– Él no ha hecho nada. Yo no he hecho nada. Nosotros…
– Al principio no, pero el viernes por la noche os asustasteis… ¿Fue en ese momento cuando tuviste al niño, Cecilia? Telefoneaste al colegio. Una y otra vez. Le necesitabas, ¿verdad? Porque el futuro era incierto. Los planes se tambaleaban.
– ¡No!
– El final feliz con Chas que habías anticipado se había torcido por circunstancias que no habíais tenido en cuenta. Una cosa era marchar del colegio, sufrir el embarazo sin él, incluso tener el niño, protegiendo su reputación aún a costa de la tuya. Había algo de nobleza en ello. Sin embargo, todo cambió cuando viste al bebé, ¿verdad? No estabas preparada para el síndrome de Apert. -Lynley abrió el texto de medicina. Enseñó la fotografía del bebé a Cecilia-. El cráneo cóncavo. Los ojos deformes. La frente larga. Los dedos de los pies unidos por una membrana. Los dedos de las manos unidos por una membrana. La posibilidad de una deficiencia…
– ¡Basta! -chilló Cecilia.
– El niño necesitará años de cirugía estética para parecer normal. Y la ironía más monstruosa de toda la situación es que el mejor cirujano plástico de todo el país es el padre de Chas Quilter.
– ¡No!
Cecilia se abalanzó, cogió el libro y lo lanzó al otro lado de la habitación.
Lynley siguió acosándola.
– ¿Apoyaba Chas tus planes, Cecilia? Cuando averiguó lo del niño, ¿quiso romper contigo?
– Él no es así. Usted no le conoce. Él me ama. ¡Me ama!
– Me parece increíble. Permitió que dejaras el colegio. Permitió que arruinaras tu carrera. Permitió que tuvieras el bebé sola…
– Estaba aquí. Vino por propia voluntad, porque me ama. ¡Me ama!
Cecilia empezó a llorar.
– ¿Vino para asistir al parto?
Cecilia se meció en el sofá. Sollozaba amargamente, con un puño en la boca y la otra mano rodeando el codo, como si sostuviera la cabeza de un niño. La señora Streader habló.
– Vino el martes por la noche, inspector.
– ¡No! -aulló Cecilia, mesándose el cabello.
El rostro de la señora Streader expresaba una infinita compasión.
– Sissy, debo decirles la verdad.
– ¡No puedes! ¡Lo prometiste!
– Cuando sólo se trataba de ti y de Chas, sí, pero si alguien ha muerto, si se ha producido un asesinato…
– ¡No puedes!
Lynley aguardó a que la señora Streader prosiguiera. Mientras tanto, las palabras «martes por la noche» retumbaron en su cerebro. Matthew Whateley había estado con los Bonnamy el martes por la noche. Jean Bonnamy le había acompañado en coche a una hora avanzada. Las luces de un minibús le habían iluminado mientras agitaba una mano para despedirse. Jean Bonnamy había visto el minibús. Por lo tanto, el conductor había visto a Matthew. Aquél, por lo tanto, tenía que ser el chico a quien Matthew se refería en su carta a Jean Bonnamy.
– Vino el martes por la noche -siguió la señora Streader-. Sissy ya estaba en el hospital de Slough. Él acudió al hospital, pero cuando supimos que el bebé aún tardaría horas en nacer, insistimos en que regresara al colegio. Ya era bastante peligroso para él que se hubiera ausentado sin permiso por un espacio de tiempo tan breve. Considerando el método que había empleado, aún representaba más peligro no volver cuanto antes.
– ¿Qué método había empleado?
– Había cogido un minibús.
Lynley comprendió el procedimiento. Irrumpir en la oficina del conserje era de lo más sencillo. Las llaves estaban colgadas en la pared, al alcance de la mano. Elaine Roly había admitido que Frank Orten estuvo con su hija el martes por la noche (iba a verla todos los martes por la noche), por lo cual no se hallaba en su casa, ni tampoco pudo oír el motor de un minibús que se marchaba. Era un riesgo, pero Chas, en su desesperación, lo había corrido. Impulsado por su amor, impulsado por el peso de la culpa. Todo había ido bien hasta que volvió en el minibús… y vio a Matthew Whateley. De entre todas las personas que podían verle, Matthew era la peor, porque ya había demostrado su propensión a entrar en acción cuando alguien decidía vivir quebrantando las normas. El problema consistía en que, al ser Chas (el prefecto superior) quien violaba las normas, Matthew Whateley no tenía a quien acudir, si quería servir a la causa del honor sin vulnerar el código de silencio al que prestaban obediencia todos los alumnos. Tampoco podía actuar con Chas como lo había hecho con Clive Pritchard. Su única opción era decírselo al rector. Chas corría el peligro de ser expulsado por dejar embarazada a Cecilia. Corría el peligro de ser expulsado por robar el minibús. Corría el peligro de ser expulsado por haber protegido a Clive Pritchard. Ninguna de las tres acusaciones bastaban para sellar su futuro, pero las tres se complementaban para condenarle. Su futuro dependía de un muchacho de trece años que creía en las normas y en el honor. La única manera de sobrevivir era eliminar la amenaza. Y lo había hecho aquel viernes por la noche. El sábado había cogido el minibús por segunda vez. Para deshacerse del cadáver en Stoke Poges.
– Imagino que fuiste tú quien llamó varias veces a Chas el viernes por la noche -dijo Lynley-. Conocías la existencia del club social de sexto superior. Sabías dónde estaría. ¿Por qué le llamaste?
– Por el bebé -sollozó Cecilia.
– Supongo que necesitabas hablar con alguien -intervino St. James-. En este tipo de tragedias, lo único que ayuda es hablar con alguien a quien se ama.
– Él estaba… Yo le necesitaba…
– Tú le necesitabas. Por supuesto. Es muy lógico.
– ¿Vino a verte el sábado, Cecilia? -preguntó Lynley.
– No me presionen, por favor. ¡Chas!
Lynley miró a la señora Streader, pero ésta denegó con la cabeza y dirigió una mirada de preocupación a Cecilia.
– Yo no estuve aquí el sábado. Yo… Cecilia, díselo.
– Chas no lo hizo. Él no lo hizo. Yo le conozco.
– Si eso es cierto, ya no necesitas protegerle, ¿verdad? -dijo Lynley-. Si no hizo nada, excepto venir a verte, Cecilia, ¿de qué sirve ocultar la verdad?
– ¡Él no lo hizo!
– ¿Qué pasó cuando vino? ¿A qué hora llegó?
Las lágrimas resbalaban sobre la piel de la muchacha.
– ¡Él no lo hizo! Ustedes quieren obligarme a decir que mató a ese chico. No lo hizo. Yo lo sé. Le conozco.
– Demuéstralo. Dime la verdad.
– ¡Usted le dará la vuelta, lo sé! En cualquier caso, no puede manipular la realidad. Vino a verme. Pasó aquí una hora y se fue.
– ¿Viste el minibús?
– Lo dejó aparcado en la carretera.
– ¿No lo dejó en el cementerio?
– ¡No!
– ¿Habló sobre el cementerio?
– No. ¡No! Chas no mató a Matthew. Era incapaz de matar a nadie.
– Pero sabes el nombre del muchacho. Lo sabes. ¿Por qué?
La joven se resistió a contestar.
– Hoy ha venido. ¿Adónde fue? Cecilia, por el amor de Dios, ¿adónde fue? -La muchacha no dijo nada. Lynley la apremió, buscando la forma de lograr que le dijera la verdad-. ¿Es que no lo entiendes? Si es inocente, como tú afirmas, es posible que se encuentre en peligro.
– Usted miente -le espetó ella.
Hablaba con sinceridad, pero ya no importaba. La línea que separaba la verdad de la mentira había sido borrada por la muerte.
– Dime dónde está.
– No lo sé. No lo sé. No me lo dijo. Yo le aseguré que nunca le traicionaría, pero no me lo dijo. Sabe que usted le persigue. Es inocente, pero sabe que usted opina lo contrario. Y se ríe de usted. Se ríe. Me pidió que le dijera a usted que él le guiará por un sendero de gloria. Eso fue lo que me dijo. Esas fueron sus palabras. Y después se marchó.
– ¿Cuánto hace?
– Una hora. Sígale la pista, si quiere. Sígala.
Lynley se puso en pie. El mensaje de Chas se abrió camino en su cerebro, como un reguero de fuego. Recordó las palabras. Las había visto el lunes por la noche, cuando Deborah St. James le enseñó el poema de Thomas Grey.