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– ¡Pues vete! -chilló Brian.

– No te voy a dar ese placer -siseó Byrne. Buscó sus cigarrillos y encendió uno. La llama de la cerilla tembló-. Pregúntele lo que quiera, inspector. Yo me lavo las manos.

– No te necesito -se revolvió Brian-. Tengo muchos amigos.

«Ya no», pensó Lynley.

– Chas Quilter ha muerto -dijo-. Se ahorcó hace unas horas.

Brian se giró en redondo hacia él.

– ¡Eso es mentira!

– Es verdad -dijo St. James desde la ventana-. Acabamos de llegar de Stoke Poges, Brian. Chas fue a ver a Cecilia. Después, se colgó del tejo del cementerio. Ya sabes cuál.

– ¡No!

– Creyó que de esa manera cerraba el círculo del crimen, supongo -dijo Lynley-. Quizá eligió el tejo porque no sabía exactamente dónde habías tirado el cadáver de Matthew. Si hubiera sabido bajo qué árbol abandonaste el cadáver el sábado por la noche, se habría ahorcado en él. Lo habría considerado una forma ideal de hacer justicia. A Chas le habría gustado.

– Yo no… -La aflicción le impidió continuar.

– Sí que lo hiciste, Brian. Por amistad. Por amor. Como una manera de asegurarte la devoción de la única persona a la que admirabas. Tú mataste a Matthew Whateley por Chas, ¿verdad?

El muchacho se echó a llorar.

– Dios mío, no -balbuceó su padre.

Lynley habló con cariño, como un padre que narrara un cuento, en lugar de la historia de un sórdido crimen.

– Imagino que Chas vino a verte el martes por la noche, o tal vez el miércoles. Había recibido una llamada telefónica de Cecilia, se enteró de que iba de parto y cometió una terrible estupidez para acudir a su lado. Cogió el minibús. Fue un acto de desesperación, sin duda, pero él estaba lo bastante desesperado como para intentarlo. Era la noche libre de Frank Orten. Nadie notaría la ausencia de Chas por unas pocas horas. Pero cuando volvió, Matthew Whateley le vio. Chas te lo dijo.

El muchacho lloraba, apretándose las manos cerradas contra la cara.

– Estaba preocupado -continuó Lynley-. Sabía que Matthew informaría de que le había visto. Te lo dijo. Necesitaba alguien con quien hablar. No pretendía que le sucediera algo a Matthew. Sólo deseaba que le tranquilizaras, como suelen hacer los amigos. Sin embargo, tú viste una forma de calmar sus preocupaciones, al mismo tiempo que te ganabas su amistad para siempre, ¿no es cierto?

– Él era mi amigo. Lo era.

– En efecto. Era tu amigo. Pero existía la posibilidad de que le perdieras cuando fuera a Cambridge, sobre todo si no te aceptaban. Necesitabas encontrar una manera de atarle a ti, de establecer una relación con él más profunda que el tenue vínculo de un antiguo compañero de colegio. Matthew Whateley te la proporcionó, y también Clive Pritchard. Clive Pritchard te ayudó sin saberlo, ¿no es verdad, Brian? Tú sabías que él quería encontrar el duplicado de la cinta de las palizas que Matthew había grabado. Sabías que Matthew iba a pasar el fin de semana con los Morant. Imagino que trazaste un plan para que Clive lo pusiera en práctica. Secuestró a Matthew el viernes después de comer y se fue al partido, un poco tarde, sin duda, pero supongo que era lo habitual en Clive, mientras tú depositabas una hoja de dispensa con el nombre de Matthew en el casillero del señor Pitt. Todo el mundo salía beneficiado de tu plan. Clive podría divertirse con Matthew, torturándole con cigarrillos encendidos en la cámara oculta sobre la habitación para secar la ropa, después del partido, para obligar a Matthew a revelar dónde estaba el duplicado de la cinta. Chas podría descansar tranquilo, sabiendo que todos sus secretos se hallaban a salvo tras la muerte de Matthew, y tú le ofrecerías a Chas la prueba irrefutable de tu infinita amistad: el cadáver de Matthew Whateley.

– Eso no es verdad -intervino Giles Byrne-. Es imposible. Díselo. Es imposible.

– Fuiste muy listo, Brian. El tributo a una inteligencia audaz y brillante. Mataste a Matthew para proteger a Chas, pero Clive pensó que él era el responsable de la muerte del muchacho. Imagino que cogiste las llaves del colegio pertenecientes a la señorita Bond de su casillero, en la sala de descanso de los profesores. Debió de ser muy fácil, y ella no las echó de menos durante el fin de semana. Después, el viernes por la noche, sacaste a Matthew de la residencia Calchus. Le llevaste al laboratorio de química, le asesinaste en la campana de gases y devolviste el cadáver a Calchus, para que cuando Clive fuera a verle le encontrara muerto y, al ignorar la verdadera causa de la muerte, asumiera la responsabilidad. Se asustó y fue a pedirte consejo. Tú te ofreciste a deshacerte del cadáver. Clive se sintió agradecido. Incluso te ayudó. Se callaría y te protegería, porque al protegerte daba por sentado que se estaba protegiendo a sí mismo. Sin embargo, Chas sabía la verdad, ¿no? Supongo que debiste contársela. Era la única manera de revelar tu supremo acto de amor hacia él. Así se enteró. Quizá tardó un poco, pero lo supo. Cuando tú consideraste que había llegado el momento de obtener su gratitud.

– ¿Cómo es posible que haya ocurrido esto? -protestó Lockwood-. Hay cientos de alumnos… un profesor de guardia… Es imposible. No lo puedo creer.

– La mayoría de los alumnos se encontraban ausentes. Otros asistían al torneo de hockey. Los demás habían celebrado una fiesta muy animada y estaban durmiendo la borrachera. Como resultado, el colegio se encontraba prácticamente desierto.

Lynley descubrió que, ni siquiera ahora, era capaz de añadir que el profesor de guardia, John Corntel, se había olvidado de patrullar, que Brian sabía tal vez que Corntel no estaba solo aquella noche, que, como su habitación era contigua a la de John Corntel, sabía sin duda que Emilia Bond estaba con él y sospechaba de qué forma pasarían la noche; que, a la postre, la situación reinante en el colegio le permitía hacer lo que le viniera en gana.

– Pero ¿por qué? -preguntó Lockwood-. ¿Cuáles eran los temores de Chas Quilter?

– Conocía las normas, señor Lockwood. Había dejado embarazada a una chica. Había robado un vehículo del colegio para ir a verla. Había ocultado el hecho de que Clive Pritchard atormentaba a Harry Morant. En su opinión, era el candidato más firme para la expulsión, y creía que esa expulsión de Bredgar Chambers destruiría su futuro. Su error fue comentárselo a Brian, porque Brian comprendió de inmediato cómo manipular ese temor a fin de ganarse el cariño de Chas. Sin embargo, Brian no anticipó que Chas se sentiría abrumado por el peso de la culpa y la responsabilidad, por no mencionar la angustia de que todo saliera a la luz. La muerte de Matthew Whateley no apuraba esa posibilidad. Chas averiguó que el muchacho había escrito a Jean Bonnamy, comunicándole que había visto al prefecto el martes por la noche. Chas estaba presente cuando la sargento Havers y yo encontramos el borrador de la carta. No me cabe duda de que Chas se lo contó a Brian, y éste comprendió que, si bien no podía hacer nada para calmar el sentimiento de culpa de Chas o aliviar el peso de la responsabilidad que recaía sobre sus hombros, podía impedir que se llevara a cabo el descubrimiento. Decidió eliminar el último peligro que acechaba a Chas. Intentó matar a Jean Bonnamy; una demostración más de amor.

Brian levantó la vista. Sus ojos habían perdido el brillo.

– ¿Se supone que debo confirmar lo que usted ha dicho? ¿Es eso lo que quiere?

– Brian, por el amor de Dios -suplicó su padre.

Lynley sacudió la cabeza.

– No es necesario. Nos bastará con los análisis forenses del laboratorio, el minibús y la cámara de la residencia Calchus. Tenemos la descripción que Jean Bonnamy hizo de ti, y no me cabe duda de que encontraremos muestras de su sangre, cabellos y piel en tus ropas. Tenemos tus conocimientos de química. Y, en último extremo, creo que Clive Pritchard confesará la verdad. Al contrario que Chas, me parece que Clive preferirá acusarte de la muerte de Matthew Whateley antes que suicidarse, sobre todo cuando sepa cómo murió realmente el muchacho. Así que no es necesario, Brian. No te he traído para esto.