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Un grito brotó de su garganta. La habitación daba vueltas y tendió un brazo en busca de apoyo. El auricular se le cayó de las manos a la alfombra. ¡No podía ser! Geoffrey estaba muerto…

Se arrodilló en el suelo en busca del teléfono, empeñada en seguir oyendo la voz que solo podía pertenecer a un fantasma.

– ¿Diga? ¿Diga? ¡Geoffrey! -gritó.

El eco de la larga distancia había desaparecido. Solo había silencio y, unos segundos después, el ruido de marcar.

Pero había oído suficiente. Todo lo ocurrido en las dos últimas semanas se apagó como si fuera una pesadilla recordada a la luz del día. Nada de eso había sido real. La voz que acababa de oír… una voz que conocía muy bien, sí era real.

Geoffrey estaba vivo.

Cuatro

– ¡Ya estoy harto, O'Hara! -Charles Ambrose estaba de pie delante de la puerta cerrada de su despacho y señalaba su reloj de pulsera-. ¡Y llegas veinte minutos tarde!

Nick colgó su gabardina, imperturbable.

– Lo siento. No he podido evitarlo. Llueve mucho.

– ¿Sabes quién está esperando ahora en mi despacho? ¿tienes idea?

– No. ¿Quién?

– Un hijo de… -Ambrose bajó bruscamente la voz-. ¡ La CIA! Un tipo llamado Van Dam. Esta mañana me ha llamado para preguntarme por el caso Fontaine. ¡Y yo no sabía de qué me hablaba! Ha tenido que contarme lo que pasa en mi propio departamento. Por el amor de Dios, ¿qué diablos te crees que estás haciendo?

Nick le devolvió la mirada con calma.

– Mi trabajo.

– Tu trabajo era darle el pésame a la viuda y entregarle el cuerpo. Nada más. Y Van Dam dice que estás jugando a James Bond con Sarah Fontaine.

– Admito que he ido al funeral. Y he llevado a la señora Fontaine a su casa. Yo no llamaría a eso jugar a James Bond.

Ambrose se volvió y abrió la puerta de su oficina.

– Ven aquí, O'Hara.

Nick lo siguió sin parpadear.

Las cortinas estaban descorridas y la última luz del día caía sobre los hombros de un hombre sentado ante el escritorio de Ambrose. Un hombre de unos cuarenta y tantos años, alto y de ojos tan incoloros como el día. Tenía las manos dobladas en un ademán de rezo. No había ni rastro de Tim Greenstein. Ambrose cerró la puerta y se sentó a un lado. El hecho de que hubiera sido expulsado de su sillón decía bastante sobre la importancia del usurpador.

– Siéntese, señor O'Hara -dijo este-. Soy Jonathan Van Dam.

Nick obedeció.

Van Dam lo observó un momento en silencio con sus ojos incoloros. Después tomó una carpeta… el historial laboral de Nick.

– Espero que no esté nervioso. No tiene importancia -miró un papel-. Lleva usted ocho años en el Departamento de Estado.

– Ocho años y dos meses.

– Dos años en Honduras, dos en El Cairo y cuatro en Londres. Todos en consulados. Un buen historial, con la excepción de dos informes negativos de personal. Aquí dice que en Honduras se mostró usted demasiado… simpatizante con los problemas de los nativos.

– Porque nuestra política allí apesta.

Van Dam sonrió.

– Créame, no es usted el primero que dice eso.

La sonrisa pilló a Nick por sorpresa. Miró con suspicacia a Ambrose, que sin duda esperaba una ejecución y parecía desilusionado.

Van Dam se echó hacia atrás en la silla.

– Señor O'Hara, este es un país de libertad de expresión. Yo respeto a los hombres que piensan por sí mismos, hombres como usted. Por desgracia, el pensamiento independiente no es algo que se aliente al servicio del gobierno. ¿Fue eso lo que condujo a este segundo informe?

– Supongo que se refiere al incidente en Londres.

– Sí. ¿Podría explicarlo?

– Seguro que Roy Potter les envió un informe a ustedes con su versión de la historia.

– Cuénteme la suya.

Nick se recostó en la silla. El recuerdo del incidente bastaba para resucitar de nuevo su rabia.

– Ocurrió una semana en que nuestro jefe consular, Dan Lieberman, estaba fuera y lo sustituía yo. Un hombre llamado Vladimir Sokolov se me acercó una noche. Era agregado de la Embajada Rusa en Londres. Yo lo conocía de haberlo visto en recepciones. Siempre me había parecido un hombrecillo nervioso, preocupado. Me llevó aparte en una recepción en honor del embajador. Quería pedirme asilo. Tenía información que entregar, información que a mí me pareció buena. De inmediato, llevé el asunto a Roy Potter -Nick miró a Ambrose-. Potter era el jefe de Inteligencia en nuestra legación de Londres -volvió la vista hacia Van Dam-. Potter se mostró escéptico. Primero quería usar a Sokolov como agente doble. Intenté convencerlo de que aquel hombre corría un peligro real. Y tenía familia en Londres, esposa y dos hijos. Pero Potter decidió esperar antes de darle asilo.

– Comprendo sus razones. Sokolov tenía vínculos fuertes con la KGB. Yo también habría cuestionado sus motivos.

– ¿Sí? Si lo hubiera plantado la KGB, sus hijos no lo habrían encontrado muerto unos días más tarde. Ni siquiera los soviéticos matan a sus agentes sin un buen motivo. Su gente lo abandonó a su suerte.

– Es un trabajo peligroso, señor O'Hara. Esas cosas ocurren.

– Estoy seguro. Pero yo sentía una responsabilidad personal en ese caso. Y no pensaba permitir que Roy Potter eludiera la suya.

– Aquí dice que se pelearon a gritos en la escalera de la embajada -Van Dam movió la cabeza y soltó una carcajada-. Usted llamó al señor Potter una variedad de… cosas interesantes. Dios mío, hay una que no había oído nunca. Y delante de testigos.

– De eso me declaro culpable.

– El señor Potter también afirma que se mostró usted… cito textualmente «completamente descontrolado y al borde de la violencia».

– No estuve al borde de la violencia.

Van Dam cerró la carpeta y sonrió comprensivo.

– Sé lo que se siente, señor O'Hara, cuando uno se ve rodeado de incompetentes. Dios sabe que no pasa ni un solo día sin que me pregunte cómo es posible que este país siga en pie. Y no hablo solo del mundillo de Inteligencia, sino de todo. Soy viudo, ¿sabe?, y mi esposa me dejó una casa bastante grande que mantener. No encuentro un ama de llaves decente ni un jardinero que conserve vivas las azaleas. A veces, en el trabajo, tengo ganas de mandarlo todo a la porra, olvidar las normas y hacer las cosas a mi modo. ¿No siente usted lo mismo? Por supuesto que sí. Veo que es un inconformista como yo.

Nick comenzaba a sentir que se había dejado atrapar en una conversación extraña. ¿Adónde quería llegar exactamente aquel hombre?

– Veo que trabajó en la Universidad Americana antes de entrar en el Departamento de Estado -dijo Van Dam.

– Fui profesor adjunto de lingüística.

– Y ya en la universidad era usted bastante independiente. Esas cosas no cambian. El señor Ambrose dice que no encaja usted en este departamento. Supongo que a veces se sentirá solo.

– ¿Qué intenta decir, señor Van Dam?

– Que un hombre solitario puede encontrar…, tentador asociarse con otros inconformistas. Que, si está furioso, pueden convencerlo de que coopere con otros intereses.

Nick se puso rígido.

– No soy un traidor, si eso es lo que insinúa.

– No, no. Yo no digo nada de eso. No me gusta esa palabra, traidor. ¡Es tan imprecisa! Después de todo, la definición de traidor varía con la orientación política de cada uno.

– Yo sé lo que es un traidor, señor Van Dam. Y aunque no estoy de acuerdo con gran parte de nuestra política, eso no me convierte en uno.

– Entonces quizá pueda explicarme su participación en el caso Fontaine.

Nick se vio obligado a respirar hondo. Al fin habían llegado a lo que importaba.

– Geoffrey Fontaine murió en Alemania hace dos semanas. Me tocó a mí la tarea rutinaria de llamar a la viuda. Ciertas cosas que dijo ella me preocuparon. Introduje el nombre de Fontaine en el ordenador… una comprobación de rutina. Y encontré muchas lagunas. Llamé a un amigo…