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Rikki se mordió el labio con fuerza y miró hacia el mar, tratando de aspirar el aire salado. Había pasado definitivamente demasiado tiempo. Se sentía realmente un poco mareada y era difícil recobrar el aliento. La tienda no estaba abarrotada ni ruidosa, dos cosas que evitaba a toda costa, así que sólo tenía que pasar por delante de las luces y forzarse a ir por los pasillos. Todos lo hacían. La mantequilla de cacahuete se vendía en el estante exterior y ella podría agarrarla e irse, pero…

Cuadró los hombros. La gente hacía esto todos los días. Era una mujer adulta, la capitana de su propio barco, no había nada que no pudiera hacer. Abrió la puerta una segunda vez y entró. Inez Nelson, una mujer de aspecto frágil con pelo canoso y un cuerpo esbelto estaba en el mostrador, mirándola con una sonrisa amistosa.

– Rikki. Tú siempre levantada tan temprano -saludó-. ¿Cómo estás? ¿Cómo están tus hermanas?

Rikki cabeceó hacia ella, ignorando las preguntas. Se humedeció los labios, concentrándose en poner un pie delante del otro. Podía hacer esto, caminar en el espacio entre los pasillos. Los pies no se movieron. Estaba allí, congelada, con las luces revoloteando, empujando dardos pequeños afilados en su cerebro. Su estómago dio bandazos nuevamente; ella giró y volvió afuera donde podía respirar.

– Maldita sea. -Estaba acostumbrada a ser diferente, pero cuando interfería con su capacidad para hacer tareas diarias, la hacía enojarse. Estaba acostumbrada a que las luces de las tiendas le hicieran daño, cuando podía decir que los otros no tenían los mismos problemas. Los ruidos eran lo peor, y las texturas, especialmente en su boca, eran brutales para ella. El sabor a plata o plástico no podía tolerarlo. Ciertos tejidos le herían la piel. Sabía que los otros no eran como ella, pero en su mayor parte, había aprendido a enfrentarse a ello. Pero esta cosa de comprar era una pesadilla. El zumbido de las luces reverberaba por su cabeza hasta que quería gritar.

¿Qué iba hacer? ¿Pedírselo a Blythe? ¿A una de las otras? Querrían saber por qué quería alimentos que nunca comería. Se mordisqueó el pulgar y miró ferozmente a la tienda. Una persona podía hacer cualquier cosa durante un corto espacio de tiempo. Tenía que poder entrar en una tienda de ultramarinos, y si no se daba prisa, más personas vendrían y entonces sería imposible.

Cuadrando los hombros, volvió adentro, y esta vez logró llegar a la entrada del pasillo antes de detenerse, mareada y enferma. No podía entrar en ese pequeño espacio donde las luces empujaban agujas en su cerebro que estallaban como bombas incendiarias detrás de los ojos. Sacudió la cabeza, cerca de las lágrimas. La ira brotó como una ola, negra y fea, era una fuerza con la que a menudo tenía que luchar cuando se frustraba.

– Rikki.

La voz de Inez fue vigorosa, práctica, nunca sonaba con esa compasión que detestaba. Rikki se giró para encararla, sabiendo que tenía que dejar la tienda otra vez y luchar contra su visión borrosa.

– Dame tu lista. Conseguiré tus cosas y tú puedes esperar en la ventana. -Inez le tendió la mano.

¿Era derrota? ¿O victoria? Rikki no lo sabía pero no tenía elección. Entregó la lista a Inez, agradecida de que pareciera comprender el problema.

– No estuviste en la boda -dijo Inez, toda habladora.

Rikki rechinó los dientes. ¿Contestaba uno a una afirmación? Hizo un sonido con la garganta, el único reconocimiento que pudo pensar en hacer. El timbre de la voz de Inez formó parte del zumbido de fondo de las luces fluorescentes. Las luces eran como luz estroboscópica ahora, parpadeando continuamente. Las agujas que le apuñalaban el cráneo se convirtieron en punzones de hielo.

– Las chicas tenían un aspecto encantador -agregó Inez-. Todos nos lo pasamos tan bien. Aunque te echamos de menos. Elle fue una novia imponente. Y Jackson estaba tan guapo.

Sonaba orgullosa de Jackson, casi como si fuera su hijo. ¿Qué sabía Rikki sobre Inez, de todos modos? Aparte de que sabía todo acerca de todos, Rikki se cercioraba de evitarla siempre que fuera posible. Jackson era ayudante del sheriff, y por lo que se refería a Rikki, eso le ponía justo con los funcionarios que la habían relegado a la casa del estado y acusado de provocar fuegos y matar a las personas que amaba.

– Frank y yo bailamos toda la noche.

Frank, Frank Warner, era el novio de Inez, que poseía una de las galerías locales. Había sido encarcelado por algo. A veces estaba en la tienda sentado detrás del mostrador; era callado y tenía poco que decir. Rikki se identificaba con él más de lo que lo hacía con la mayoría de la gente. Sabía que los otros probablemente le juzgaban, justo como hacían con su conducta extraña.

Inez todavía estaba hablando, el sonido de su voz rechinaba sobre sus nervios en carne viva, pero la mujer le estaba haciendo un favor así que Rikki no iba a dejar que el dolor de su cabeza la hiciera hacer algo estúpido, como ponerse violenta. Había sucedido en el pasado, más de una vez. Lexi los llamaba "el desmadre de Rikki”, pero le avergonzaba no tener el control. Siguió respirando hondo, esperando no desmayarse.

– Gracias a Dios que no estuviste en el océano ese día, Rikki -decía Inez, empujando un carrito con gran eficiencia-. Una inmensa ola asesina salió de ninguna parte y habría golpeado la playa, pero las Drake hicieron eso que suelen hacer y se fue. Pero tus hermanas ya te lo deben haber contado.

Ahora los punzones para el hielo eran puñales, taladrándole el cerebro. Rikki se puso las manos sobre los oídos para ahogar todo el sonido y se concentró en su respiración. Inez trabajaba rápidamente. Rikki podía ver que la mujer era consciente de que algo estaba mal. Trataba de ayudar, hablando obviamente para distraerla, pero entre el zumbido de las luces, su voz y el parpadeo, el dolor en la cabeza de Rikki había aumentado.

– Puedes hacer cualquier cosa durante un periodo corto de tiempo -murmuró para sí, indiferente a que la gente pensara que era extraño que hablara consigo misma. Si la ayudaba a pasar por esto sin perder el juicio, hablaría consigo misma.

– Aquí tienes, cariño -dijo Inez, su voz con ese mismo tono vigoroso-. Los pasaré rápidamente.

Rikki apretó los dedos sobre las sienes.

– Pon veinte dólares en la cuenta de Bill y después de que me marche, ¿le llevarás un café y algo nutritivo para desayunar?

– Seguro -Inez trabajó rápidamente-. ¿Nada de mantequilla de cacahuete hoy?

– Cogí un suministro grande hace poco.

– ¿Tienes compañía? ¿Tus hermanas?

Rikki sacó dinero en efectivo de la cartera y lo puso sobre el mostrador, ignorando la pregunta. Inez todavía hablaba pero Rikki no podía formar las palabras. Miles de agujas le pinchaban el cuerpo y se sentía como si estuviera hecha de plomo y apenas pudiera moverse. No podría haber producido un sonido aunque lo hubiera intentado. Podía sentir cada músculo individual, oír la sangre fluyendo en las venas y latir en la cabeza. Odiaba esas sensaciones, una sobrecarga que no tenía sentido. Le había llevado años antes de darse cuenta de que los otros no tenían las mismas respuestas a los estímulos del entorno. Su cuerpo se sentía como si fuera a romperse si permanecía un momento más.

Recogió las bolsas y salió fuera rápidamente, maldiciendo. Mejor que el hombre se comiera estas cosas lentamente porque ella no iba a pasar jamás por esto otra vez. Sintiéndose enferma y desorientada, se apresuró hacia el camión y condujo los pocos bloques hasta los promontorios donde podría aparcar, salir y andar alrededor de los riscos que miraban al revuelto mar. Estaba a medio metro del camión y estaba enferma, el estómago protestaba por los violentos apuñalamientos en el cráneo.