No estaba dormido. La muerte no le había sorprendido de una forma suave.
– ¡Dios mío, Dios mío! -gritó Deborah.
Sus palabras le proporcionaron una súbita e inesperada energía y corrió hacia el aparcamiento.
Simon Allcourt St. James detuvo el coche junto a la cinta policial dispuesta a la entrada del aparcamiento de la iglesia de St. Giles. Los faros delanteros iluminaron por un momento el rostro de un joven y desgarbado agente de policía que se hallaba de guardia. Parecía un aditamento innecesario, pues aunque la iglesia no estaba aislada por completo, las casas próximas se encontraban a cierta distancia, y no se había formado ningún grupo de curiosos en la carretera.
Pero era domingo, recordó St. James. Se celebrarían las vísperas dentro de una hora. Alguien debería presentarse para despedir a los fieles.
Distinguió en el estrecho sendero que conducía al aparcamiento un arco de luces, indicando el lugar donde la policía había dispuesto la sala de atestados. Un potente destello azul irrumpía en la iluminación blanca con un ritmo fijo y palpitante. Alguien había permitido que el faro de un coche policial continuara girando, olvidado, en el techo del vehículo.
St. James apagó el motor del MG y soltó el embrague. Salió del coche con movimientos torpes. Su pierna izquierda, sujeta por una abrazadera, se posó en un ángulo irritante que le hizo perder el equilibro por un instante. El joven agente le miró con fijeza, y la expresión de su rostro delató que no sabía si acudir en su ayuda u ordenarle que se alejara. Se decantó por esto último. Conectaba más con su lógica.
– No puede quedarse aquí, señor -dijo-. Se está llevando a cabo una investigación policial.
– Lo sé, agente. He venido a buscar a mi mujer. Su superior me llamó. Ella encontró el cadáver.
– Entonces usted debe de ser el señor St. James. Lo siento, señor -el agente examinó al otro hombre con descaro, como si eso le permitiera verificar su identidad-. No le reconocí -como St. James no contestó, el joven pareció sentirse obligado a proseguir-. Le vi la semana pasada en un telediario, pero usted no…
– Por supuesto -le interrumpió St. James. Sabía de antemano las palabras que venían a continuación: «En el telediario, usted no parecía lisiado.» Claro que no. De pie en la escalera del Old Bailey, respondiendo a preguntas sobre el uso reciente de huellas dactilares genéticas en un tribunal, ¿por qué iba a parecer lisiado? La cámara enfocaba su cara, no realizaba un estudio sobre el daño que el destino había infligido a su cuerpo.
– ¿Está mi mujer por aquí?
El agente señaló al otro lado de la carretera.
– Está en aquella casa. Desde allí nos llamó.
St. James le dio las gracias con un movimiento de la cabeza y cruzó la carretera. La casa en cuestión se alzaba a escasa distancia, tras dos puertas de hierro forjado que se abrían en un muro de ladrillo. Era un edificio vulgar, de techo acanalado, garaje con capacidad para tres coches y cortinas blancas, todas con el mismo dibujo, en las ventanas. En lugar de jardín tenía un amplio sendero privado que bordeaba un montículo, el cual, junto con el muro, resguardaba la casa de la carretera. La puerta principal consistía en una sola hoja de cristal opaco, montada en un marco de madera blanca.
Cuando St. James tocó el timbre, una agente le abrió la puerta. Le dirigió a la sala de estar, situada en la parte posterior de la casa, donde se hallaban sentadas cuatro personas en sillas cubiertas de calicó y en un sofá, alrededor de una mesilla de café.
St. James se detuvo en el umbral. La escena que se desplegaba ante sus ojos era una especie de cuadro, consistente en dos hombres y dos mujeres enfrascados en una pacífica confrontación. Los hombres, pese a no vestir uniforme, no podían disimular su condición de policías. Estaban inclinados hacia adelante, uno con un cuaderno y el otro con la mano extendida, como para dar mayor énfasis a una observación. Las mujeres guardaban silencio e intercambiaban miradas, como esperando más preguntas.
Una de ellas era una muchacha que no tendría más de diecisiete años. Llevaba un albornoz informe, con un puño manchado de chocolate, y gruesos pantalones de lana que le venían grandes y tenían los bajos cubiertos de polvo. Era pequeña, excesivamente pálida y tenía los labios agrietados, como si hubieran estado expuestos al viento o el sol. No carecía de atractivos; era de aspecto dulce, aunque insignificante. Comparada con su tenue belleza, Deborah era como el fuego, con su masa de cabello llameante y la piel marfileña.
Si bien St. James había deseado varias veces reunirse con su esposa en el transcurso del viaje, Deborah se había negado a que se encontraran en Yorkshire y Bath, de modo que no la veía desde hacía un mes. Sólo había hablado con ella por teléfono, conversaciones que, a medida que pasaban las semanas, habían sido cada vez más tensas y difíciles de concluir. Sus palabras vacilantes habían revelado en todo momento a St. James hasta qué punto sufría por el hijo perdido, pero ella le impedía hablar del tema, diciendo «No, por favor» cuando lo intentaba. Cuando la vio, absorbiendo su presencia como si ésta bastara para vincularla de nuevo a él, se dio cuenta de que nunca había comprendido, hasta ese momento, el terrible riesgo que comportaba entregar su amor a Deborah.
Ella alzó la mirada y le vio. Sonrió, pero Simon leyó en sus ojos la pena que la embargaba. Nunca habían logrado mentirle.
– Simon.
Los demás miraron en su dirección. Entró en la sala, se encaminó hacia la silla de su mujer y le acarició el luminoso cabello. Deseaba besarla, abrazarla, infundirle energías, pero se limitó a decir:
– ¿Te encuentras bien?
– Por supuesto. No sé por qué te han telefoneado. Puedo volver sola a Londres.
– El inspector me dijo que no tenías muy buen aspecto cuando llegó aquí.
– El susto, supongo, pero ya estoy bien.
Su apariencia desmentía estas palabras. Habían aparecido círculos oscuros bajo sus ojos y las ropas colgaban flojamente sobre su cuerpo, testimonio del peso que había perdido en las cuatro últimas semanas. Al advertirlo, St. James experimentó una punzada de temor.
– Sólo un minuto más, señora St. James, y podrá marcharse.
El policía de mayor edad, probablemente un sargento al que le habían asignado las investigaciones preliminares, dedicó su atención a la muchacha.
– Señorita Feld… ¿Puedo llamarla Cecilia?
La chica asintió con expresión recelosa, como si la petición de tutearla encerrara una trampa.
– Me parece que has estado enferma, ¿verdad?
– ¿Enferma? -preguntó, como sin darse cuenta de que ir vestida de aquella forma a las seis de la tarde sólo podía indicar mala salud-. Yo… No, no estoy enferma. No he estado enferma. Un poco de gripe, tal vez, pero enferma no, se lo aseguro.
– En ese caso, repasaremos por última vez tus declaraciones -dijo el policía-. Sólo para asegurarnos de que hemos anotado correctamente todos los datos, ¿de acuerdo? -trató de darle a sus palabras el tono de una pregunta, pero nadie dudó acerca de lo que se avecinaba.
El aspecto general de Cecilia traslucía que le iba a ser imposible soportar otro tira y afloja con la policía. Parecía agotada, rendida. Cruzó los brazos y bajó la cabeza para examinarlos, como si su presencia la sorprendiera. Su mano derecha empezó a moverse sobre su codo izquierdo; arriba, abajo, alrededor, como parodiando una caricia.
– Creo que no puedo ayudarles más de lo que he hecho -quiso aparentar paciencia, pero todo el mundo percibió su esfuerzo-. La casa está alejada de la carretera, como han podido comprobar por ustedes mismos. No he oído nada. No oigo nada desde hace días. Y no he visto nada, por descontado. Nada sospechoso. Ni la menor insinuación de que un niño… un niño… -no pudo continuar. Su mano dejó de acariciar el codo por un momento, y luego prosiguió.