Выбрать главу

Y entonces, Dorothea Harriman habló de nuevo, y sus palabras interrumpieron y destruyeron la dirección que seguían los pensamientos del detective.

– Por monóxido de carbono -dijo.

Capítulo 20

Eran cerca de las cuatro cuando el inspector detective Canerone, del DIC de Slough, invitó a Lynley a entrar en su despacho, un apretado cubículo con muebles de metal y plástico, y cuyas paredes estaban cubiertas de mapas oficiales. Una tetera eléctrica, que arrojaba vapor, descansaba sobre uno de los tres archivadores mellados, mientras sobre otro estaba dispuesta una colección infantil de estatuillas de Beatrix Potter.

– Eran de mi hijo -explicó Canerone-. No me decidí a tirarlos cuando se fue a vivir con su madre. ¿Té? -Abrió un archivador y sacó una tetera china, dos tazas, dos platillos y un azucarero-. Ella se dejó esto -continuó con desenvoltura-. Me pareció una pena abandonarlo en casa, donde nadie lo iba a utilizar. No hay leche. ¿Le importa?

– En absoluto.

Lynley observó al otro detective mientras preparaba el té. Sus movimientos eran pesados y se paraba con frecuencia, como pensando si un posible gesto sería un despropósito que le haría quedar mal.

– ¿Trabaja solo en el caso? -preguntó Canerone-. No es muy típico de la policía metropolitana, ¿verdad?

– Me ayuda una sargento. Todavía sigue en el colegio.

Canerone depositó con todo cuidado sobre una bandeja la tetera, el azúcar, las tazas y los platillos, trasladándola a su escritorio.

– Usted piensa que asesinaron al chico en el colegio. -Más que una pregunta, era una conclusión.

– Lo pensé al principio -contestó Lynley-. Pero ya no estoy seguro. El monóxido de carbono me hace dudar.

Canerone abrió el cajón superior de su escritorio y sacó un paquete de galletas digestivas. Colocó dos en cada platillo y llenó las tazas de té. Tendió una a Lynley, mordió una galleta y abrió una carpeta que tenía frente a él.

– Vamos a ver qué hay aquí. -Sopló sobre la superficie de su té y sorbió ruidosamente.

– El monóxido de carbono se asocia, por lo general, con los coches -dijo Lynley-. Pero una persona puede quedar expuesta a él, y morir, de otras maneras.

– Eso es cierto -corroboró Canerone-. Al desprenderse del gas de hulla, de un horno estropeado o de una tubería obturada.

– En una habitación. En un edificio.

– Desde luego. -Canerone utilizó una galleta para señalar el informe-. Sin embargo, el nivel de concentración hallado en la hemoglobina era alto. Por lo tanto, el chico recibió una buena dosis, y en un espacio muy estrecho.

– La habitación en la que estoy pensando es muy pequeña. Encaja entre el alero del techo y un cuarto para secar la ropa. Recorrida por montones de cañerías.

– ¿Cañerías de gas?

– No estoy seguro. Tal vez.

– Entonces, esa habitación entra dentro de las posibilidades, aunque yo diría… No. Basándonos en esa concentración en la sangre, no creo que diera resultado, a menos que sólo tuviera capacidad para enanos. Si el muchacho fue el único que murió, tampoco. Compruébelo con nuestro equipo forense, pero pienso que le dirán lo mismo.

Lynley supo que debía modificar su línea de pensamiento, y lo hizo a regañadientes.

– ¿Pudo morir el chico mientras le transportaban en un vehículo?

A Canerone pareció interesarle la idea.

– Es más sensato que lo de la habitación, desde luego. Atado y amordazado en un vehículo, quizá en el maletero, sin que el conductor se diera cuenta de que los gases estaban matando al chico. Es una buena posibilidad.

– Y cuando el conductor llegó a su destino y descubrió lo que le había ocurrido al muchacho, tiró el cadáver en Stoke Poges y se largó.

Al oír esto, Canerone negó con la cabeza. Se introdujo el resto de la galleta en la boca.

– Eso es improbable. La lividez ya había comenzado. El cuerpo fue trasladado desde el lugar de su muerte al cementerio algún tiempo después de morir. Nuestros hombres calculan, como máximo, veinticuatro horas.

– Por lo tanto, Matthew pasó todo un día, ya cadáver, en ese vehículo antes de que movieran su cuerpo.

– Muy arriesgado -razonó Canerone-. A menos que nuestro asesino estuviera muy seguro de que nadie iba a merodear por las cercanías de su coche. Sea cual sea la verdad, lo cierto es que el chico no murió durante el trayecto de una hora entre el colegio y el cementerio. -Dio unos golpecitos sobre el informe con semblante pensativo-. Tal vez nuestro asesino tenía la intención de llevarle a otro sitio. Tal vez llegó a su destino, encontró al muchacho muerto, se asustó, abandonó el coche y tardó veinticuatro horas en imaginar una manera de deshacerse del cuerpo.

– ¿Trasladándole desde su coche a otro vehículo? ¿Tal vez un minibús?

– No está mal -aprobó Canerone-. Pero un poco difícil, porque nadie querría arriesgarse a transportar un cadáver en un minibús. -Volvió una página del informe y tendió un documento a Lynley-. ¿Recuerda las fibras enredadas en el cabello del chico? Lana y rayón. ¿Qué le sugieren?

– Cualquier cosa. Una prenda de vestir, la alfombra de un coche…

– De color naranja. -Canerone atacó su segunda galleta.

– La manta -dijo Lynley.

Canerone levantó la cabeza con expresión intrigada. Lynley le habló de la habitación para secar la ropa, de la cámara oculta encima, del contenido de ella.

– El DIC de Horsham se ha llevado la manta para analizarla.

– Envíennos un fragmento. Comprobaremos si las fibras son las mismas.

Lynley no dudó de que serían idénticas. Las fibras relacionarían a Matthew Whateley con la manta. La manta ubicaría a Matthew Whateley en la habitación. Si Havers tenía suerte con Daphne, Clive Pritchard también quedaría relacionado con la habitación. El círculo del crimen estaba empezando a cerrarse, desmintiendo la historia que había contado Clive sobre cómo había pasado el sábado por la noche.

– … los análisis de los restos hallados bajo las uñas, en los hombros y en las nalgas del muchacho.

Canerone interrumpió los pensamientos de Lynley.

– ¿Perdón?

– Hemos completado los análisis. Es hidróxido de potasio, pero recibe otros dos nombres que le sonarán más familiares: potasa cáustica, lejía.

– ¿Lejía?

– Extraño, ¿no?

– ¿Dónde pudo recibir Matthew Whateley emanaciones de lejía?

– Si estaba prisionero, atado y amordazado, en cualquier sitio -señaló Canerone-. En el mismo lugar donde le retenían.

Lynley comparó esta posibilidad con lo que ya sabía acerca de Bredgar Chambers. Mientras tanto, Canerone continuó hablando con su estilo afable.

– Todos los escolares saben lo más básico sobre la lejía, que se utiliza en jabones y detergentes. Yo diría que usted debería buscar en un trastero, un cobertizo, en alguna dependencia. -Canerone se sirvió la segunda taza de té-. También cabe la posibilidad de que la lejía le envenenara en el maletero del coche en que murió. En ese caso, busque un vehículo de alguna empresa de servicios, la que se encarga de transportar cosas al colegio, o de la limpieza.

Canerone prosiguió, y aunque Lynley le fue contestando de la forma apropiada, sus pensamientos vagaban en otra dirección. Sopesó la información que obraba en su poder y admitió para sí que tal vez estaba forzando los datos para que encajaran en un caso que había modelado en su mente, en lugar de recoger los datos y construir el caso a partir de ellos. El riesgo de todo trabajo policial consistía siempre en no mantener una distancia objetiva hasta reunir toda la información. Ya había recorrido esa peligrosa ruta, y reconocía su propensión a extraer conclusiones precipitadas. Además, admitía su tendencia a permitir que las lealtades del pasado contaminaran su interpretación del presente. Alzó barreras contra esa proclividad y se obligó a valorar la fuerza relativa de todas las pruebas que había hallado hasta el momento.