– En cuanto al inminente arresto… -decía Lockwood.
Byrne efectuó un ademán perezoso para interrumpirle.
– Creo que nuestro buen inspector nos aclarará este punto, Alan, si eres tan amable de preguntárselo. -Dio una calada a su cigarrillo y retuvo el humo en los pulmones durante varios segundos.
La cabeza de Lockwood giró hacia la puerta. Se puso en pie al ver a Lynley y St. James.
– ¿Y bien?
Las dos palabras contenían una exigencia de información y ejecución. Las pronunció en un tono de falsa autoridad, dedicado sin duda al hombre que más había influido para que le concedieran el puesto de rector.
Lynley, sin hacerle caso, les presentó a St. James y entró en materia.
– Matthew Whateley solía visitar a una mujer de Cissbury llamada Jean Bonnamy. La han atacado a última hora de la tarde.
– ¿Qué tiene eso que ver con…?
– Ha proporcionado una descripción a la policía, señor Lockwood. No hay duda de que el agresor es alguien de este colegio.
– No hemos perdido de vista a Pritchard ni un segundo. Es imposible que haya salido de la residencia Calchus para ir a Cissbury. Absolutamente imposible.
– No fue Clive Pritchard. Está implicado en todo lo ocurrido de manera tangencial, desde luego, pero Clive no ha sido en ningún momento el principal responsable de lo ocurrido en Bredgar Chambers durante la semana pasada. Ha sido, simplemente, un peón involuntario.
– ¿Un peón?
Lynley avanzó unos pasos. St. James caminó hasta la ventana, desde la cual contempló el intercambio de palabras.
– Todo ha sido como una partida de ajedrez. Al principio no me di cuenta, pero esta noche comprendí la semejanza. Comprendí, sobre todo, que los jugadores secundarios fueron sacrificados desde el primer momento para proteger al rey, como se hace con los peones, y después, por necesidad, con los alfiles y las torres. Sólo que ahora el rey ha muerto. Una eventualidad que nuestro asesino jamás imaginó.
Lynley se sentó a la mesa. Apartó a un lado una taza de café y una botella de agua. Lockwood se vio obligado a tomar asiento de nuevo.
– ¿Qué significa todo esto? -preguntó-. El señor Byrne y yo tenemos cosas que hacer, inspector. Si ha venido para jugar al…
– Chas Quilter ha muerto, señor Lockwood -le interrumpió Lynley-. Se ha ahorcado esta noche en Stoke Poges.
Los labios del rector formaron en silencio el nombre del muchacho.
– Es horrible, Alan -dijo Giles Byrne-. Me marcho para que puedas atender a este asunto. Si me llamas por la mañana…
– Quédese, por favor, señor Byrne -dijo Lynley.
– Esto no tiene nada que ver conmigo.
– Me temo que se equivoca -insistió Lynley, mientras el hombre se levantaba-. Tiene todo que ver con usted. Tiene que ver con una patética necesidad de amor, con una necesidad de vincularse con otro ser humano. Y todo ello por culpa de usted.
– ¿Qué está intentando decirme?
– Que Matthew Whateley ha muerto. Que Chas Quilter ha muerto. Que Jean Bonnamy está en el hospital con una fractura de cráneo. Y todo porque usted es incapaz de mantener una relación con otro ser humano, a menos que éste le prometa la perfección.
– Eso es un ultraje.
– Repudió a su hijo cuando tenía trece años, ¿verdad? Porque lloriqueaba, según dijo. Porque no era lo bastante hombre.
Giles Byrne aplastó su cigarrillo en el cenicero.
– ¿Y asesiné a Matthew Whateley por el mismo motivo? ¿Va por ahí? Si es así, entérese de que no pienso escucharle sin un abogado presente. Y cuando haya terminado su jueguecito, inspector, confío en que pueda dedicarse a otra carrera, porque estará acabado en la policía. ¿Me he expresado con claridad? Ahora no está tratando con un adolescente acobardado. Le sugiero que se lo piense muy bien antes de proseguir.
– No creo que el inspector trate de insinuar… -intervino untuosamente Lockwood.
– Sé muy bien lo que trata de insinuar. Sé lo que ha estado husmeando. Sé cómo trabaja su mente. Lo he visto tantas veces que me doy cuenta cuando…
Las coléricas palabras de Byrne enmudecieron cuando percibió un movimiento en la puerta.
Su hijo acababa de entrar, seguido de la sargento Havers.
– Hola, padre -dijo Brian-. Ha sido muy amable de tu parte avisarme de que vendrías esta noche.
– ¿Qué significa esto? -preguntó Giles Byrne a Lynley.
La sargento Havers cerró la puerta. Guió a Brian Byrne hacia la mesa, apoyando una mano en su hombro. El muchacho tomó asiento frente a su padre. Lockwood, que ocupaba la cabecera de la mesa, se aflojó la corbata. Sus ojos se desviaron de Byrne a su hijo. Nadie habló. Alguien pasó por los claustros, pero nadie miró hacia las ventanas.
– Sargento -dijo Lynley.
Como había hecho antes con Clive Pritchard, Havers recitó sus derechos al chico. Mientras pronunciaba las palabras como un autómata, pasaba las páginas de su cuaderno. Cuando terminó las frases prescritas, el padre del muchacho habló, sin apenas mover los labios.
– Quiero que venga un abogado. Ahora.
– No hemos venido para interrogarle a usted -dijo Lynley-. El único que puede tomar esa decisión es Brian.
– ¡Quiere un abogado! -aulló Byrne-. ¡Ahora!
– ¿Brian? -se limitó a decir Lynley.
El chico se encogió de hombros con indiferencia.
– Denme un teléfono -dijo Byrne-. Lockwood, un teléfono.
El rector empezó a levantarse, pero Lynley se lo impidió.
– ¿Quieres que esté presente un abogado, Brian? Has de decidirlo tú, no tu padre, o yo, u otra persona. ¿Quieres un abogado?
El muchacho miró a su padre, y después apartó la vista.
– No.
– ¡Por los clavos de Cristo! -estalló su padre, descargando un puñetazo sobre la mesa.
– No -repuso Brian con firmeza.
– Lo estás haciendo para castigarme…
– No -dijo Brian.
Byrne arremetió contra Lynley.
– Usted ha preparado esto. Usted sabía que él se negaría. Si piensa que un tribunal de justicia va a aceptar este tipo de procedimiento, es que está loco.
– ¿Quieres un abogado, Brian? -preguntó de nuevo Lynley.
– He dicho que no.
– ¡Se trata de un asesinato, maldito imbécil! -aulló Byrne-. ¡Ten un poco de sentido común por una vez en tu miserable vida!
Brian movió la cabeza con brusquedad. Un tic incontrolado, el mismo que Lynley ya había observado en otra ocasión, deformó sus labios. El muchacho apretó los nudillos contra su cara para controlar el músculo rebelde.
– ¿Me estás escuchando? ¿Me has oído, Brian? -preguntó su padre-. Si crees que me voy a quedar aquí a contemplar…
– Lárgate -dijo Brian.
Su padre se inclinó y agarró el brazo del muchacho, tirando de él.
– Te crees muy listo, ¿eh? Me metes en este compromiso para que te suplique, ¿no? ¿Es eso lo que quieres? ¿Es el objetivo de tu interpretación? Bien, pues reconsidéralo, chaval, porque si no cambias de parecer saldré por esa puerta y dejaré que te enfrentes a esto solo. ¿Está claro? ¿Lo has entendido? Te enfrentarás a esto solo.
– Lárgate -repitió Brian.
– Te lo advierto, Brian. Esto no es un juego. Has de escucharme. Has de escucharme, maldita sea. Hazlo. Aún eres capaz de hacerlo, ¿verdad?
Brian se liberó de la mano que le aferraba. El esfuerzo le empujó contra su silla.
– ¡Lárgate! -gritó-. Vuelve a Londres y fóllate a la Rheva esa o como se llame, pero lárgate. Déjame en paz. Es lo que te sale mejor. Siempre ha sido tu especialidad.
– Mierda, eres como tu madre -dijo Byrne-. Exactamente igual. Lo único que os interesa un poco es lo que excita la entrepierna de los demás. Sois patéticos. Los dos.