Los insultos que le había lanzado O'Hara un año atrás le dolían todavía. En parte porque en el fondo sabía que el diplomático tenía razón. La muerte de Sokolov había sido culpa suya.
Esa vez no podía permitirse errores. Ya había perdido dos agentes. Peor aún, había perdido el rastro de la señora Fontaine. No podía haber más fallos. Los encontraría aunque tuviera que registrar todos los hoteles de Bruselas.
Jonathan Van Dam estaba igual de decidido a encontrarlos. O'Hara había conseguido estropear lo que debería haber sido una operación sencilla. Él era el factor inesperado, el detalle que nadie había previsto, el tipo de cosas que da pesadillas a los agentes. Y le preocupaba que Tarasoff tuviera razón y O'Hara fuera algo más que un hombre enamorado. ¿Y si trabajaba para alguien?
Van Dam miró su plato de carne asada pensando en esa posibilidad. Estaba solo en su restaurante predilecto de Londres. La comida era buena. Le gustaba la luz de las velas y el rumor apagado de las conversaciones. Le gustaba ver otras personas a su alrededor. Eso lo ayudaba a centrarse en los problemas.
Terminó la carne y sorbió despacio un vasito de oporto. Sí, el joven Tarasoff tenía cierta razón. Era peligroso asumir que las cosas eran lo que parecían. Y él lo sabía mejor que nadie.
Durante dos años había soportado lo que desde fuera se consideraba un matrimonio feliz. Durante dos años había compartido la cama con una mujer a la que apenas soportaba tocar. La había cuidado en sus borracheras, soportado sus ataques de rabia y sus remordimientos posteriores. La muerte de Claudia había sorprendido a todos, y sobre todo, quizá, a la propia Claudia. Aquella zorra pensaba que viviría eternamente.
Sí, el oporto era excelente, así que pidió otro. Una mujer situada dos mesas más allá lo miraba repetidamente, pero él la ignoró, seguro sin saber por qué de que le gustaba el alcohol. Como a Claudia.
Volvió a pensar en el tema de Sarah Fontaine. Sabía que sería imposible encontrar a un hombre como Nick, un hombre que hablaba buen francés, en una ciudad tan grande como Bruselas. Pero la mujer era otra historia. Solo tenía que abrir la boca en el momento inoportuno y se acabaría todo. Sí, era mejor centrarse en buscarla a ella. Y después de todo, ella era la única que importaba.
Sarah, sentada en el colchón duro con las piernas cruzadas, miró su reloj una vez más. Nick llevaba fuera dos horas y ella había pasado ese tiempo sentada como un zombie pendiente de oír sus pasos. Y pensando. Pensando en el miedo y en si volvería a sentirse segura alguna vez.
En el tren desde Calais había luchado contra el pánico, contra la premonición de que algo terrible estaba a punto de ocurrir. Estaba pendiente de cada sonido, de cada detalle que veía. Sus vidas podían depender de algo tan trivial como la mirada de un extraño.
Llegaron a Bruselas sin problemas. Pasaron las horas y el terror cedió el paso a la ansiedad. Por el momento estaba segura.
Se levantó y se acercó a la ventana. Una lluvia fina mojaba los tejados, dándoles un aspecto fantasmal.
Encendió la única bombilla desnuda que había. La habitación era pequeña y destartalada, una especie de caja en el segundo piso de un hotel pequeño. Olía a polvo y humedad. Unas horas atrás no le había importado el aspecto de la habitación, pero ahora las paredes la estaban volviendo loca. Se sentía atrapada. Anhelaba aire fresco y comida. Pero tenía que esperar el regreso de Nick.
Si volvía.
Oyó cerrarse una puerta abajo y después ruidos de pasos que subían la escalera. Una llave entró en la cerradura y alguien abrió la puerta. Sarah se quedó petrificada. En el umbral había un desconocido.
Nada en él resultaba familiar. Llevaba una gorra negra de pescador caída sobre los ojos, una colilla de cigarrillo colgada de la boca. Olía a pescado y vino. Pero cuando levantó la vista, Sarah soltó una carcajada de alivio.
– ¡Nick!
El hombre frunció el ceño.
– ¿Quién más iba a ser?
– Es que esa ropa…
Nick miró la chaqueta negra con disgusto.
– ¿No es asquerosa? Huele que apesta -apagó el cigarrillo y le tendió un paquete envuelto en papel marrón.
– Tu nueva identidad, señora. Te garantizo que nadie te reconocerá.
– Me da miedo mirar -abrió el paquete y sacó una peluca negra corta, un paquete de horquillas y un vestido de lana especialmente feo-. Creo que les quedaba mejor a las ovejas -comentó.
– Eh, no protestes. Alégrate de que no te haya traído una minifalda y medias de seda. Lo he pensado, créeme.
La mujer miró la peluca con aire dudoso.
– ¿Negra?
– Estaba rebajada.
– Nunca he llevado peluca. ¿Cómo se pone? ¿Por este lado?
Nick se echó a reír.
– No, es al revés. Déjame a mí.
Sarah se la quitó.
– Esto no saldrá bien.
– Claro que sí. Eh, siento haberme reído, pero tienes que ponértela bien -tomó las horquillas de la cama-. Vamos, date la vuelta. Primero tienes que esconder tu pelo.
Sarah se volvió y le dejó recogerle el pelo. Cuando sus manos la tocaron, algo cálido y alegre pareció recorrer su cuerpo; no quería que acabara nunca aquella sensación. ¡Era tan reconfortante y sensual que un hombre le tocara el pelo, sobre todo un hombre con manos tan suaves como las de Nick!
La tensión que abandonaba los hombros de Sarah se concentraba en el cuerpo de Nick. Mientras luchaba con las horquillas, miraba la piel suave del cuello de la joven. Los mechones de pelo parecían fuego líquido en su mano. El calor subía como una corriente por sus dedos arriba y se instalaba en su vientre. Una fantasía se apoderó de éclass="underline" Sarah de pie en su dormitorio, con los pechos desnudos y el cabello suelto sobre los hombros.
Se forzó a centrarse en lo que hacía y empezó a clavar horquillas en el pelo.
– No sabía que fumabas -musitó ella, somnolienta.
– Ya no. Lo dejé hace años. Hoy es solo interpretación.
– Geoffrey fumaba. No pude conseguir que lo dejara. Era lo único por lo que nos peleábamos.
Nick tragó saliva cuando un mechón de pelo se soltó y cayó sobre su brazo.
– Au. Esa horquilla hace daño.
– Perdona -le puso la peluca y la volvió hacia él. La expresión de su rostro, una mezcla de duda y resignación, le hizo sonreír.
– Parezco tonta, ¿verdad? -suspiró ella.
– No. Estás distinta, pero de eso se trata.
La mujer asintió.
– Parezco tonta.
– Vamos, pruébate el vestido.
– ¿Qué es esto? -preguntó ella-. ¿Talla única?
– Sé que es grande, pero no podía pasarlo por alto. Estaba…
– No me lo digas. En rebajas, ¿verdad? -se rio ella-. Bueno, si somos pareja, tenemos que ir a juego -miró la ropa estropeada de él-. ¿De qué vas? ¿De vagabundo?
– Por el olor de esta chaqueta, yo diría que soy un pescador borracho. Y tú tienes que ser mi esposa. Solo una esposa soportaría a un tipo como yo.
– Vale. Soy tu esposa. Y tengo hambre. ¿Podemos ir a comer?
Nick se acercó a la ventana y miró hacia la calle.
– Creo que ya está bastante oscuro. ¿Por qué no te cambias?
Sarah empezó a desnudarse. El hombre siguió mirando la calle y luchando por ignorar los ruidos que oía a sus espaldas: el murmullo de la blusa, el susurro de la falda al pasar por las caderas…
Y de repente pensó que estaba en una situación ridicula.
Durante cuatro años, había conseguido mantenerse independiente y libre. Y cerrado su corazón a las mujeres. Y de repente, llegaba Sarah Fontaine y se colaba por la puerta de atrás. Precisamente Sarah, que seguía enamorada de Geoffrey. Sarah, que en dos semanas y media había conseguido que lo echaran de su trabajo e intentaran matarlo. Un comienzo espectacular.
Estaba deseando ver lo que vendría después.