Rikki tropezó en el estrecho sendero a través del brezo para alcanzar la orilla donde podría pararse con el océano extendiéndose delante de ella como una fría manta azul grisácea. Las crestas de las olas rompían sobre las rocas y el rocío siseaba en los costados de los precipicios. Las gaviotas chillaban y a lo lejos vio el surtidor de una ballena.
El caos salvaje de su mente y cuerpo comenzó a calmarse lo suficiente para que sus manos dejaran de temblar. Necesitaba estar en el agua, donde pertenecía. No pertenecía a la tierra, en público, en algún lugar donde había otras personas. No se dio cuenta de que estaba llorando hasta que la visión se le emborronó completamente. Tiró de sus gafas oscuras y se frotó enojadamente sus lágrimas.
Lev tenía que irse. No podía arruinarle la vida. No podía tratar con alguien en su casa. Se conocía y sabía cómo era. No podía fingir que estaba bien. Casi lo había perdido allí en la tienda de Inez. Simplemente tenía que irse. Eso era lo que había.
Condujo a casa más rápido de lo que lo hacía normalmente, sin permitirse ningún otro pensamiento en su mente que conseguir la ventaja. Tenía que terminar esto antes de que le costara demasiado. Aparcó el camión y, alcanzando los comestibles, corrió al porche de la puerta de la cocina. Lev debía haberla oído llegar porque estuvo allí antes que ella, desatrancando la puerta para que no tuviera que utilizar la llave.
Rikki le empujó para pasar por delante, descargó las bolsas de alimentos sobre la mesa y se giró para encararlo.
– Tienes que irte. Hazlo. En este momento. No puedes permanecer aquí y eso es todo lo que hay -dejó escapar.
Lev frunció el entrecejo y dio un paso más cerca. Antes de que ella pudiera eludirle, le quitó las gafas y la miró a los ojos.
– Has estado llorando. Rikki, dime qué te ha trastornado. Habla conmigo.
Ella sacudió la cabeza, retrocediendo, y para su horror lágrimas frescas se derramaron.
– No hablar. He acabado de hablar. No puedes estar aquí, eso es todo.
Él fue a la puerta, la cerró y echó el cerrojo antes de volverse hacia ella, su expresión ilegible.
– Lyubimaya, vas a tener que hablar. No voy a irme sin averiguar qué te ha sucedido.
Ella trataba de no sollozar, sus emociones estaban fuera de control. Detestaba estar fuera de control y la culpa era de él. ¿Por qué no podía verlo?
– Tocarás mis platos y utilizará las cacerolas para cocinar. Tendré que ir a la tienda otra vez y no puedo. No puedo.
– No tienes que hacer nada, Rikki. No para mí. Y si no deseas que utilice estos platos ni las ollas y las cacerolas, puedo comprar algunos otros. Vamos, lyubimaya, ¿qué ha sucedido realmente?
No había manera de hacerle entender porque ella no lo comprendía. Siempre había pensado que su rareza era debido a su niñez, pero los otros habían sufrido toda clase de traumas y no eran como ella. No se sentían como si todo su cuerpo fuera a deshacerse. Los ruidos diarios no volvían sus mentes tan caóticas que no podían pensar claramente. No necesitaban ordenar del modo que ella necesitaba, sólo para respirar.
La voz de él, suave, casi cariñosa, terciopelo suave, fue su perdición. Giró y corrió al dormitorio, cerrando la puerta detrás de ella y lanzándose a la cama. Buscó debajo hasta encontrar la manta de consuelo. Hecha de material suave, tenía bolsillos interiores con pequeñas bolitas para proporcionar los necesarios cuatro a seis kilos de peso. La tiró sobre ella y se metió la mano en la boca para intentar evitar llorar. No había llorado en meses, y ahora, con alguien cerca, tenía que ir y hacerlo.
Después de descubrir que la presión de su traje de neopreno hacía que su cuerpo se sintiera menos como si volara, había reconocido el efecto calmante del traje y buscado algo que la ayudara fuera del agua. Había leído mucho acerca de las mantas y sabía que se suponía que el peso ayudaba a liberar serotonina presionando los nervios sensoriales en los músculos, las articulaciones y los tendones, para un efecto calmante. Lo que fuera. No le importaba como funcionara, sólo que lo hiciera. Y en este momento, se sentía ridícula, avergonzada y muy cansada. Quería acurrucarse bajo la manta y dormir. Le oía circular por la cocina. No sonaba como si se marchara. Quizá si se quedaba dormida, se habría ido cuando despertara.
La puerta del dormitorio se abrió y cerró los ojos con un gemido suave de desesperación, queriendo desaparecer.
– Rikki, he hecho café. Incorpórate y bebe algo. Ayudará. He guardado los comestibles. Sólo quiero que me expliques qué ha sucedido.
Sintió su peso en el borde de la cama. Dejó salir el aliento de golpe con exasperación y se sentó bruscamente, arrastrando la manta a su alrededor en busca de consuelo.
– ¿Realmente tenemos que hacer esto?
– No me debes ninguna explicación, pero me gustaría una.
Ella tomó el café y frunció el entrecejo ante el líquido oscuro. No quería mirarle.
– Simplemente necesito las cosas de cierta manera.
– Puedo comprender eso, pero eso no te haría llorar.
– ¿Por qué demonios te importa? -Recurrió a la agresividad. Generalmente apartaba a la gente de ella así no tenía que tratar con las emociones que tenía dificultad para mantener bajo control.
– Salvaste mi vida. Has visto la clase de hombre que soy y aún así me diste un lugar donde quedarme. Admitiré que no recuerdo mucho sobre mi pasado, pero no me siento como si conociera la bondad. Tú me has mostrado bondad.
– No estoy bien, Lev. -Apretó los dientes, odiando decirlo en voz alta. No le importaba como era, siempre que permaneciera lejos de la gente. Le gustaba su vida. Era la capitana de su barco. Tenía una buena vida. ¿Por qué debería importarle que no pudiera entrar en una tienda de ultramarinos? No lo haría si él no estuviera allí. Odiaba sentirse inadecuada.
– Tampoco yo. No te estoy pidiendo que cambies. Dime qué necesitas para sentirte cómoda.
– No es razonable para ti.
– Rikki, mírame. -Lev esperó hasta que levantó de mala gana la mirada empapada en lágrimas. Deseaba, necesitaba besarla, pero ella se había acurrucado dentro de esa manta rara como si fuera una fortaleza.
– ¿No crees que yo debería decidir qué es razonable para mí? Me has aceptado, no al revés. He tenido que tumbarme todo el tiempo que has estado fuera y si no hubiera entrado aquí y me hubiera sentado, me habría caído. No tengo ningún lugar a dónde ir. Al menos dame una oportunidad de hacer las cosas bien contigo.
– No sé cómo explicártelo. Vivo sola. Tengo un cierto orden en las cosas y lo necesito así. -Tomó un sorbo de café para estabilizarse. Las manos le temblaban y su cuerpo reaccionaba de la manera que siempre lo hacía cuando estaba estresada, inundándola con adrenalina y una ira que parecían tomar el control. Feliz o enojada o triste. Raramente había un punto medio para ella, y la ira era una manera de mantener a la gente lejos de ella-. No hablo con la gente.
La diversión se arrastró a los ojos de Lev.
– Nena, yo tampoco hablo con la gente. Nosotros no somos gente. Aquí, en esta casa, sólo hay nosotros. Lo que hacemos, cómo actuamos, no le importa a nadie más. Si necesitas orden, enséñame tu orden y lo seguiré. Me estabilizas, Rikki. No sé por qué, pero me siento más equilibrado contigo alrededor.
Casi arrojó su café sobre él. ¿Estaba completamente loco? ¿Cómo demonios podía ella mantener a otra persona equilibrada?
– ¿Te golpeaste la cabeza con fuerza, verdad?
Él sonrió y se tocó la cabeza.
– Quizá el golpe me metió algún sentido. Apreciaría que me permitieras quedarme aquí un tiempo, Rikki. Déjame que intente no interrumpir tu rutina. Puedo aprender a comer mantequilla de cacahuete.
La mirada en su cara era la de un hombre que va forzosamente a su destino. A pesar de todo, la risa burbujeó.
– No sé qué hacer contigo. Sería tonto comprar nuevos platos y tú no puedes comer mantequilla de cacahuete si no te gusta.