– El señor Greenstein -intervino Van Dam.
– Escuche, no lo meta en esto. Solo me hizo un favor. Tiene un amigo en el FBI que buscó el nombre de Fontaine. No encontró más cosas. Yo tenía más preguntas que respuestas y fui a ver a la viuda.
– ¿Por qué no acudió a nosotros?
– No sabía que su autoridad se extendía al territorio de nuestro país. Legalmente hablando, claro está.
Por primera vez sorprendió una chispa de irritación en la mirada de Van Dam.
– ¿Se da cuenta de que puede haber causado un daño irreparable?
– No comprendo.
– Lo teníamos todo controlado. Ahora me temo que usted la ha advertido.
– ¿Advertido? Pero Sarah está en la oscuridad tanto como yo.
– ¿Esa es la conclusión de un espía aficionado?
– Es una corazonada.
– Usted no conoce todas las implicaciones…
– ¿Cuáles son las implicaciones?
– Que la muerte de Geoffrey Fontaine sigue en duda. Que su esposa puede saber más de lo que usted cree. Y que en este caso hay más cosas en juego de las que usted imagina.
Nick lo miró atónito. ¿Qué significaba aquello? ¿Geoffrey Fontaine podía estar vivo? ¿Sarah podía ser tan buena actriz como para haberlo engañado?
– ¿Qué hay en juego en este caso? -preguntó.
– Digamos que puede haber repercusiones internacionales.
– ¿Geoffrey Fontaine era espía?
Van Dam apretó los labios. No dijo nada.
– Mire -siguió Nick-. Ya estoy harto de esto. ¿Por qué me interrogan por un asunto consular de rutina?
– Señor O'Hara, yo he venido a hacer preguntas, no a contestarlas.
– Perdone por interferir con sus procedimientos operativos.
– A veces puede mostrarse usted muy poco diplomático -Van Dam miró a Ambrose-. No sé si está limpio. Pero estoy de acuerdo con su plan de acción.
Nick frunció el ceño.
– ¿Qué plan de acción?
Ambrose se aclaró la garganta.
– Tras haber revisado su historial laboral y después de esta última… indiscreción, nos parece que debe usted tomarse un permiso indefinido del departamento. Hay que revaluar su situación y estará de permiso hasta que comprobemos si está mezclado en algo subversivo. Si encontramos pruebas de algo más grave que una mera indiscreción, volverá a tener noticias del señor Van Dam. Y seguramente también del Departamento de Justicia.
Nick no necesitaba una traducción. Acababan de considerarlo un traidor. La respuesta lógica sería defender su inocencia y dimitir allí mismo. Pero no tenía intención de hacerlo delante de Jonathan Van Dam.
Se puso en pie.
– Comprendo. ¿Es todo, señor?
– Es todo, señor O'Hara.
Nick salió del despacho. Después de ocho años con el Departamento de Estado, un poco de curiosidad había conseguido que lo despidieran.
Y lo más gracioso era que, con excepción de la parte de que lo consideraran un traidor, no le molestaba en absoluto perder el trabajo.
De hecho, casi sentía que le habían quitado un gran peso de encima. Era libre. Habían tomado por él la decisión que tanto tiempo llevaba valorando. En cierto modo, había sido inevitable.
Ahora podía empezar una nueva vida. Había ahorrado lo suficiente para vivir unos seis meses sin hacer nada. Quizá regresara a la universidad. Los últimos ocho años le habían dado una gran dosis de realidad; sería mejor profesor que antes.
Cuando empezó a recoger su escritorio, estaba ya sonriendo. Vació los cajones uno por uno, metiendo en una caja la basura acumulada en aquellos meses. Después, guardó sus docenas de periódicos. Se sorprendió al oírse silbar. Sería una noche estupenda para emborracharse. O pensándolo mejor, podía ahorrarse la resaca. Tenía demasiadas cosas que hacer, muchas respuestas que buscar. Podía soportar perder el trabajo, pero no iba a permitir que cuestionaran su lealtad. Eso había que aclararlo. Y para ello tenía que volver a ver a Sarah Fontaine.
La idea no le desagradó. La necesidad de verla se volvió urgente. Dejó la caja sobre la mesa y marcó su número. Como siempre, le respondió el contestador. Colgó con un juramento y recordó su sugerencia de que se quedara con su amiga.
– Nick.
Tim Greenstein entró en la sala.
– ¿Qué haces aquí todavía?
Nick lo miró sorprendido.
– ¿A ti qué te parece? Estoy vaciando mi mesa.
– Vaciando tu… ¿quieres decir que te han despedido?
– Más o menos. Me han pedido que coja unas vacaciones impagadas muy largas.
– Vaya, lo siento -Tim estaba muy pálido, como si acabara de recibir una noticia muy mala.
– ¿Dónde te has metido? -preguntó Nick-. Creía que íbamos a vernos en el despacho de Ambrose.
– Me ha retrasado mi supervisor. Y el FBI. Y la CIA. No ha sido agradable. Incluso me han amenazado con retirarme el permiso para usar los ordenadores. ¡Qué crueldad!
Nick movió la cabeza y suspiró.
– Es culpa mía, ¿verdad? Lo siento. Parece que hemos entrado en terreno prohibido. ¿A tu amigo del FBI también lo han molestado?
– No. Lo curioso es que él puede salir ganando con esto. Sus investigaciones han dejado en mal lugar a la CIA y en el FBI te premian por eso -Tim se echó a reír, pero sin ganas.
– ¿Qué te pasa? -preguntó Nick.
– No me gusta esto. Nos hemos metido en un avispero.
– Bueno, no es la primera vez que tratamos con espías. ¿Qué tiene de especial Geoffrey Fontaine?
– No lo sé. Y no quiero saber más de lo que ya sé.
– ¿Has perdido la curiosidad?
– Desde luego que sí. Y tú también deberías.
– Yo tengo un interés personal en el caso.
– Déjalo, Nick. Por tu propio bien. Arruinará tu carrera.
– Mi carrera ya está arruinada. Y quiero pasar algo más de tiempo con Sarah Fontaine.
– Nick, como amigo, te digo que la olvides. Te equivocas con ella. No es tan inocente como parece.
– Eso es lo que dicen todos, pero yo soy el único que ha estado con ella.
– Mira, te equivocas con ella, ¿vale?
El tono agudo de Tim confundía a Nick. ¿Qué pasaba allí? Miró a su amigo a los ojos.
– ¿Qué es lo que intentas decirme? -preguntó.
Tim parecía desgraciado.
– Se ha reído de ti, Nick. Mi amigo del FBI ha estado siguiendo sus movimientos y sus contactos. Y acaba de llamar para decirme…
– ¿Qué?
– Ella sabe algo. Es la única explicación.
– ¡Maldición, Tim! ¿Qué ha pasado?
– Poco después de que salieras de su apartamento, tomó un taxi hasta el aeropuerto y subió a un avión.
Nick lo miró con incredulidad.
– ¿Adónde ha ido?
Tim lo miró compasivo.
– A Londres.
Londres.
Era el lugar más lógico para empezar. Londres había sido la ciudad predilecta de Geoffrey, una ciudad de verdes parques y callejones adoquinados, de calles donde hombres de traje negro y sombrero hongo se mezclaban con hindúes con turbantes. Le había hablado de la Catedral de St. Paul, elevándose muy por encima de los tejados; de los tulipanes rojos y amarillos que cubrían Regent's Park; del Soho, donde imperaban la risa y la música. Ella había escuchado todo aquello y ahora, mirando por la ventanilla del taxi, sentía la misma emoción que debía sentir Geoffrey siempre que iba a Londres. Veía calles anchas y limpias, y paraguas negros cubriendo las aceras. En los parques se abrían las primeras flores de la primavera. Era la ciudad de Geoffrey. Él la conocía y la amaba. Y si estaba en apuros, sería el lugar que elegiría para esconderse.
El taxi la dejó enfrente del hotel Savoy. La conserje, una mujer joven de rostro amable, la recibió con una sonrisa y le confirmó que había habitaciones libres. La temporada turística no había empezado aún.
Sarah estaba rellenando el formulario de inscripción cuando se le ocurrió decir:
– Mi esposo estuvo aquí hace dos semanas.
– ¿De verdad? -la conserje miró su nombre en la página-. Oh, ¿es usted la señora Fontaine? ¿Su marido es Geoffrey Fontaine?
– Sí. ¿Se acuerda de él?
– Por supuesto que sí, señora. Su esposo es cliente habitual. Un hombre muy agradable. Pero es raro… nunca imaginé que fueran americanos. Siempre pensé… -se interrumpió-. ¿Su marido se reunirá con usted?
– No, todavía no -Sarah hizo una pausa-. La verdad es que espero algún mensaje suyo. ¿Puede mirar si hay algo?
La mujer miró hacia las ventanillas del correo.
– No veo nada.
– ¿Y sabe si ha habido alguna llamada para él o para mí?
– No. Lo siento.
Sarah guardó silencio un momento. ¿Qué más podía hacer?
– De todos modos -siguió la conserje-. Si hubiera habido un mensaje, lo habríamos enviado a su dirección de Margate. Es lo que siempre nos pedía que hiciéramos.
Sarah parpadeó sorprendida.
– ¿Margate?
La conserje escribía algo en un papel y no levantó la vista.
– Sí.
¿Qué casa en Margate? ¿Tenía Geoffrey una residencia en Inglaterra y nunca le había hablado de ella?
La conserje seguía escribiendo. Sarah apoyó las manos en el mostrador y rezó para poder mentir con convicción.
– Espero… espero que no tengan la dirección equivocada -dijo-. Seguimos en Margate, pero nos mudamos el mes pasado.
– Oh, vaya -suspiró la conserje. Se dirigió hacia la oficina situada tras ella-. Voy a comprobar que han cambiado la dirección.
Un momento después, volvía a salir con una tarjeta en la mano.
– El 25 de Whitstable Lane. ¿Esa es la dirección vieja o la nueva?
Sarah no contestó. Estaba demasiado ocupada memorizando la dirección.
– ¿Señora Fontaine?
– Está todo bien -tomó la maleta y se dirigió al ascensor.
– Señora Fontaine, no tiene que llevar usted eso. Llamaré al botones…
Pero Sarah entraba ya en el ascensor.
– 25 de Whitstable Lane -murmuró cuando se cerró la puerta-. 25 de Whitstable Lane…
¿Sería allí donde encontraría a Geoffrey?