– Viviremos el presente, tomando cada día como venga. No podemos hacer otra cosa.
– Lo sé.
– Eres fuerte, Sarah. En cierto modo, más fuerte que yo.
La besó con fuerza, como un hombre sediento de su sabor. Los pájaros piaban encima de ellos, despidiendo a la última luz del día. La noche cayó sobre los campos con su manto de protección y oscuridad.
Nick se apartó con un gemido.
– Si seguimos así, perderemos el tren. No es que me importe, pero… -apretó los labios una última vez sobre los de ella-. Tenemos que irnos. ¿Estás lista?
Sarah respiró hondo y asintió.
– Estoy lista.
El viejo estaba soñando.
Nienke estaba de pie ante él, con el largo pelo recogido en un pañuelo azul. Su rostro amplio estaba manchado de tierra del jardín, y sonreía.
– Frank -dijo-, tienes que construir un sendero de piedra entre los rosales para que nuestros amigos puedan pasear entre las flores. Ahora tienen que andar alrededor de los matorrales, no en el medio de ellos, donde están las de color lavanda y amarillo. Se las pierde. Tengo que llevarlos yo y se manchan de barro los zapatos. Un camino de piedra, Frank, como el que teníamos en la casita de Dordrecht.
– Por supuesto -dijo él-. Le diré al jardinero que lo haga.
Nienke sonrió. Se acercó a él. Pero cuando extendió una mano para tocarla, su pañuelo azul se desvaneció. Lo que había sido el pelo de Nienke era ahora un halo de fuego brillante. Intentó arrancárselo antes de que llegara a la cara, y en sus manos quedaron mechones gruesos de pelo. Cuanto más intentaba apagar las llamas, más pelo y carne arrancaba. Destruía fragmento a fragmento a su mujer al intentar salvarla.
Bajó la vista y vio que sus brazos estaban en llamas, pero no sentía dolor; un grito silencioso explotó en su garganta al ver que Nienke lo dejaba para siempre.
Wes Corrigan tardó cinco minutos en contestar a la llamada en su puerta de atrás. Cuando al fin la abrió, miró sorprendido a sus dos visitantes nocturnos. Al principio le parecieron extraños. El hombre era alto, de pelo canoso, sin afeitar. La mujer llevaba un jersey indefinible y una capa gris.
– ¿Qué ha sido de la antigua virtud de la hospitalidad? -preguntó Nick.
Wes dio un respingo.
– ¿Qué diablos…? ¿Eres tú?
– ¿Podemos pasar?
– Claro. Claro -Corrigan, atontado todavía, les indicó la cocina y cerró la puerta. Era un hombre bajo y compacto de unos treinta y tantos años. A la luz dura de la cocina, su piel se veía amarillenta y tenía los ojos cargados de sueño. Miró a sus visitantes y movió la cabeza confuso. Su mirada cayó sobre el pelo blanco de Nick.
– ¿Tanto tiempo ha pasado?
El interpelado movió la cabeza y se echó a reír.
– Son polvos de talco. Pero las arrugas son todas mías. ¿Hay alguien más en casa?
– Solo el gato. ¿Qué diablos está pasando?
Nick pasó a su lado, salió de la cocina y entró en la sala de estar. No contestó. Wes se volvió hacia Sarah, que se quitaba en ese momento la capa.
– Ah, hola. Soy Wes Corrigan. ¿Y usted?
– Sarah.
– Encantado de conocerla.
– La calle parece limpia -dijo Nick, volviendo a la cocina.
– Claro que está limpia. La barren todos los jueves.
– Quiero decir que no estás vigilado.
Corrigan pareció triste.
– Bueno, llevo una vida muy aburrida. Eh, vamos, ¿qué ocurre?
Nick suspiró.
– Estamos en un lío.
Corrigan asintió.
– Sí, a esa conclusión había llegado ya. ¿Quién os sigue?
– La CIA. Entre otros.
Ese lo miró con incredulidad. Se acercó a la puerta de la cocina, miró al exterior y echó el cerrojo.
– ¿Tenéis a la CIA detrás? ¿Qué has hecho? ¿Vender secretos de la nación?
– Es una larga historia. Necesitamos tu ayuda.
Wes asintió con cansancio.
– Eso me temía. Vamos, sentaos, sentaos. Prepararé café. ¿Tenéis hambre?
Nick y Sarah se miraron sonrientes.
– Mucha -dijo ella.
Corrigan se acercó al frigorífico.
– Marchando huevos con beicon.
Tardaron una hora en contárselo todo. Cuando terminaron, la cafetera estaba vacía. Nick y Sarah se habían comido media docena de huevos entre los dos y Corrigan se hallaba plenamente despierto y preocupado.
– ¿Por qué crees que está mezclado Potter? -preguntó.
– Es evidente que está al cargo del caso. Fue él el que hizo soltar a Sarah. Y debió ordenar a esos agentes que nos siguieran a Margate. Pero allí todo salió mal. Y aunque los de la CIA no son muy competentes, tampoco suelen meter tanto la pata sin algo de ayuda. Alguien mató a aquel agente. Y luego empezó a disparar contra nosotros.
– El hombre de las gafas de sol, quienquiera que sea -Wes movió la cabeza-. Esto no me gusta nada.
– A mí tampoco.
Corrigan pareció pensativo.
– Y quieres que investigue la ficha de Magus. Puede ser difícil. Si está considerada muy secreta, no podré llegar a ella.
– Haz lo que puedas. No podemos hacerlo solos. Hasta que Sarah encuentre a Geoffrey y consiga algunas respuestas, no tenemos nada.
– Sí. Lo comprendo.
Los acompañó a la puerta de atrás. Fuera brillaban las estrellas en un cielo claro.
– ¿Dónde vais a dormir?
– Tenemos una habitación cerca del Kudamm.
– Podéis quedaros aquí.
– Demasiado arriesgado. Hemos cruzado la frontera, así que ya deben saber que estamos aquí. Si son listos, no tardarán en vigilar tu casa.
– ¿Y cómo puedo comunicarme contigo?
– Te llamaré yo. Me identificaré como Barnes. Es mejor que no sepas dónde estamos.
– ¿No te fías de mí?
Nick vaciló.
– No es eso, Wes.
– ¿Y qué es?
– Es un asunto muy feo. Es mejor que no te mezcles demasiado.
Nick y Sarah se alejaron en la oscuridad, pero no sin antes oír decir a Wes:
– Ya estoy mezclado.
Al amanecer, Sarah yacía acurrucada en brazos de Nick. A pesar de su cansancio, ninguno de los dos podía dormir. Demasiadas cosas dependían de lo que ocurriera aquel día. Por lo menos ya no estaban solos. Contaban con Wes Corrigan.
Nick se movió, y su aliento calentó el pelo de ella.
– Cuando esto termine -susurró-, quiero que nos quedemos como estamos ahora. Así mismo.
– No sé si esto acabará alguna vez -suspiró ella-. Si volveré a casa.
– Volveremos. Juntos. Te lo prometo. Y Nick O'Hara siempre cumple sus promesas.
Sarah escondió el rostro en el hueco del hombro de él.
– Nick, te deseo mucho, pero ya no sé si estoy ciega o si me da miedo el amor. Me siento muy confusa. ¿Tú no?
– ¿Sobre ti? No. Parece una locura, pero creo que te conozco bien. Y eres la primera mujer de la que puedo decir eso.
– ¿Y tu mujer? ¿A ella no la conocías?
– ¿Lauren? Sí. Supongo que sí. Al final.
– ¿Qué fue lo que falló?
Nick se recostó en la almohada. Se encogió de hombros.
– Supongo que no fue culpa de nadie, pero no puedo olvidar lo que hizo -la miró con tristeza-. Llevábamos tres años casados. A ella le gustaba El Cairo. Le gustaba la vida de las embajadas. Era una gran esposa de diplomático. Creo que fue uno de los motivos por los que se casó conmigo. Porque pensó que podía enseñarle el mundo. Por desgracia, mi carrera incluía ir a lugares que no le parecían lo bastante civilizados.
– ¿Como Camerún?
– Exacto. Yo quería aquel puesto. Solo habrían sido un par de años. Pero ella se negó a ir. Entonces me ofrecieron Londres, que sí le gustaba. Tal vez todo hubiera salido bien de no ser por… -se interrumpió y Sarah notó que se ponía rígido.
– No tienes que contármelo si no quieres.
– Se quedó embarazada y me enteré en Londres. No me lo dijo ella, sino el médico de la Embajada. Y durante seis horas fui tan feliz que creía estar flotando. Hasta que llegué a casa y descubrí que ella no lo quería.