– No es usted como esperaba -dijo Eve. Sarah reconoció la voz ronca del teléfono. El acento era levemente continental, pero no inglés-. Es más guapa de lo que esperaba. Y más joven de lo que él dijo. ¿Cuántos años tiene? ¿Veintisiete? ¿Veintiocho?
– Treinta y dos.
– Ah. Entonces no me mintió.
– ¿Geoffrey le habló de mí?
Eve dio otra calada y asintió.
– Por supuesto. Tenía que hacerlo. Fue idea mía.
Sarah abrió mucho los ojos.
– ¿Idea suya? ¿Pero por qué?
– Usted no sabe nada de Geoffrey, ¿verdad? -los ojos verdes apuñalaron con crueldad a Sarah-. No -dijo con un asomo de satisfacción-. Es evidente que no. Pero parece que me ha encontrado sola. Y yo necesitaba verla por mí misma.
– ¿Por qué?
– Llámelo curiosidad morbosa. Masoquismo. Odiaba imaginarlos juntos. ¡Lo quería tanto! -levantó la barbilla en un pobre intento de fingir indiferencia-. Dígame, ¿fue feliz con él?
Sarah asintió, a punto de llorar.
– Sí -susurró-. Fuimos… yo por lo menos, felices. En cuanto a Geoffrey, ya no sé nada. Ya no sé nada.
– ¿Con qué frecuencia hacían el amor? ¿Todas las noches? ¿Una vez a la semana?
Sarah apretó la boca.
– No veo que eso sea de su incumbencia. Todo formaba parte de su plan, ¿no?
Los ojos de la otra se suavizaron, pero solo por un instante.
– Usted también lo amaba, ¿verdad? -preguntó-. Y las dos hemos perdido, ¿no? Tenía que suceder algún día. Es lo normal en este trabajo.
– ¿Qué trabajo?
Eve se echó hacia atrás.
– Es mejor que no lo sepa. Pero quiere oírlo, ¿verdad? Yo en su lugar olvidaría todo esto y me iría a casa. Mientras aún esté a tiempo.
– ¿Quién es Geoffrey?
Eve inhaló humo con fuerza y clavó los ojos en la distancia.
– Lo conocí hace diez años en Amsterdam. Entonces era un hombre diferente -sonrió, como divertida por alguna broma secreta-. Se llamaba Simon Dance. En aquel momento los dos trabajábamos para el Mossad, el Servicio Secreto israelí. Simon, otra mujer que era nuestro jefe y yo formábamos un gran equipo. Los del Mossad son los mejores. Y luego Simon y yo nos enamoramos.
– ¿Eran espías?
– Supongo que podría llamarnos así. Sí, dejémoslo así -miró pensativa la figura que formaba en el aire el humo del cigarrillo-. Solo llevábamos un año juntos cuando una de nuestras misiones salió mal. Nos preocupábamos demasiado el uno por el otro, y eso no es bueno en ese mundillo. El trabajo tiene que serlo todo o las cosas empiezan a ir mal. Y eso fue lo que pasó. El viejo escapó.
– ¿Escapó? ¿Cuál era su misión? ¿Arrestar a alguien?
Eve se echó a reír.
– ¿Arrestar? En nuestro trabajo no nos molestamos en arrestar. Acabamos con ellos.
Sarah sintió las manos frías. No era posible que estuvieran hablando del mismo hombre.
– El viejo siguió vivo. Magus, lo llamábamos. Para nosotros era algo más que un nombre en clave. En cierto modo era un mago. Aquel caso acabó con nosotros -apagó el cigarrillo y encendió otro, para lo que necesitó tres cerillas, ya que las manos le temblaban mucho. Suspiró-. Después de aquello, todos dejamos el trabajo. Simon y yo nos casamos y vivimos un tiempo en Alemania y luego en Francia. Cambiamos dos veces de nombre. Pero sentíamos que estaban a punto de encontrarnos. Sabíamos que habían puesto precio a nuestras vidas. Magus, por supuesto. Decidimos dejar Europa.
– Y eligieron América.
Eve asintió.
– Sí. Es muy sencillo. Él buscó un nombre nuevo y un cirujano plástico. Le realzaron los pómulos y le estrecharon la nariz. La diferencia era tal que nadie lo habría reconocido. A mí también me cambiaron el rostro. Él fue delante a América. Se necesita tiempo para establecer una base nueva, otra identidad. Yo tenía que seguirlo.
– ¿Por qué se casó conmigo?
– Necesitaba una esposa americana. Necesitaba su casa, su cuenta bancaría, la tapadera que usted podía ofrecer. Yo no podía hacerme pasar por norteamericana. Mi acento, mi voz… no podía cambiarlos. Pero Simon… ah, él podía hablar como una docena de personajes distintos.
– ¿Por qué me eligió a mí?
Eve se encogió de hombros.
– Conveniencia. Usted estaba sola, no era muy guapa. No tenía novios. Sí, era vulnerable. Se enamoró enseguida de él, ¿verdad?
Sarah asintió, reprimiendo un sollozo. Sí, había sido vulnerable. Antes de Geoffrey, pasaba los días en el trabajo y la mayoría de las noches sola en casa. Anhelaba una relación con un hombre, la intimidad y el cariño que habían tenido sus padres. Pero tenía una profesión exigente y había permanecido demasiado tiempo sola; las probabilidades de casarse disminuían con cada año que pasaba.
Hasta que apareció Geoffrey y llenó el vacío. Se enamoró de él enseguida. Y sin embargo, él la había elegido por conveniencia. Miró con rabia a la otra mujer.
– A ninguno de los dos les importaba a quién pudieran hacer daño, ¿verdad?
– No teníamos elección. Teníamos nuestra vida…
– ¿Y qué pasa con mi vida?
– Baje la voz.
– Mi vida, Eve. Yo lo quería. ¡Y usted se queda ahí sentada y justifica lo que hicieron!
– Por favor, baje la voz. Pueden oírla.
– Me da igual.
Eve comenzó a levantarse.
– Creo que ya he dicho suficiente.
– No, espere -Sarah le tomó la mano-. Por favor -dijo con suavidad-. Siéntese. Tengo que oír el resto. Necesito saberlo.
Eve se dejó caer despacio sobre el banco. Guardó silencio un momento.
– La verdad es que él no la amaba. Me quería a mí. Sus viajes a Londres eran solo para verme. Se registraba en el Savoy y luego tomaba el tren para Margate. Cada pocos días regresaba a Londres a llamarla o enviarle una carta. Yo he odiado tener que compartirlo con usted estos dos últimos meses. Pero era necesario y solo temporal. Teníamos que sobrevivir. Hasta… -apartó la vista. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
– ¿Qué ocurrió, Eve?
La mujer se aclaró la garganta y levantó la cabeza con valentía.
– No lo sé. Solo sé que se marchó de Londres hace dos semanas. Se había unido a una operación contra Magus. Luego, algo salió mal. Lo seguían. Alguien colocó explosivos en su habitación del hotel. Llamó desde Berlín y me dijo que había decidido desaparecer. Que iba a esconderse. Cuando llegara el momento, vendría en mi busca. Pero la noche antes de salir de Margate, tuve una premonición. Intenté llamarlo a Berlín. Y entonces me enteré de su muerte.
– ¡Pero no está muerto! -exclamó Sarah-. ¡Está vivo!
A Eve le temblaron las manos de tal modo que estuvo a punto de soltar el cigarrillo.
– ¿Cómo?
– Me llamó hace dos días. Por eso estoy aquí. Me dijo que fuera con él, que me quería…
– Miente.
– ¡Es cierto! -gritó Sarah-. Conozco su voz.
– Una grabación, tal vez… un truco. Es fácil imitar una voz. No, no pudo ser él. No la habría llamado a usted -repuso Eve con frialdad.
Sarah guardó silencio. ¿Por qué iba a usar alguien la voz de Geoffrey para atraerla a Europa? Recordó entonces algo más, otra pieza del puzzle que no tenía sentido. Miró a Eve.
– El día que salí de Washington entraron en mi apartamento. Solo se llevaron una fotografía, y aún no comprendo…
– ¿Una fotografía de Geoffrey? -preguntó Eve.
– Sí. La foto de nuestra boda.
La mujer palideció. Apagó el cigarrillo y tomó su bolso y su chaqueta.
– ¿Adónde va? -preguntó Sarah.
– Tengo que volver. Me estará buscando.
– ¿Quién?
– Geoffrey.
– ¡Pero usted ha dicho que está muerto!