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El marido de Emma, Kenny, que fue el padrino de Ted, no podía comprender por qué la gente era mucho más hóstil hacia Meg que hacia la novia fugitiva, pero Emma lo comprendía. A la gente local le gustaba Lucy, al menos tanto como les podía gustar una forastera que había pescado a su Ted y a la que habían estado dispuestos a aceptar hasta la noche de la cena de ensayo cuando ella había cambiado delante de sus ojos. Ella había pasado más tiempo con Meg Koranda que con su prometido. Había sido breve con los invitados, estaba distraida y apenas sonrió, incluso en el brindis más divertido.

Francesca sacó un arrugado pañuelo del bolsillo de sus rugosos capri blancos de algodón que llevaba puestos con una vieja camiseta, unas sandalias italianas y sus diamantes siempre presentes. -He estado alrededor de demasiados niños mimados de Hollywood como para no reconocer a uno. Las chicas como Meg Koranda nunca han tenido que trabajar duro ni un día de sus vidas, y piensan que su apellido famoso les da permiso para hacer lo que quieran. Esa es la razón por la que Dallie y yo nos aseguramos de que Ted siempre supiera que tenía que trabajar para vivir -. Se frotó la nariz. -Te diré lo que pienso. Creo que le echo un vistazo a mi Teddy y lo quiso para ella.

Aunque era verdad que las mujeres perdían su buen juicio después de conocer a Ted Beaudine, Emma no creía que Meg Koranda pudiera considerar acabar con la boda de Ted como la mejor estrategia para quedarse con él. Sin embargo, la suya era una opinión minoritaria. Emma apoyaba la teoría menos generalizada de que Meg había echado a perder la felicidad de Lucy porque estaba celosa de que su amiga estaba teniendo éxito en la vida. Pero lo que Emma no podía entender era cómo Meg había sido capaz de hacerlo tan rápido.

– Lucy ya era como una hija para mí -. Francesca se retorció los dedos en el regazo. -Había perdido la esperanza de que conociese a alguien lo suficientemente especial para él. Pero ella era perfecta para él. Todo el mundo que los veía juntas sabía eso.

Una cálida brisa agitaba las hojas a la sombra de la pérgola. -Si sólo hubiera ido detrás de Lucy, pero no -, continuó Francesca. -Entiendo el orgullo. Dios sabe, su padre y yo tenemos más que suficiente. Pero me gustaría que pudiera poner eso a un lado -. Nuevas lágrimas se filtraron de sus ojos. -Deberías haber visto a Tedy cuando era pequeño. Tan tranquilo y serio. Tan adorable. Era un niño increíble. El niño más asombroso del mundo.

Emma consideraba a sus tres hijos los más increíbles del mundo, pero ella no desafió a Francesca, quién sonrió tristemente. -Era un completo descordinado. Díficilmente podía caminar por una habitación sin tropezar. Confía en mí cuando te digo que sus cualidades atléticas vinieron después de su niñez. Y gracias a Dios que superó sus alergias -. Se sonó la nariz. -También era poco atractivo. Le llevó años conseguir su aspecto. Y era tan inteligente, más inteligente que todos los que lo rodeaban, ciertamente más inteligente que yo, pero nunca es condescendiente con la gente -. Su lacrimosa sonrisa partió el corazón a Emma. -Siempre ha creído que todo el mundo tenía algo que enseñarle.

Emma estaba contenta con que Francesca y Dallie se fueran a Nueva York pronto. Francesca florecía con el trabajo duro, y grabar la siguiente serie de entrevistras sería una buena distracción. Una vez que se instalasen en su casa de Manhattan, podían sumergirse en el trajín de la vida de la gran ciudad, mucho más saludable que permanecer en Wynette.

Francesca se levantó del banco y se acarició la mejilla. -Lucy era la respuesta a mis oraciones por Teddy. Pensaba que él finalmente había conocido a la mujer que era digna de él. Alguien inteligente y decente, alguien que comprendía lo que era crecer con privilegios pero que no se había echado a perder por su educación. Pensaba que tenía carácter -. Su expresión se endureció. -Estaba equivocada con eso, ¿no?

– Todos lo estábamos.

El pañuelo se hizo trizas en sus dedos y hablaba tan bajo que Emma apenas podía escucharla. -Quiero tener nietos desesperadamente, Emma. Yo… yo sueño con ellos… abrazándolos, oliéndoles sus cabezitas suaves. Los bebés de Teddy…

Emma conocía la suficiente historia sobre Francesca y Dallas como para comprender que Francesca estaba hablando de otra cosa a parte del simple anhelo de una mujer de cincuenta y cuatro años por tener nietos. Dallie y Francesca habían estado separados durante los primeros nueve años de la vida de Ted, justo hasta el momento en que Dallie se enteró de que tenía un hijo. Un nieto les ayudaría a llenar ese hueco vacio en sus vidas.

Como si leyera sus pensamientos, Francesca dijo, -Dallie y yo nunca pudimos ver juntos los primeros pasos, escuchar las primeras palabras -. Su voz se hizo más amarga. -Meg Koranda nos robó los bebés de Ted. Nos quitó a Lucy y nos quitó a nuestrso nietos.

Emma no podía soportar su tristeza. Emma no podía verla así. Y en ese momento decidió no decirle a Francesca lo peor de todo. Que Meg Koranda estaba todavía en el pueblo.

– ¿No tiene otra tarjeta de crédito, señorita Koranda? -preguntó la guapa rubia de recepción.

– ¿Rechazada? -Meg actuó como si no entendies la palabra, pero la comprendía muy bien. Con un suave zumbido, su última tarjeta de crédito desapareció dentro del cajón central de la recepción del Wynette Country Inn.

La recepcionista no intentó ocultar su satisfación. Meg se había convertido en el enemigo público número uno de Wynette, una versión retorcida de su papel en la debacle de la boda de su santo alcalde, siendo humillado internacinalmente, se había extendido como un virus por el aire a través de la pequeña ciudad donde todavía permanecían unos cuantos miembros de la prensa. Un relato exagerado de la confrontación de Meg con Birdie Kittle la noche del ensayo era de dominio público. Si simplemente a Meg le hubiera sido posible salir de Wynette inmediatamente, podría haberlo evitado, pero había resultado ser imposible.

La familia de Lucy había dejado Wynette el domingo, veinticuatro horas después de que Lucy huyera. Meg sospechaba que permanecieron allí esperando que Lucy retornara, pero la presidenta había prometido asistir a una conferencia mundial de la Organización Mundial de la Salud en Barcelona con el padre de Lucy, quién era el anfritión de una conferencia de periodistas médicos internacionales. Meg era la única que había hablado con Lucy desde que había huido.

Había recibido una llamada de teléfono en la madrugada del domingo, aproximadamente a la hora que la novia y el novio deberían haber dejado la recepción nupcial para irse a su luna de miel. La señal era débil y apenas reconoció la voz de Lucy, que sonaba tenue e insegura.

– Meg, soy yo.

– ¿Luce? ¿Va todo bien?

Lucy se rió de forma ahoga y semihistérica. -Cuestión de opiniones. ¿Te acuerdas de ese lado salvaje de mí del que siempre estás hablando? Supongo que lo encontré.

– Oh, cariño…

– Soy… soy una cobarde, Meg. No puedo enfrentar a mi familia.

– Lucy, te quieren. Te comprenderán.

– Diles que lo siento -. Su voz se quebró. -Diles que los quiero y que sé que he hecho un lío enorme de todo esto, y que volveré y lo solucionaré, pero… no todavía. No puedo hacerlo todavía.

– Está bien. Se lo diré. Pero…

Se cortó antes de que Meg pudiera decir nada más.

Meg se armó de valor y le habló a los padres de Lucy sobre la llamada. -Está haciendo esto por su propia voluntad -, había dicho la presidenta, quizás recordando su propia escapada rebelde hace mucho tiempo. -Por ahora tenemos que darle el espacio que necesita -. Le hizo prometer a Meg que permanecería en Wynette unos cuantos días más por si Lucy reaparecía. -Es lo menos que puedes hacer después de causar este desastre -. A Meg le pesaba demasiado la culpa como para negarse. Desafortunadamente, ni la presidente ni su marido habían pensado en cubrir los gastos de la prolongación de la estancia de Meg en el hotel.