El peligro inherente a una investigación de asesinato son las prisas. Cuanto antes reuniera la policía los detalles pertinentes, antes se produciría una detención. El riesgo consiguiente consistía en perder de vista la realidad. La necesidad de encontrar un culpable solía dar como resultado el olvido inconsciente de un dato que podía conducir en otra dirección. Lynley lo sabía. Se dio cuenta de que estaba ocurriendo en su actual investigación.
El envenenamiento por monóxido de carbono había cambiado su visión del caso. Ya no consideraba la cámara situada sobre la habitación de secar la ropa el lugar probable donde había muerto Matthew Whateley. Si la nueva realidad era que Matthew Whateley había muerto en otro sitio, la nueva realidad complementaria era que, por más que le supiera mal a Lynley, Clive Pritchard no sólo no estaba implicado, sino que decía la verdad. Aquella verdad, inexorablemente, conducía de nuevo a las fotografías. Y las fotografías conducían de nuevo a John Corntel.
Tenía que haber una forma de verificar que en aquella habitación de Calchus no se había producido el envenenamiento que costó la vida al muchacho. Debía realizarse tal verificación antes de seguir adelante. Lynley sabía, sin lugar a dudas, cuál era el único hombre que podía encargarse de esa tarea: Simon Allcourt-St. James.
– El martes pasado -dijo el coronel Bonnamy. Farfulló las palabras. Siempre sucedía al declinar el día, cuando sus fuerzas se debilitaban-. El martes pasado, Jean.
Jean Bonnamy sirvió a su padre menos de media taza de té. A causa de los temblores que traía consigo el cansancio, sólo podía beber media taza sin desparramar el contenido, y se negaba a que su hija le acercara una taza llena a los labios. Comía y bebía muy poco, para ahorrarse la humillación de ser alimentado como un niño pequeño. A su hija no le importaba. Sabía cuánto significaba para él la dignidad, y bien poco quedaba de ella después de que le ayudara a vestirse, bañarse o ir al lavabo.
– Lo sé, papá -contestó Jean, pero no quería hablar de Matthew Whateley. Si hablaban del chico, se pondría a llorar. Su padre, a su vez, se desmoronaría, lo cual, a causa de su estado, era muy peligroso. Tenía la presión alta desde hacía dos días. Jean estaba decidida a que nada la hiciera subir.
– Ayer habría estado con nosotros, muchacha.
Su padre levantó la taza hacia los labios. La porcelana entrechocó con sus dientes por culpa del temblor de su brazo.
– ¿Te apetece que juegue contigo al ajedrez, papá?
– ¿En lugar de Matthew? No, ni hablar.
El coronel posó la taza sobre el platillo. Cogió una rebanada de pan con mantequilla del plato que había sobre la mesa entre los dos. Se estremeció.
Al observarle, Jean reparó en que hacía mucho frío en la sala de estar. La oscuridad, intensificada por la lluvia continua y los bancos de tenebrosas nubes grises que llegaban desde el oeste, aumentaba a cada momento, y la negrura del anochecer sólo era comparable al frío que se había introducido en la casa como un intruso.
La estufa eléctrica estaba encendida, y el viejo perdiguero se calentaba junto a ella con gran satisfacción, pero el calor no llegaba hasta sus sillas. Jean habló al ver que su padre se estremecía de nuevo.
– Creo que necesitamos un fuego, papá. ¿Qué opinas? ¿Quito tu viejo dragón y preparo una buena fogata?
El coronel Bonnamy torció la cabeza hacia la chimenea, donde su dragón chino estaba apoyado contra dos atizadores. Afuera, una ráfaga de viento azotó uno de los castaños, y sus ramas golpearon las ventanas de la sala de estar. El perdiguero irguió la cabeza y emitió un aullido gutural.
– No es más que una tormenta, Shorney -dijo Jean al animal. Éste aulló por segunda vez. Algo se estrelló contra la casa. El perro ladró.
– Nunca le ha gustado el mal tiempo -dijo el coronel Bonnamy.
El perro volvió a ladrar. Miró a Jean y después a la ventana, que las ramas del árbol golpeaban. La lluvia arreció. Algo arañó la pared. El perro, abrumado por el peso de la edad, se incorporó, plantó las patas sobre su manta y empezó a gemir.
– Shorney -le amonestó Bonnamy. El animal aulló y su corto pelaje se erizó.
– ¡Maldita sea! ¡Basta! -gritó el coronel Bonnamy. Arrugó un trozo de periódico con la mano buena y lo tiró contra el perro para distraerle, pero el lanzamiento se quedó corto. El perro continuó ladrando.
Jean se acercó a la ventana y miró al exterior, pero sólo vio la lluvia que caía sobre el antepecho y el reflejo de las luces de la sala de estar. Otra ráfaga de viento arremetió contra la casa. Se oyó un estruendo, como si el tejado se estuviera desplomando. El perro gruñó, enseñó los dientes y avanzó dos pasos hacia la ventana. En ese momento, algo golpeó la casa y cayó al suelo con gran estrépito.
– Habrá sido el rastrillo, papá -dijo Jean Bonnamy, después del consiguiente ladrido del perro-. Lo dejé fuera con las tijeras de podar, cuando ese inspector vino ayer… Será mejor que vaya a buscarlas antes de que se estropeen, y también un poco de leña para el fuego. Shorney ¡Quieto!
– No necesitamos fuego, Jeannie -protestó su padre, mientras ella se acercaba al perchero y se ponía un impermeable manchado de grasa. Sin embargo, un estremecimiento recorrió su cuerpo al tiempo que hablaba.
El viento aulló en la chimenea. El perdiguero ladró.
– Claro que sí -contestó Jean-. No tardaré ni un momento. ¡Shorney!
El perro avanzó en su dirección, pero lo último que deseaba la mujer era que el viejo perdiguero se expusiera a la tormenta. Salió de la sala y cerró la puerta a su espalda. Las luces de la cocina no estaban encendidas; tuvo que atravesarla con cautela hasta abrir la puerta trasera.
Una ráfaga de viento frío la abofeteó. La lluvia la caló de pies a cabeza. Se encogió en el impermeable y siguió adelante.
Había dejado el rastrillo y las tijeras en la parte posterior de la casa, apoyados contra la pared. Pensó que la tormenta los habría tirado al suelo, provocando el ruido que habían oído. Corrió pegada a la pared, dobló la esquina y empezó a buscarlos en la oscuridad. El perro continuaba ladrando dentro de la casa, pero el creciente rugido del viento ahogaba el sonido.
– Bien, ¿dónde demonios…? -Encontró las tijeras con bastante facilidad, caídas junto a una mata de lavanda, pero no así el rastrillo. Tanteó el suelo y el viento le arrojó el pelo sobre la cara, cegándola-. ¡Maldita sea! ¡Cállate, Shorney -gritó.
Se puso en pie, apretó las tijeras bajo el brazo y se dirigió por el camino particular al cobertizo donde guardaba las herramientas, al otro lado del jardín. Abrió la puerta, entró y se tomó unos momentos de respiro, a salvo de la furia persistente del viento y la lluvia. Colgó las tijeras de su gancho. La puerta del cobertizo se cerró de golpe.
Lanzó un grito, sobresaltada, y después rió.
– Sólo es una tormenta -dijo.
Pensó en esperar a que la lluvia cediera antes de coger leña del refugio contiguo al cobertizo, pero la imagen de su padre temblando de frío la movió a actuar.
Al fin y al cabo, podía entrar en calor con un baño y una copa de coñac. Se ajustó el cinturón del impermeable, se subió el cuello y reunió fuerzas para afrontar de nuevo la lluvia. Avanzó un paso hacia la puerta con la mano extendida. Se abrió por sí sola.
Jean saltó hacia atrás y jadeó. Una figura apareció en el umbral, recortada contra el cielo. Jean empezó a hablar.
– ¿Qué hace…?
Vio un brazo que se levantaba. Sostenía el rastrillo. Los puntiagudos dientes de metal se hundieron en su cuello con furia. Cayó. Rodó sobre el suelo. Intentó protegerse la cabeza. El rastrillo la buscó, y la encontró una y otra vez. Sintió que su carne se desgarraba. Probó el sabor de su sangre.