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Muy lejos, débilmente, el perro ladró de pánico.

Lynley observó a St. James mientras éste subía con ciertas dificultades por la vieja escalerilla. El proceso era lento y torpe, pero el semblante de St. James permaneció impasible mientras ascendía. Lynley, que se encontraba en el pasadizo de arriba, sabía que no debía extender la mano y ofrecerle ayuda. De todos modos, contuvo el aliento hasta que su amigo se puso en pie junto a él en el breve pasillo.

Lynley tendió a St. James una linterna.

– Por aquí -dijo, dirigiendo un cono de luz hacia la puerta situada al final del pasadizo.

Pasaban de las seis. El edificio estaba silencioso. Estudiantes y profesores se hallaban cenando en el comedor. Sólo Clive Pritchard continuaba en la residencia Calchus, encerrado en su cuarto con un profesor de guardia en la puerta.

– ¿Qué sistema de calefacción tienen? -preguntó St. James, siguiendo a Lynley hasta la pequeña habitación.

– Radiadores.

– Eso no nos va a servir de mucho, ¿eh?

– También hay una chimenea.

St. James movió la linterna en esa dirección. Los analistas de la policía se habían llevado las cenizas y los desperdicios.

– Estás pensando en gas de hulla, ¿no?

– Estoy pensando en lo que sea, llegados a este punto.

St. James cabeceó y examinó la chimenea. Se agachó e inspeccionó el cañón.

– Sin embargo, la pregunta es de dónde sacaría un estudiante el carbón que se quemó aquí.

– De cualquier residencia. Todas tienen chimenea.

St. James le dirigió una mirada de curiosidad.

– Tú quieres que éste sea el lugar, ¿no es verdad, Tommy?

– Por eso te he pedido que llevaras a cabo la determinación, en lugar de hacerlo yo. Me gusta pensar que he aprendido a ser un poco más prudente cuando descubro que estoy perdiendo la objetividad.

– ¿John Corntel?

– No lo creo, St. James, pero necesito estar seguro.

St. James no contestó. Examinó la chimenea unos minutos más, se puso en pie y se frotó las manos para liberarlas de polvo.

– El cañón está limpio -dijo-. La chimenea no fue la causante. -Caminó hacia la pared y siguió las cañerías hasta la base, recorriéndolas con la linterna-. Cañerías de agua. Ninguna es de gas. -La lluvia golpeó la ventana. St. James se acercó y examinó el estrecho antepecho de piedra. Guió la luz por las vigas del techo. Iluminó las esquinas. Inspeccionó el suelo desgastado. Por fin, sacudió la cabeza-. No se me ocurre de qué forma pudo morir aquí Matthew Whateley, Tommy. Es posible que estuviera cierto tiempo encerrado, cosa que te dirá el DIC de Horsham, pero no murió en este lugar. ¿Qué más datos te proporcionó Canerone?

– Lejía.

– ¿Como en Macbeth?

Lynley sonrió.

– Como en el jabón.

– Ah, lejía. [6]

– Sedimentos. Eso es todo. No sería extraño que procediera de esta habitación, considerando el aspecto que ofrecía antes de que los analistas la limpiaran.

St. James frunció el entrecejo mientras Lynley hablaba.

– No creo que la guardaran aquí, Tommy -dijo.

– ¿Por qué no?

– Es demasiado cáustica. El que la manejara tendría que haber procedido con infinitas precauciones. Ataca el vidrio y la arcilla, y también el hierro. Disuelve los tejidos cutáneos. Es la clase de componente químico, potasio combinado con agua, que se puede encontrar…

Lynley levantó una mano para callar a St. James. La imagen estaba plantada firmemente en su cerebro. Lo había visto, la había visto a ella, observando sus diestros movimientos. Sólo unas horas antes. El súbito horror de imaginar un crimen de tal enormidad enmudeció por un momento las palabras de Lynley.

– ¿Qué pasa? -preguntó St. James.

Formuló su pregunta. La culpabilidad y la inocencia dependían de la respuesta de su amigo.

– St. James, ¿puede producirse el monóxido de carbono?

– ¿Producido? ¿Qué me estás preguntando? Hemos venido aquí a buscar los medios de producción.

– No quiero decir como subproducto. No quiero decir por accidente. Quiero decir producido deliberadamente. ¿Hay productos químicos que al mezclarse forman monóxido de carbono?

– Desde luego. Ácido fórmico y ácido sulfúrico.

– ¿Cómo se logra?

– Añadiendo fórmico al sulfúrico. Eso deshidrata al fórmico… le quita el agua. El resultado es monóxido de carbono.

– ¿Lo puede hacer cualquiera?

– Cualquiera que cuente con los productos y el equipo necesarios. Se tiene que hacer con una probeta, para controlar el flujo de ácido fórmico que se introduce en el sulfúrico. Pero cualquiera…

– Dios mío.

– ¿Qué pasa?

– Hidróxido de potasio. No pensaba en él como componente químico, sino como lejía, St. James. Monóxido de carbono. Matthew murió en el laboratorio de química.

– La campana de gases -dijo Lynley.

Abrió la puerta del laboratorio con las llaves que le había proporcionado Frank Orten. Tanteó en busca de las luces. La habitación adquirió un brillo preternatural. Las mesas del laboratorio surgieron de la oscuridad. Aparadores encristalados y resplandecientes saltaron hacia adelante. La campana de gases estaba cerrada. El vidrio que cubría su parte delantera y los lados seguía manchado y turbio, tal como Lynley lo había visto la primera vez.

St. James se acercó a examinarlo, subiendo el marco que hacía las veces de panel frontal.

– Parece una campana de dos metros -dijo, estudiándolo todo, desde los azulejos blancos de la base hasta la válvula del lado-. Dos metros de alto. Un metro de ancho. -Se aproximó más a los rastros de sedimentos que manchaban el cristal-. Yo diría… -Sacó una navaja del bolsillo y raspó el cristal. Un residuo de polvillo blanco cayó en su mano. Lo limpió-. Yo diría que éste es tu hidróxido de potasio, Tommy. Si alguien deseara producirlo en el laboratorio, a fin de dar una demostración técnica de lo que ocurre al mezclar un metal alcalino con agua, debería hacerlo en una campana de gases como ésta. No tanto por los humos, como por la reacción.

– ¿Cuál es?

– Primero burbujea. Después estalla, lanzando polvo blanco. En este caso, contra el cristal de la campana.

– Por lo tanto, cuando introdujeron a Matthew Whaterley en su interior, los sedimentos del cristal se le quedaron adheridos.

– Pienso que así debió de suceder.

– ¿Y el monóxido de carbono?

St. James dirigió su atención al resto del laboratorio.

– Todo está aquí. Vasos de precipitación, probetas. Los productos químicos se guardan en aquel armario. Cada botella lleva su etiqueta. ¿Está cerrado el armario?

Lynley fue a comprobarlo.

– No.

– ¿Ácido fórmico? ¿Sulfúrico?

Lynley buscó entre las botellas. Había docenas. Encontró lo que buscaba en el estante superior del segundo armario que abrió.

– Aquí están, St. James. Fórmico y sulfúrico. También otros ácidos.

St. James asintió con la cabeza. Señaló la hilera de probetas anchas que estaban alineadas sobre los armarios.

– Tenemos que llenar un volumen de dos metros cúbicos con gas -dijo-. Tanto el desagüe como la válvula de la campana de gases quedarían bloqueados. Se introduce al muchacho en su interior, atado y amordazado. En una esquina de la campana se disponen un vaso de precipitación amplio y la probeta más grande; una de quinientos centímetros cúbicos sería apropiada. El ácido fórmico se introduce gota a gota en el sulfúrico. El monóxido de carbono empieza a formarse. El chico muere.

– ¿No intentaría tirar la probeta o el vaso?

– Es posible, pero hay poco espacio. Se le encerró en la campana de gases con escasa libertad de movimientos. Aunque se moviera, supongo que nuestro asesino le explicó las propiedades corrosivas de los ácidos utilizados. Por lo tanto, aunque Matthew quisiera tirar el vaso, en el caso de que tuviera espacio, lo cual me parece improbable, ¿crees que lo haría, arriesgándose a derramar el ácido sobre su piel? -St. James cerró la campana de gases-. Imagino que la pregunta es: ¿tienes un sospechoso familiarizado con los productos químicos?

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[6] Mentira (fie) y lejía (fíve) se pronuncia igual en inglés. (N. del T.)