– A mí tampoco me gusta -dijo. Y era verdad. Gracioso. Nunca había admitido eso ante nadie. No importaba especialmente, hacía lo que tenía que hacer, pero no le gustaba, quizá no de la misma manera que a ella. Lo suyo era un asunto de espacio vital, un evitar la cercanía de los otros. Pero Rikki… estudió su cara-. No creo que mi toque te moleste tanto.
Ella parpadeó. Parpadeaba raramente, pero él había dado en el blanco. Ella apretó los labios y entonces entrecerró los ojos.
– Eres bastante arrogante para un hombre que no puede moverse sin una pila de armas a su lado.
– Tienes inclinación a la violencia.
Pareció ultrajada.
– ¿Qué? Tú eres el hostil. Yo soy la Madre Teresa aquí. Y no me gusta la gente enferma.
– ¿Te gusta alguien? -La diversión se arrastraba otra vez. Comenzaba a gustarle la sensación-. ¿Algo?
– No particularmente. -Se soltó el brazo como si recordara que le estaba tocando y se suponía que tenía que estar protestando-. Y tú especialmente.
Se frotó el brazo mientras se alejaba de la cama hacia el cuarto de baño. A Lev le pareció que el frotar se volvió más suave, casi una caricia, o quizá estaba sólo en su mente. Comprenderla se estaba volviendo rápidamente una obsesión, pero quizás era porque siempre que se concentraba en ella, no tenía que mirarse a sí mismo y no soportaba ese escrutinio. No ahora, no cuando se sentía expuesto y vulnerable.
Ella regresó, esta vez con una toallita caliente y un pequeño kit de emergencia muy ordenado.
– Esto quizás duela. Lexi haría un mejor trabajo. ¿Quieres esperarla? Es buena con la gente, especialmente con personas con dolor. Es su cosa, ayudarles.
– Hazlo. Hemos llegado muy lejos y estoy acostumbrado a ti. No querría atacar a Lexi por accidente.
La expresión de Rikki cambió, los ojos oscuros se volvieron tempestuosos.
– Mantén las manos lejos de ella. Yo no tendría problemas en meterte tu cuchillo en el corazón si la tocas.
Entonces tenía una vena protectora. Otro talón de Aquiles. Había estado comenzando a pensar que estaba aislada de todos. Pero allí estaba. La tormenta. La promesa. Y era mortalmente seria. Le gustó. No quería una santa. Él no era santo y uno nunca podía vivir con… ¿qué demonios estaba pensando? Se había llevado realmente un golpe en la cabeza.
El trapo caliente se movió por su cabeza. No era ruda, pero no podía llamarla apacible tampoco. Evidentemente no era del tipo suave, pero cuidó de la herida con la misma eficiencia con que lo hacía todo. Fue meticulosamente detallada, tomándose su tiempo para cerrar la laceración con puntos autoadhesivos. Le quitó cada huella de sangre de cara y cuello. La oyó lavarse las manos y todo el equipo que había utilizado antes de regresar.
– Te dejaré dormir. -Había intranquilidad en su voz.
– No te vayas todavía. -Porque no se atrevía a dormirse. La podría matar si despertaba desorientado. Debía poder averiguar qué demonios pasaba. Quería aspirarla, sentirla dentro y fuera, hasta que la pudiera identificar en cualquier parte, en cualquier momento. Estaba casi allí, unos pocos minutos más y estaría dentro de él. Sólo necesitaba… algo. Estaba allí en su mente, ese algo evasivo. Unos pocos minutos más…
Ella le dio ese pequeño ceño con el que se estaba familiarizando. En el momento que hizo esa mueca, su corazón se contrajo. Dios, ella tenía alguna clase de agarre sobre él, como si le hubiera robado una parte allí bajo el mar.
– Mira. -Abrió las manos delante de ella-. En caso de que no lo hayas averiguado, no soy exactamente normal. No puedo tener a nadie aquí. Tan pronto como Blythe regrese, te vas.
Él mantuvo la mirada fija en la suya.
– En caso de que no lo hayas averiguado ya, no soy exactamente normal tampoco. Estás a salvo conmigo. Conozco tu sensación. Tu olor. No cometeré los mismos errores otra vez.
– Voy a ducharme.
Oh, Dios. Le estaba matando. Le hacía querer reír en voz alta. ¿Adónde había ido su sentido de supervivencia? Él no sentía emoción, eso era demasiado peligroso. Tiritó debajo de las mantas, de repente atemorizado por ella. Por él mismo.
– Todavía tienes frío. Debería haber pensado en frotarte con aceite templado. Lexi lo hace y a veces lo utilizo cuando vengo de bucear. Te calienta rápidamente. Puedes darte la vuelta, porque no voy a frotarte por delante.
– ¿Por qué no?
– Si deseas un masaje, date la vuelta.
Él lo logró, aunque tuvo que rechinar los dientes y no le molestó levantar la cabeza de la almohada. Mantuvo la cara girada hacia ella y las manos a centímetros de su arma. El seguro estaba quitado y podía apuntar y disparar en un latido del corazón si ella hacía un movimiento equivocado. Sí. Este era él. Reconoció al hombre. Dio un suspiro de alivio y la miró a la cara mientras apartaba la manta y se vertía aceite en las manos.
El primer toque de las manos le alarmó a un nivel tan profundo que no comprendió. No había mentido cuando dijo que no le gustaba que nadie le tocara. Tenía el control de su cuerpo siempre. Completo, absoluto y total control. Podía manipular a otros a través de su toque experto, a causa de la extensa instrucción en todos los tipos posibles de placer sexual, pero él era quien ordenaba la respuesta de su cuerpo, no su compañera. Decidía quien y cuando, y él siempre, siempre, tenía el control. Hasta este momento.
Su respiración cambió. El calor se precipitó por sus venas. Se dijo que era aceite, esparciendo calor sobre la piel, pero sintió como el calor crepitaba, ardía más abajo, en el centro hasta que por voluntad propia, sin si consentimiento u orden, su ingle se agitó, creció pesada y gruesa, y latió con necesidad. Tenía una herida en la cabeza, el dolor le atravesaba si se atrevía a moverla, pero estaba duro como una piedra. ¿Qué coño pasaba?
Respiró y se permitió absorber la sensación de esas manos sobre él. Le masajeó el aceite en los hombros, los dedos se demoraron en el largo tajo del omóplato. Luego la palma se deslizó al brazo para trazar el balazo de allí y su cuerpo tembló. Le masajeó profundamente con dedos fuertes, frotando el aceite sobre el bíceps y bajando por los antebrazos a los dedos. El aliento se le quedó inmovilizado en el cuerpo.
Los dedos eran mágicos, deslizándose sobre los suyos, en medio, su piel absorbía el aceite mientras él se fundía en ella. El calor del aceite se añadió a la ilusión de llegar a ser parte de ella. Su corazón palpitaba a un ritmo extraño, latiendo por ella. Quería saborearle en su boca, respirarla en sus pulmones, ser parte de su cuerpo, buscar refugio en lo profundo de ella. Un instinto de hacía mucho tiempo se revolvió en su mente rota, algo que había oído una vez, un recuerdo de la lejana niñez sobre una mujer que le completaría. Un elemento que necesitaba.
– No me has preguntado. -Necesitaba distracción.
Con la cabeza y el corazón palpitando y la ingle llena a reventar, con las manos de ella moviéndose por su espalda, aliviando cada dolor mientras el calor se vertía en su cuerpo, estaba desesperado por desviarse de las necesidades no familiares de su cuerpo. Y ella era una necesidad ahora. Como una droga infundida por la piel. A través de todos sus sentidos. Su cuerpo absorbió el aceite, pero era como si ella se vertiera en su interior.
– ¿Las cicatrices? ¿Me lo contarías si preguntara?
– Lo que sé. La bala casi me cortó la espina dorsal. -Esperó hasta que ella la encontró, hasta que las yemas de los dedos acariciaran el lugar como una caricia-. Amsterdam. Sé eso pero no por qué ni quién. La cuchillada en la cadera fue París y una en mi omóplato, Egipto. Sé donde estaba con cada una de ellas, pero no por qué.
– Debería haberte llevado al hospital.
Estaba frunciendo el ceño otra vez, él podía decirlo por su voz. Deseó poder verle la cara, pero ella estaba trabajando en sus nalgas y perdió su propia voz así como la capacidad de pensar claramente. Pequeñas explosiones explotaban en su cabeza e ingle. Su miembro estaba caliente y pesado y tan lleno que rezumaba. Las manos fueron a la parte trasera de los muslos.