– ¿Para qué, pues?
Lynley sacó las corbatas de Bredgar Chambers de su bolsillo. Las desenrolló sobre la mesa y desató el nudo que las unía.
– El color predominante de una corbata es el amarillo -dijo Lynley-. El de la otra es azul. ¿Quieres señalarme cuál es cada una, Brian?
El muchacho levantó su brazo hasta unos escasos centímetros sobre la mesa. Lo dejó caer, como incapaz de tomar una decisión, como había sucedido cuando intentó elegir el jersey adecuado para el partido de hockey dos días antes.
– Yo… no lo sé. No diferencio los colores. Yo…
– ¡No! -Giles Byrne se puso en pie de un salto-. ¡Maldita sea! ¡Basta!
Lynley se levantó. Enrolló las corbatas alrededor de su mano y miró al muchacho. Deseaba sentir aquella mezcla de rabia y gloria, aquella oscura satisfacción de haber vengado un asesinato y enviado al criminal a la justicia. Sin embargo, sabía muy bien que ni la más rudimentaria venganza surgiría de las ruinas de aquellos breves días.
– Cuando le mataste -preguntó con rudeza-. ¿Sabías que Matthew Whateley era tu hermano?
La sargento Havers hizo las obligadas llamadas telefónicas a las policías de Horsham y Slough desde el estudio del rector. Fueron llamadas de cortesía. El intercambio oficial de información se produciría después, tras reunir las declaraciones y escribir los informes.
St. James y Lockwood se quedaron en la sala del consejo con Brian Byrne, mientras Lynley iba en busca del padre del muchacho. Giles Byrne había abandonado la sala momentos después de que Lynley formulara su última pregunta, sin quedarse a escuchar la respuesta de Brian, sin quedarse a contemplar la confusión, la comprensión inicial y, por fin, el horror que se reflejaron sucesivamente en el rostro de su hijo.
Brian había intuido la verdad enseguida. Fue como si la pregunta de Lynley hubiera despertado una serie de recuerdos enterrados en su interior, cada uno más doloroso que el anterior.
– Fue Eddie -dijo-. Fue Eddie, ¿verdad? Y mi madre. Aquella noche, en el estudio… Estaban allí… -Lanzó un grito ahogado-. Yo no sabía… -Bajó la cabeza y hundió el rostro en el hueco del brazo.
Después, toda la historia surgió a retazos, entre los amargos sollozos de Brian. No se diferenciaba mucho de las conjeturas de Lynley. El tema central era Chas Quilter, a quien Brian había acompañado a Stoke Poges el sábado por la noche, que en su confusión no había reparado en la figura envuelta en una manta que yacía en la parte posterior del minibús, cuya necesidad de ver a Cecilia a solas le había impulsado a acceder de todo corazón cuando Brian se había ofrecido a esperarle en el minibús, frente a la casa de los Streader, ignorando que, entre tanto, Brian emplearía el tiempo en abandonar el cadáver de Matthew en el cementerio de St. Giles.
Mientras escuchaba a Brian, Lynley comprendió que el asesinato de Matthew, cometido bajo el pretexto de la amistad, era en realidad un chantaje insidioso, que debería pagarse con una vida de lealtad y amor.
Chas se había enterado de la desaparición de Matthew Whateley el domingo por la tarde, como todos sus compañeros, pero al contrario que éstos, al saber que el cadáver del muchacho había sido encontrado en Stoke Poges, descubrió al instante no sólo la identidad del asesino, sino también los móviles del crimen. Si Brian se hubiera desembarazado del cuerpo en otro lugar, tal vez Chas habría confesado para que se hiciera justicia, pero Brian era demasiado inteligente para darle la oportunidad a Chas de descargar su conciencia. Había tejido una serie de circunstancias que, en el caso de que Chas confesara o acusara a otra persona, le llevarían a la condenación, y al condenarse dejaría abandonada a Cecilia cuando más lo necesitaba. El prefecto superior no tenía la menor posibilidad de salir vencedor, ninguna posibilidad de liberar su conciencia del remordimiento. Por lo tanto, se había eliminado del juego.
Ahora, indicando a St. James con una mirada que se quedara con el chico, Lynley salió de la sala. El pasillo estaba a oscuras, pero la puerta del fondo que daba al vestíbulo estaba abierta, y Lynley divisó una pálida luz que bañaba el suelo de piedra. La capilla estaba abierta.
Giles Byrne se había sentado bajo el memorial de Edward Hsu. No dio muestras de haber oído los pasos de Lynley, sino que continuó inmóvil en el banco. Cada músculo de su cuerpo parecía dolorosamente controlado.
Habló cuando Lynley llegó a su lado.
– ¿Qué va a pasar?
– El DIC de Horsham enviará un coche a buscarle a él y a Clive Pritchard. El colegio se halla en la jurisdicción de Horsham.
– ¿Y después?
– Quedará en manos de la justicia.
– Lo más conveniente para usted. Ha hecho su trabajo, ¿verdad? Pulcramente empaquetado. Usted seguirá su camino, satisfecho de que la verdad haya salido a la luz. Los demás nos quedaremos aquí y lidiaremos con ella.
Lynley experimentó una inexplicable necesidad de defenderse, pero la desechó, demasiado agotado y deprimido para intentarlo.
– Ella lo hizo a propósito -dijo Byrne de repente-. Mi esposa no quería a Edward Hsu. No estoy seguro de que Pamela haya querido a nadie, pero necesitaba ser admirada. Necesitaba leer el deseo en los rostros de los hombres. Al final, lo que más necesitaba era herirme. Siempre ocurre lo mismo cuando un matrimonio se derrumba, ¿verdad? -El rostro de Giles Byrne se veía esquelético en la semioscuridad de la capilla, ahuecado por las sombras bajo los ojos y los pómulos-. ¿Cómo descubrió que mi mujer era la madre de Matthew?
– La historia de que había nacido en Exeter no se sostenía. Usted negó que conociera a su madre, pero no es posible tramitar una adopción tal como usted lo describió, reunidos usted, un abogado y los Whateley únicamente. Por lo tanto, sólo había dos posibilidades: que la madre hubiera participado en el proceso de adopción o que hubiera abandonado al niño, dejándoselo a usted, el padre legal, cuando no el natural.
Byrne asintió con la cabeza.
– Utilizó a Eddie para vengarse. Nuestro matrimonio estaba en las últimas cuando el chico apareció en nuestras vidas. Compartíamos muy pocas cosas, para empezar. Me habían atraído de ella su juventud, belleza y vivacidad. Venía rebotada de un compromiso frustrado y mi devoción la halagó, pero no se puede construir un matrimonio sobre eso, ¿verdad? Pronto empezó a naufragar. Cuando tuvimos a Brian, como método de salvar nuestra relación, todo se acabó, al menos por mi parte. Era una mujer superficial, y así se lo dije.
Lynley reflexionó sobre la forma que probablemente habría utilizado Giles Byrne para revelar a la mujer su desencanto. Lo habría hecho, sin duda, haciendo caso omiso de sus sentimientos, hiriendo su orgullo. Las siguientes palabras de Byrne se lo confirmaron.
– En lo tocante al sarcasmo era pan comido para mí, inspector, pero sabía que yo apreciaba mucho a Edward Hsu, y le utilizó para atacarme. Desde el punto de vista de Pamela, al seducir a Edward lograba dos objetivos: castigarme y demostrarse a sí misma que aún servía para algo. Edward fue un mero instrumento en sus manos. Le utilizó bien, en mi estudio, para estar relativamente segura de que tarde o temprano les sorprendería. Y así fue.
– Brian mencionó el estudio hace unos minutos.
Byrne se llevó una mano a los ojos, y después la dejó caer. Sus movimientos delataron su edad, subrayada por las arrugas de la cara.
– Aún no había cumplido cinco años. Sorprendí a Pamela y a Eddie en el estudio. Tuvimos una violenta discusión. Brian entró en ese momento. -Byrne aparentaba observar el efecto de la luz de las velas sobre el rostro melancólico del ángel de piedra suspendido sobre el altar-. Aún le veo de pie en la puerta, la mano en el tirador, abrazando un animal de peluche y mirándolo todo. Su madre desnuda sin preocuparse de cubrirse con algo; su padre encolerizado, llamándola puta barata, mientras ella le acusaba a su vez de querer acostarse con Edward; y Edward, encogido contra las almohadas del sofá, tratando de taparse. Y llorando. Dios mío, aquellos horribles sollozos.