un pote de cristal lleno de conchas marinas rosadas y blancas.

– Yo no diría eso -replicó.

– ¿Una vez al día, por lo menos? ¿Dos? ¿Más?

– Hay que ir al lavabo, inspector -contestó con expresión ofendida-. Me parece que no existe ninguna ley que lo prohíba.

– ¿Dejando la oficina sin cerrar?

– ¡Nunca me ausento ni tres minutos!

– ¿Y esta vez?

– ¿Esta vez?

Lynley indicó el estado en que se encontraba si uniforme.

– Está mojado de lluvia. Supongo que no hace falta salir para encontrar un lavabo, ¿verdad?

Orten se volvió hacia su escritorio. Había encima una cartera negra. La abrió.

– Mis nietos están en Erebus con Elaine. Fui a echar un vistazo.

– ¿Sigue su hija en el hospital?

– Sí.

– ¿En qué hospital?

Orten se giró en su silla.

– El St. John de Crawley. -Vio que la sargento Havers anotaba su respuesta. Se ajustó el cuello de la chaqueta-. ¿Qué pasa?

– Detalles, señor Orten -repuso Lynley-. He venido para utilizar el teléfono, con su permiso.

Orten empujó el teléfono hacia Lynley, de una manera que no ocultó su irritación. Lynley marcó e número del Yard y habló al cabo de breves momento con Dorothea Harriman. No dio oportunidad a la mujer de que le comunicara el mensaje, sino que, recordando su anterior conversación con la sargento Havers preguntó:

– ¿Ha presentado ya su informe el agente Nkata Dee? -Oyó que, al otro lado de la línea, la secretaria del superintendente Webberly removía los papeles. Al fondo, alguien tecleaba en un ordenador y una impresora zumbaba.

– Tiene suerte, como de costumbre -contestó Harriman-. No hace ni veinte minutos que llamó desde Exeter.

– ¿Y?

– Nada.

– ¿Nada?

– El mensaje decía: «Diga al inspector que nada.» Me pareció un poco descarado, pero Nkata es así, ¿verdad?

Lynley no se molestó en rectificar su impresión sobre el mensaje del agente. Él lo entendía muy bien. La investigación llevada en Exeter sobre la historia que Giles Byrne había relatado acerca del nacimiento de Matthew Whateley no había revelado nada. La intuición de la sargento Havers se había demostrado correcta.

– Ha recibido cierta información de la policía de Slough que le interesará, inspector -continuó Harriman-. Han concluido la autopsia. Existe una causa clara de la muerte.

– ¿Qué nos han dicho?

– Envenenamiento -respondió la mujer.

La mente de Lynley empezó a bullir de ideas. Era tal como había pensado: algo mezclado en la comida que le habían dado a Matthew Whateley mientras estaba prisionero en la cámara situada sobre la habitación de secar la ropa; algo que había bebido; algo que había producido un efecto inmediato en su organismo; algo a lo que un alumno había tenido acceso…