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– Seguimos sin poder relacionar a Clive Pritchard con esa habitación, en definitiva -observó Lynley.

– Muy cierto -contestó Havers-, pero tenemos algo mejor, ¿no? Otro móvil del asesinato. Conducta licenciosa, como la denominó Cowfrey Pitt. Si el rumor se propagaba, Chas sería expulsado. Ipso facto. ¿A qué universidad dijo Brian Byrne que Chas confiaba ir?

– Cambridge.

– La expulsión de Bredgar Chambers pondría punto final a su sueño.

– ¿Me está diciendo que Matthew Whateley sabía que Chas Quilter utilizaba la habitación?

– Todo el mundo hablaba de ello, señor. Tal vez Matthew dijo algo durante una conversación que llegó a oídos de Chas. Éste ya sabía que Matthew creía en el respeto a las normas del colegio; como prueba, tenía la cinta que delataba a Clive Pritchard. Por lo tanto, sólo era cuestión de tiempo que Matthew levantara la liebre sobre el propio Chas, aunque antes tenía que contar la historia a alguien conocido, alguien de su confianza, como había hecho con Chas en el caso de Clive Pritchard. Por tanto, no bastaría eliminar a Matthew. Era preciso eliminar también a otra persona, por si se acordaba de lo que Matthew había revelado acerca de Chas.

– ¿Jean Bonnamy?

– Sí. Esa es mi teoría.

– ¿Y por qué no a su padre? ¿No se lo habría dicho Matthew también a él?

– Es posible, pero es viejo y está enfermo. Chas debió de pensar que el sobresalto del ataque a Jean borraría todo de su mente. Además, había un perro en la casa. ¿Quién se arriesgaría a atacar al viejo, sabiendo que un perro le protegía?

– Un perro viejo, Havers.

– ¿Cómo iba a saberlo Chas? Atacó a Jean en el exterior. El perro estaba en la casa. Le oyó ladrar, sin duda, pero no lo vio.

– Pero sabemos que Matthew no le dijo nada a Jean. Ella nos lo habría contado.

– Nosotros lo sabemos, señor, pero Chas no. Sólo sabe que Matthew conocía lo bastante a Jean como para escribirle cartas. Nosotros le proporcionamos esa información.

– Parece bastante segura de que Chas es nuestro asesino.

– Todo encaja, inspector -dijo la sargento, impaciente-. Tenía un móvil. Pudo hacerlo. Contó con la oportunidad.

– ¿Tiene conocimientos de química? -preguntó St. James.

Havers cabeceó con brusquedad y continuó, empleando las manos para subrayar sus palabras.

– Y eso no es todo. Daphne le vio en el club social el viernes por la noche. Brian Byrne nos dijo que salió de la fiesta para contestar a unas llamadas telefónicas, pero resulta que no nos lo dijo todo. No nos dijo que Chas estaba en el pasillo, llorando. No nos dijo que Chas se fue de la fiesta a las diez y no volvió. Brian le está protegiendo, inspector, como ha hecho esta tarde, ocultando que Chas se había ido. Lo ha hecho desde el primer momento. Todo el mundo lo ha hecho. Sabe tan bien como yo que forma parte de su maravilloso código.

Lynley reflexionó unos momentos. Aunque la puerta estaba cerrada, se oían voces procedentes del pasillo. La cena había terminado. Los deberes nocturnos empezarían dentro de pocos minutos.

– ¿A qué hora atacaron a Jean Bonnamy?

– Un poco antes de las cinco, según ha dicho el coronel. Tal vez a menos cuarto.

– ¿Y Chas fue visto por última vez a la una?

Havers asintió con la cabeza.

– Por lo tanto, tuvo casi cuatro horas para preparar su plan, llegar a Cissbury, apostarse a la espera de Jean Bonnamy, atacarla y largarse.

Lynley se apartó de la silla contra la que se había apoyado mientras hablaban.

– Echemos un vistazo a su habitación -dijo-. Tal vez nos revele adónde ha ido.

Los chicos habían entrado en el vestíbulo. Se quitaban los abrigos mojados y sacudían los paraguas a medida que iban traspasando la puerta. Formaban grupos separados por la edad; los más jóvenes se concentraban junto a la puerta, y los mayores al lado de la escalera. Hablaban a gritos, sobre todo los de tercero, que jugaban a empujarse, pero el prefecto de su residencia les llamó la atención cuando Lynley, Havers y St. James se aproximaron.

– ¡Diez minutos hasta que empiecen los deberes! -gritó-. Ya saben lo que tienen que hacer.

Los muchachos se dispersaron. Algunos subieron la escalera, otros entraron en la sala de descanso y los demás se dirigieron al teléfono, al otro lado del vestíbulo. Media docena de chicos mayores contempló con preocupación a los londinenses cuando pasaron.

Los alumnos de la segunda planta estaban entrando en sus dormitorios para coger los libros y cuadernos que necesitaban para los deberes nocturnos. Dos muchachos hablaban entre susurros junto a la habitación de Chas Quilter, pero se separaron enseguida cuando uno levantó la cabeza y vio a los tres intrusos. Desaparecieron en dos habitaciones diferentes, situadas en el extremo del pasillo.

Lynley y Havers encontraron la habitación de Chas Quilter tal como la habían visto cuando hablaron con él. El texto de medicina, el cuaderno y el ejemplar de El paraíso perdido continuaban sobre el escritorio. Dentro de la pletina aún estaba la cinta con música de sintetizador Moog. La cama seguía intacta, así como la alfombra del suelo. Sólo había cambiado la foto que descansaba sobre el antepecho de la ventana; se hallaba boca abajo, como si el muchacho ya no hubiera soportado su visión.

Havers registró el armario de conglomerado.

– Sus ropas siguen aquí -dijo-, pero falta su uniforme escolar.

– Por lo tanto, su intención no es ausentarse definitivamente -indicó Lynley-. Eso reproduce la desaparición de Matthew Whateley, Havers.

– ¿Piensa que quien mató a Whateley también atacó a Jean Bonnamy y ahora ha secuestrado a Chas? -Havers no parecía convencida-. No lo creo, señor. Chas es un chico grande, un atleta. Raptarle no sería tan fácil como en el caso de Matthew Whateley. Apoderarse del pequeño Whateley debió de ser como sacar a un bebé de su cuna, comparado con las dificultades que opondría Chas Quilter.

Lynley se acercó al escritorio de Chas. Tocó los libros con aire pensativo. Había algo en las palabras de Havers, una posible relación entre lo que habían averiguado sobre el prefecto superior en los últimos minutos y lo poco que él les había revelado. Pasó las páginas del texto médico abierto.

– St. James -preguntó a su amigo-. ¿Sabes algo sobre el síndrome de Apert?

– No. ¿Por qué?

– Se me ocurrió…

Lynley examinó la página, leyendo por primera vez lo que Chas Quilter estaba leyendo cuando entraron en su cuarto por la mañana. Las palabras eran complicadas Lynley trató de asimilarlas, mientras cerca de él St. James cogía la fotografía dejada sobre el antepecho de la ventana.

– Tommy…

– Un momento.

Los ojos de Lynley recorrieron el texto. «Suturas coronarias», «Sindactilia», «Acrocefalosindactilia», «Sinostosis coronaria bilateral». Era como leer griego. Volvió la página. Una fotografía le miró. La pieza final del rompecabezas que Chas Quilter representaba encajaba en su sitio. Comprendió de inmediato las casualidades y circunstancias que se habían combinado para dar como resultado el asesinato de Matthew Whateley.

– Tommy. -St. James repitió su nombre. Apoyó la mano en el brazo de Lynley. El detective levantó la vista. Las facciones angulosas de su amigo estaban tensas y le miraban con fijeza. Vio que sostenía la foto.

– He visto a esta chica -dijo St. James.

– ¿Esta noche? ¿Aquí?

– No. El domingo. Deborah fue a su casa para telefonear a la policía. En Stoke Poges, Tommy. Vive frente a la iglesia de St. Giles, al otro lado de la calle.

Lynley sintió que su corazón se aceleraba.

– ¿Quién es?