Sarah no podía decir nada para disminuir su dolor; solo confiar en que, cuando terminara de contárselo, encontrara consuelo en sus brazos.
– Yo quería tener aquel hijo. Le supliqué que lo tuviéramos. Pero Lauren lo consideraba un inconveniente -miró a Sarah-. ¡Un inconveniente! ¿Te imaginas?
– No.
– Yo tampoco. Entonces me di cuenta de que no la conocía. Nos peleamos y ella voló a casa y… solucionó el problema. No regresó. Un mes después me envió los papeles del divorcio. De eso hace cuatro años.
– ¿La echas de menos?
– No. Casi fue un alivio recibir los papeles. He estado solo desde entonces. Así es más fácil. No sufres -le tocó el rostro y en sus labios se dibujó una sonrisa-. Luego, entraste tú en mi despacho con tus gafas graciosas y… Al principio no presté atención a tu aspecto, pero luego te quitaste las gafas y te vi los ojos. Y allí empecé a desearte.
– Voy a tirar esas gafas.
– Jamás. Me encantan.
Sarah se echó a reír, agradecida a las cosas divertidas que suelen decir los enamorados. Por primera vez en su vida se sentía casi hermosa.
– ¿Sarah? ¿Has pensado en lo que ocurrirá cuando lo encontremos?
– No puedo pensar tanto.
– Todavía lo amas.
La joven movió la cabeza.
– Ya no sé a quién quiero. A Simon Dance no. Quizá el hombre al que yo quería no ha existido nunca. Nunca fue real.
– Pero yo sí -susurró Nick-. Yo soy real. Y no tengo nada que ocultar.
Once
¿Sería allí donde lo encontrara?
Sarah no podía dejar de pensar en eso mientras el autobús circulaba por las avenidas de tiendas en dirección oeste.
Media hora antes habían llamado al número de la factura de Eve y descubierto que era una floristería. La mujer del otro lado se mostró amable y deseosa de ayudarlos. Les indicó cómo llegar hasta la floristería.
No era un barrio muy bueno. Sarah notó que las calles amplias daban paso a callejuelas cubiertas de cristales y a un vecindario de casas destartaladas. Los niños jugaban en la calle y los viejos se sentaban en los escalones de su porche. ¿Estaría Geoffrey escondido en una de aquellas casas? ¿Los esperaría en el sótano de la floristería?
Salieron del autobús en una esquina. Una manzana más allá, encontraron la dirección que buscaban. Era una tienda pequeña, de escaparates sucios. En la acera se veían cubos de plástico rebosantes de rosas. La puerta al abrirse hizo sonar una campanilla de bronce.
El olor a flores resultaba abrumador. Una mujer robusta, de unos cincuenta años, les sonrió desde el otro lado del mostrador lleno de lazos, rosas y verde. Estaba haciendo ramos. Miró a Nick.
– Guten tag -dijo.
El hombre asintió.
– Guten tag.
Se movió por la tienda, mirando los frigoríficos con sus puertas de cristal y los estantes con jarrones, figuritas de china y flores de plástico. Cerca de la puerta había una corona funeraria envuelta en plástico y lista para entregar. La tendera quitó las espinas de las rosas y empezó a enrollar cinta en torno a los tallos. Era un ramo de novia. Mientras trabajaban, tarareaba una canción, nada incómoda por el silencio de sus dos visitantes. Al fin dejó el ramo y miró a Sarah.
– Ja? -preguntó con suavidad.
Sarah sacó la foto de Geoffrey y la dejó sobre el mostrador. La mujer la miró, pero no dijo nada. Nick señaló la foto con la cabeza y le preguntó algo en alemán. La mujer negó con la cabeza.
– Geoffrey Fontaine -dijo él.
La mujer no reaccionó.
– Simon Dance.
La mujer lo miró sin entender.
– ¡Pero tiene que conocerlo! -intervino Sarah-. Es mi marido. Tengo que encontrarlo.
– Sarah, déjame a mí…
– Me está esperando. Si sabe dónde está, llámelo. Dígale que estoy aquí.
– Sarah, no te entiende.
– Tiene que entender. Nick, pregúntale por Eve. A lo mejor conoce a Eve.
La mujer respondió a la pregunta encogiéndose de hombros. O no sabía nada de Geoffrey, o no pensaba decirlo.
Sarah guardó la foto. Sentía una gran desilusión. La mujer alemana volvió su atención a los ramos.
La joven miró a Nick.
– ¿Qué hacemos ahora?
El hombre miraba la corona funeraria con frustración.
– No lo sé -murmuró-. No lo sé.
La tendera empezó a cortar trozos de papel fino.
– ¿Por qué llamaría Eve aquí? -preguntó Sarah-. Tenía que haber un motivo.
Se acercó al frigorífico y miró los cubos de claveles y rosas. El olor de las flores empezaba a darle náuseas. Le recordaba el día doloroso de dos semanas atrás en el cementerio.
– Por favor, Nick. Vámonos.
El hombre miró a la tendera y le dio las gracias en alemán.
La mujer sonrió y tendió una rosa a Sarah envuelta en papel fino. Sus ojos se encontraron. Fue una mirada breve, pero a la joven le bastó para comprender su significado. Acababa de pasarle algo.
Aceptó la rosa y le dio las gracias. Se volvió y siguió a Nick fuera de la tienda.
Una vez en la calle, apretó el tallo con fuerza. Tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no romper el papel y leer el mensaje que estaba segura que había dentro. Pero los ojos de la mujer le habían transmitido también un mensaje de advertencia.
Aunque la única persona que había cerca era Nick. Su amigo, su protector. El hombre que la había seguido a Londres y desde entonces no se había separado de ella. ¿Por qué?
No quería creerlo, pero la razón podía ser que quería vigilarla.
No, no podía estar segura. Y ella lo quería.
Pero no podía olvidar la mirada de advertencia de la mujer.
El viaje en autobús le pareció eterno. Cuando llegaron a la pensión, voló al cuarto de baño situado al final del pasillo y cerró la puerta. Separó el papel con manos temblorosas y leyó el mensaje. Estaba en inglés y había sido escrito con prisa a lápiz.
Postdamer Platz, mañana a la una.
No confíe en nadie.
Miró las tres últimas palabras. Su significado era inconfundible. Había sido muy descuidada, pero no podía permitirse cometer más errores. La vida de Geoffrey dependía de ella.
Hizo pedazos la nota y la echó al water. Tiró de la cadena y fue a la habitación con Nick.
No podía dejarlo aún. Antes tenía que estar segura. Lo quería y en su corazón estaba segura de que jamás le haría daño. Pero tenía que saber para quién trabajaba.
Al día siguiente encontraría al fin respuestas en Potsdamer Platz.
– Empezábamos a pensar que no vendrías -dijo Nick.
Wes Corrigan parecía nervioso. Se acomodó en una silla enfrente de los otros dos.
– Yo también -murmuró, mirando por encima del hombro.
– ¿Problemas?
– No estoy seguro. Eso es lo que me preocupa. Es como una de esas películas de horror en las que nunca sabes si el monstruo se te va a echar encima o no.
Habían elegido un café oscuro para el encuentro. Su mesa estaba iluminada por una sola vela; estaban rodeados de personas que hablaban en susurros y no se ocupaban de los asuntos de los demás. Nadie miró en su dirección.
– Te aseguro que todo este asunto me ha asustado -dijo Wes, después de pedir una cerveza.
– ¿Qué ha pasado?
– Para empezar, tenías razón. Me están vigilando. Poco después de que os fuerais llegó una furgoneta y no se ha movido de la acera de enfrente de mi casa. He tenido que salir por la puerta de atrás. No estoy acostumbrado a esto. Me pone nervioso.
– ¿Has averiguado algo?
Wes miró a su alrededor y bajó la voz.
– Lo primero que hice fue buscar mi archivo sobre la muerte de Geoffrey Fontaine. Cuando te llamé hace una semanas, tenía el informe del forense y el de la policía, fotocopia de su pasaporte…